La luz solar empezó a despuntar detrás de la sierra que flanqueaba la ciudad. Con sus dedos rosados y naranjas empezó a dispersar la oscuridad de la noche, apagando estrellas de suspiro en suspiro. Al primer indicio de luz, uno de los gallos levantó la cabeza y la sacudió contra el frío matinal. Se encaramó al tejado bajo el que dormían sus compañeras las gallinas y abrió la boca para ejercer su tarea de despertador.
Los gritos de los demás gallos se vieron absorbidos por el tañido de las campanas de la iglesia de Santa Beatriz, que hicieron tambalearse con su son la escarcha, que había escogido los aleros de los tejados de pizarra negra para dormir.
Uno de los batientes de la ventana crujió y esparció polvillo blanco por el aire cuando Ana la abrió para dejar entrar el fresco de la mañana.
Como ella, muchas otras personas abrieron ventanas y puertas, iluminándose con candiles y linternas en la penumbra interior de las casas. Poco a poco, el pueblo de Saint Polain empezaba un nuevo día. En el campo ya hacía unas horas que se estaba trabajando. Los pequeños comercios y los talleres abrían sus puertas al público. La pareja de soldados, que hacía la ronda, volvía al cuartel para cambiar el turno. La tierra se removía bajo las pisadas, las herraduras y las ruedas de los carros. Al jaleo de la calle se unieron los primeros perros, correteando detrás de alguna paloma muerta de frío. De sus bocas llenas de dientes se escapaba el vaho cuando ladraban o jadeaban. Hacía frío de verdad.
El pueblo del norte estaba sólo a unas horas de la capital de la Marca, Exeter. Desde la ventana podía contemplarse su altísima catedral, como una caja de cristal bajo la pálida mañana, el campanario y los tejados de sus edificios más imponentes. La muralla medieval, útil todavía en aquellos tiempos de guerra, era un cinturón negro en el horizonte. Alrededor de las casas, las montañas y la nieve mordían el cielo. Desde allí, desde aquella ventana, la vista alcanzaba a adivinar la capital, y en el lado contrario los bosques y los lagos.
Ana se apartó de la ventana y volvió a meterse en la cama. El frío le había paralizado los dedos. Se arrebujó bajo la sábana y fue tanteando con la mano hasta encontrar un cuerpo que todavía no había salido del refugio del lecho, un cuerpo caliente. Estiró el brazo y rozó el pecho cálido de su hermano, que movió la cabeza. Abrió un ojo.
—¿Tienes frío? —susurró.
Ella asintió. David se dio la vuelta en la cama y la abrazó con fuerza, sintiendo que se le ponía todo el vello de punta con su helado contacto. Cuando los dedos de su hermana se cerraron alrededor de su cuello, le entró un escalofrío brusco, pero no dijo nada. Hundió la nariz en la negra cabellera de ella y se apretaron fuerte el uno contra el otro para darse calor.
David percibió que de algún lugar de la estancia entraba una luz que sus ojos no aprobaban. Alzó la cabeza, con los párpados pegados, y creyó distinguir el azul pálido de fuera. El ladrido de un perro golpeó las paredes de la habitación y David articuló un gemido.
—¿Has abierto la ventana?
—Tenemos que levantarnos ya —murmuró su hermana, bostezando. Su mellizo resopló como un caballo.
—Vamos a quedarnos un poco más... —suplicó, abrazándola más fuerte para que no se pudiera mover. —Fuera hace frío.
—Suelta, David.
—No quiero.
—¡David! —Ana, aunque pretendía ponerse seria, no pudo evitar reírse cuando su hermano la hizo volver a tumbarse en la cama. Se rieron juntos y se quedaron mirando al techo. David escuchó los ruidos de la calle, con un dedo enredando y desenredando el cabello de su hermana.
—¿Has despertado a Héctor? —murmuró, intentando ver más allá de la maraña de rizos negros.
—No, déjale dormir un poco más.
A los dos los sobresaltó una húmeda presencia que se coló por debajo de las sábanas, jadeando contenta.
—Buenos días, Daga —la saludó David.
La perra se sacudió, salpicándolos de saliva, y salió trotando de la cama para corretear por la habitación.
La estancia estaba dividida por una cortina de preciosos bordados color púrpura que habían tejido los dos hermanos. Tras ella, su hermano mayor, Héctor, todavía dormía. O eso creían los dos. Era una persona muy silenciosa.
David descorrió la cortina y contempló a su hermano sentado en una silla frente a la otra ventana de la habitación. La brisa congelada bailaba con sus cabellos negros y en sus labios se dibujaba una leve sonrisa. El chico también sonrió.
—Buenos días, Héctor —lo saludó. —Hoy te has levantado muy temprano.
—Para ti siempre es temprano —se rió su hermano, mirándolo desde sus ojos grises sin luz. Sus pupilas apagadas pasearon por el lugar en que Héctor adivinaba la presencia de su hermano.
Había perdido la vista hacía dos años, tras una época oscura para la Marca Norte, y en general para toda la Corona de Velônia. Una hambruna feroz, que trajo consigo una epidemia de viruela, había segado una cantidad importante de vidas, sobre todo en la gran ciudad, donde el hacinamiento facilitaba el contagio. La carestía se estableció en la Marca durante más de veinte años. Los padres de los mellizos habían muerto entonces, dejándolos solos con su hermano mayor. Se hizo cargo de ellos hasta que se contagió de viruela. Sus ojos fueron el precio a pagar, a cambio de seguir vivo.
En los últimos siete años, la Marca entera se estaba recuperando de aquel duro golpe. David, mientras observaba a su hermano, a su melliza y las paredes que los envolvían, se repitió como cada mañana que tenían mucha suerte.
Héctor tanteó con la mano hasta dar con el bastón que le ayudaba a caminar. Rauda como una flecha, Daga acudió a su lado con la correa de cuero en la boca. Para que el joven la anudara al collar de bordados verdes que llevaba sobre su pelaje cobrizo. Héctor se agachó e intentó atarle la correa a la perra. Como siempre que lo veía, a David le entraron unas ganas terribles de ayudarle, de hacerlo él, porque los dedos inseguros de su hermano no acertaban. Pero se contuvo. Era mejor dejarle hacer las cosa solo; ya cogería habilidad.
Además, pensó David, era una buena manera de que no se sintiera inútil.
—Buenos días, Héctor —lo saludó Ana, con una enorme sonrisa. Cuando su hermano mayor volvió a ponerse en pie, corrió a besarlo en la mejilla. —¿Dormiste bien?
—Buenos días, pequeña —Héctor buscó con los labios la frente de su hermana para besarla. Se sonrojó. —Todavía soy un poco torpe.
Ana suspiró; siempre decía lo mismo.
—Tiempo al tiempo, hermano. ¿Bajamos por fin? —preguntó, apoyando una mano en la cadera. David no se explicaba de dónde podía sacar la energía tan temprano.
—Sí, vamos. Abajo, Daga —ordenó con voz alegre el muchacho ciego, y la perra tiró de él y le ayudó a bajar las escaleras.
David se quedó mirando la escarcha que goteaba en la ventana. Ana se colocó junto a él y le pasó los brazos por el pecho.
—Es sorprendente —murmuró el chico —, lo que los ojos de Héctor me recuerdan a la escarcha.