Los Jinetes de la Luna
See their silhouettes in the sky... Hay algo que se mueve detrás de los árboles. Detrás de las hojas y de las ramas algo se agita. Niña, cierra la ventana, que tengo frío. Muy pronto vendrá la Luna. Y con ella, el desastre. Un nuevo desastre que ruge dentro de la tierra y sangra sobre los ríos. El desastre que infecta a los animales y pudre los olivos del campo. Niña, atranca la puerta. Ya ha salido la Luna. Y con ella, el desastre. Ya puedo olerlos en las colinas...
22 de marzo de 2012
XXXVII.
16 de marzo de 2012
XXXVI.
11 de marzo de 2012
XXXV.
6 de marzo de 2012
XXXIV.
Él se encogió de hombros. Tampoco tenía otra respuesta. Ana volvió la cabeza, alertada, de pronto. Un par de mujeres los observaba desde el final de la calle. Iban cogidas del brazo, y a pesar de la oscuridad, los mellizos podían diferenciar todos sus rasgos, sus movimientos, hasta el leve murmullo que salía de sus labios. David frunció el ceño y atrajo a su hermana hacia él. Ella se acurrucó en su pecho, mientras desafiaba a las dos alcahuetas con la mirada. Las señoras, satisfechas con su cotilleo, dieron media vuelta y siguieron su camino.
David soltó un bufido.
—¿Has visto…? —Ana se llevó los dedos a las sienes —. ¿Las has visto, verdad? Quiero decir… con claridad. Como si fuese de día.
—Dios mío, ¿ahora vemos en la oscuridad? ¿Nos hemos vuelto como los gatos? —sugirió el mellizo, a medio camino entre una broma y una pregunta de verdad. Ana esbozó una media sonrisa. Ninguno de los dos tuvo que añadir la sospecha.
Estuvieron un momento abrazados. Los tirones de la perra los trajeron de vuelta a la realidad, y volvieron a casa de los Begnat casi arrastrando los pies. Como un pequeño cortejo fúnebre. Claudine abrió la puerta antes de que ellos pudieran llamar. David se quedó con el brazo en el aire. La mujer abrazó a su melliza, con los ojos enrojecidos, y Lucien les hizo pasar con aprensión. Se habían enterado. Daga trotó junto a su amo ciego; éste la acarició y movió la cabeza muy deprisa, preguntando en silencio. La señora Begnat le informó de que sus hermanos se encontraban bien. Pero el aire de tensión no se disipó en la habitación.
El silencio los inundó, con la vela a punto de consumirse. David se entretuvo mirando las sombras de la pared, adivinando el vuelo de un ave majestuosa en sus retorcidos trazos. Ana, con la cabeza gacha, no veía más que despojos negros, sangre y huesos rotos. Contuvo el aire al decir:
—Habrá que preparar los cuerpos para mañana —Claudine estrechó el abrazo, y la sintió temblar. Lucien Begnat bajó la vista y Eric escondió una arcada con el dorso de la mano.
El mellizo se miró las manos. El olor a muerte ahí seguía; tuvo el mal presentimiento de que no se iría nunca. Héctor temblaba, quizá de frío.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha muerto toda una familia… de pronto?
—El capitán Lorraine habla de un ajuste de cuentas, o de algún desgraciado que le tenía inquina a la familia —respondió Lucien. Ana se sorprendió de lo rápido que corrían las novedades, y recordó la mirada infectada de aquellas dos viejas cotillas del pueblo.
—¿Cómo despreciar a gente así, tan sencilla? —tartamudeó Eric —. ¿Qué habían hecho?
—Quién sabe… Vivir —respondió su padre, con resignación. Se pasó la mano por el pelo—. Hoy en día, casi es pecado.
Claudine le pasó la mano por el pelo a la melliza. Ella miró a su hermano, apoyado en la pared. Una vez tumbados, en la cama, ninguno de los dos pudo cerrar los ojos. Temían encontrarse con el recuerdo si lo hacían. En la oscuridad, todo eran formas extrañas que los acosaban. David tuvo un escalofrío cuando las manos de su hermana empezaron a caminar por su vientre. Se dio la vuelta, pegó su frente a la de ella y se abrazaron con fuerza. Con la nariz, dibujó círculos para apartar el negro cabello de la melliza.
La escuchó reírse.
—Ya no somos niños, David.
—No. Pero seguimos siendo uno.
—Qué bello —pudo distinguir su sonrisa y sus pupilas. También los temblores que latían en sus venas, porque eran los mismos que a él no le dejaban dormir —. Recuerdo el cuerpo colgado de la ventana. Recuerdo su sangre y el grito de la niña pequeña. Jamás había imaginado que vería un horror así.
Él estuvo callado.
—Recuerdo perfectamente su cara, su miedo. No podré olvidarlos nunca. Tampoco podré olvidar los ojos vacíos de aquel muchacho al que enterramos hace unos días. Ni su cuerpo paralizado, en el barro. Y su hermano, colgado del ciprés. Dios mío, casi sospecho que nunca podré volver a dormir. ¿Cómo hacerlo, David? Si cada vez que cierro los ojos siento latir en mí un corazón que ya no tengo entero, un corazón que se encoge de miedo y de frío, por lo que ha visto, un corazón que se siente culpable.
Fuera, ladró un perro.
—Sin embargo… estamos vivos. Seguimos vivos, después de todo.
—Sí. Seguimos vivos. ¿Crees que quiere decir algo?
—Tal vez —lo besó en la comisura del labio antes de cerrar los ojos—. Acuérdate de lo que nos dice Héctor. Nada ocurre porque sí.
20 de enero de 2012
XXXIII.
La mano de su hermana lo agarró del hombro. Se dio la vuelta y abrazó el cuerpo de su melliza con mucha fuerza. Se apretaron mientras la gente les pasaba cerca, los golpeaba y los apartaba. David cerró los ojos y se hundió en los cabellos negros de Ana. Ella casi le clavó los dedos en la espalda. Daga se quedó quieta, junto a sus dueños, mientras se dispersaba el gentío.
La luz se volvió más débil; sólo quedaban las luces del cuerpo de guardia. Ana cogió a su mellizo de la cara.
—¿Estás bien? —preguntó, con voz temblorosa. Él asintió.
—¿Y tú?
—Sí. Sí, estoy bien —respondió ella. Lo abrazó de nuevo y gimió. Enterró el rostro en el pecho de su hermano —. No puedo olvidar, David —sollozó —. No puedo.
No hizo falta más.
Los hermanos Cambroix se abrazaron. Era la única verdad que tenían en ese momento. Con una corriente de aire helado, sintieron una caricia en las mejillas. Húmeda y fría, se deslizó por su piel. Levantaron la vista al mismo tiempo. Del cielo oscurecido caían unos finos copos de nieve.
—Muchachos, marchaos a casa —dijo el capitán Lorraine, a medias entre la orden y la petición —. No tenéis nada que hacer aquí —hizo una pausa, sus ojos pasearon por las mejillas húmedas de la melliza—. Ana.
Ella hizo una pequeña reverencia, sorbió por la nariz.
—Capitán Lorraine… Sí. Volvamos a casa, David.
Él asintió.
—¿Quiere quedarse a Daga, capitán? Quizá pueda ser útil…
El hombre negó, tajante.
—Tenemos nuestros propios perros —su rostro se relajó. Sus pupilas se entristecieron. Bajó la cabeza —. Además, a tu hermano le hace más falta.
Los mellizos se tomaron de la mano. Dieron la vuelta y dirigieron sus pasos hacia el pueblo. Hacía frío, la nieve caía endeble. No cuajaría. Ana musitó:
—Buena suerte, capitán.
Cuando llegaron al puente sobre el Märitt, se volvieron para observar la lejana mancha de luz junto a la granja de los Freg. Ana fue la que rompió el silencio.
—Dios mío, pasó de verdad…
—Sí —murmuró su hermano, y le acarició la cabeza a la perra. El animal le lamió la mano y gañó lastimeramente —. Vi una pluma en el suelo.
Ana abrió mucho los ojos.
—¿Eso qué quiere decir?
Su hermano le pasó un brazo por los hombros y, con pasos cortos, se dirigieron a casa de los Begnat.
—El Cazador de Estrellas existe, de verdad. No es una leyenda. Si esa pluma estaba ahí…
Ana asintió.
—Esas criaturas negras… —bajó la voz —. ¿Crees que fueron los que mataron al señor Freg y a sus hijos?
—Tal vez —respondió él, aunque estaba más que convencido.
Se quedaron parados en una calle. La gente iba y venía, agitada, porque nadie podía dormir. Prácticamente todo el pueblo sabía que alguien había asesinado brutalmente a las mujeres de la familia Freg. Al día siguiente, habría otro entierro. Los mellizos también lo sabían. Daga tiraba para volver a casa, pero ninguno de los hermanos tenía fuerzas para moverse.
No sabían qué hacer. David se llevó la mano al pecho; apenas sentía el latido de su corazón… que ya no estaba entero. Ana lo vio hacer y le cogió los dedos con cariño. Le sonrió. Llevó la mano hasta su rostro y le besó la palma. Su mellizo le acarició la mejilla.
—Qué haremos, Ana.
Ella disipó sus temores con unas tiernas caricias en el pelo.
—Mañana quizá lo sepamos.
30 de diciembre de 2011
XXXII.
El guardia volvió a resoplar, miró en derredor. Sus compañeros de profesión amontonaban los cadáveres y apartaban a la gente como podían. Pidieron ayuda a un par de hombres en estado más o menos calmado, para registrar la granja. No faltaron los gritos de sorpresa o las invocaciones a Dios. David no había puesto un pie dentro de la casa, pero no le hacía falta.
Volvió las pupilas al hombre recién aparecido. Se puso rígido, hizo una leve inclinación.
—Capitán Lorraine…
—No hace falta que te agaches, David —suspiró —. Seré directo. Dime qué has venido a hacer aquí. Nos sobran mirones y curiosos.
El mellizo se encogió. Conocía al capitán Lorraine desde que era un niño, y el capitán los conocía a él y a sus hermanos desde su nacimiento. Hans Lorraine había sido compañero y amigo de su padre. Se conocieron en la academia de instrucción militar de Exeter. Después habían vuelto al pueblo, porque el padre de los mellizos iba a casarse. El capitán era una de las personas que más había sentido la pérdida de los dos. Desde aquello, David y Ana lo habían visto convertirse en una persona todavía más reservada, fría, profesional. Había un rumor corriendo por el pueblo que decía que el capitán Lorraine estuvo enamorado desde siempre de la madre de los mellizos, pero aquello eran habladurías de viejas. David sabía lo mucho que aquel hombre quería a su esposa y a sus hijos. Tragó saliva y bajó la cabeza.
—La verdad es que no conocía mucho a los Freg… pero sabrá, capitán, que fuimos nosotros los que… “arreglamos” —puso el mayor cuidado en la palabra — los cuerpos antes de su santo entierro. En cuanto me he enterado de esto, no he podido evitar acercarme. Pido perdón por mi intromisión.
El capitán Lorraine no dijo nada, pero pareció gustarle aquella sumisión a la autoridad. Relajó la tensión de sus hombros, su bigote brillaba rojizo con las antorchas. Sus ojos claros estaban agotados. David se atrevió a preguntar, otra vez:
—¿Qué ha ocurrido, capitán?
—Alguien vino hasta aquí y se encontró… esto —señaló con la cabeza —. Aquel hombre —David se volvió. El aludido se golpeaba las sienes con los puños, lloraba, decía que no una y mil veces —. Al parecer, venía a dar el pésame a la señora por la reciente pérdida. Empezó a dar voces, llegó al pueblo chillando como un endemoniado y nos avisó una vecina. No pudimos hacer nada cuando llegamos…
—No han tocado a los animales —anunció otro soldado, que se pasó la mano por el pelo —. Señor, es evidente que, fuera quien fuera, vino directamente a por la familia.
—¿Un asesino?
—No lo sé, señor. Pero hace unos días aparecieron en el bosque los cadáveres del señor Freg y sus hijos. Confío en que lo recuerde.
—Lo recuerdo perfectamente, soldado —inquirió el capitán. Y con su voz enérgica, le quitó a su subordinado las ganas de hablar. En lugar de eso, hizo una breve inclinación y se dirigió a la multitud, para despejar la masa de curiosos. Hans Lorraine suspiró por enésima vez y negó con la cabeza —. No tiene sentido…
—Quizá… ¿un arreglo de cuentas, señor? —intervino otro soldado —. Se desconoce al culpable, pero primero fue por los hombres y luego por las mujeres. Tenía algo con esta familia. Si no, hubiera muerto cualquiera.
—Es posible. Bien pensado, soldado.
David se mordió la lengua para no gritar que era mentira. Su medio corazón latía tan fuerte que temió que se escuchase el ruido. El capitán le dirigió una mirada severa.
—Vete a casa, David. Esto es cosa nuestra…
—¡David!
El mellizo tuvo un escalofrío. Reconocería esa voz siempre, en cualquier lugar. Se dio la vuelta y vio aparecer a su hermana, apartando gente que le recriminaba sus formas. Un soldado la detuvo con un brusco movimiento. En ese momento, empezaron a despejar a la multitud, a mandarlos a sus casas. Casi a empujones, el cuerpo de guardia de Lorraine se deshizo de la masa de vecinos agolpados alrededor de la granja. Ana se vio arrastrada por la multitud.
David, de repente, tuvo miedo. Como si aquello fuera una señal de que la perdía para siempre. Salió corriendo y se metió entre las personas. La luz de las antorchas y la ceniza le herían los ojos.
—¡Ana!
26 de diciembre de 2011
XXXI.
Héctor, todavía conmocionado por su brusco despertar, miraba con sus ojos ciegos a todos lados, intentando comprender. David tragó saliva; sólo consiguió articular un absurdo:
—¿Qué…?
—Se las... Se las han encontrado en su casa —tartamudeó Eric, con los dedos temblorosos, agarrados al marco de la puerta —. Una vecina ha venido a avisarme… por eso la campana… la alarma —miró al mellizo con desesperación —. No sé… mis padres… no sé qué hacer…
—Quédate aquí —David consiguió poner un par de ideas en orden —. Quédate con Héctor y cuida de él, por favor. Daga, aquí. Buena chica. Hermano, me llevo a la perra; puede que sea útil para buscar algún rastro.
Mientras le ataba el collar al animal, le dio instrucciones claras a Héctor y a Eric de no moverse de la casa. Si el aviso había sorprendido al matrimonio y a Ana en la calle, probablemente habrían corrido a la granja de los Freg. Y si no, terminarían volviendo. Ya era de noche. Héctor no dijo nada. A tientas, se sentó en la cama y Eric le colocó una manta por encima, con manos temblorosas. A pesar de su miedo, le puso la mano en el hombro al joven ciego, carraspeó para ahuyentar la tensión y murmuró:
—No te preocupes. Yo cuidaré de ti.
David se enterneció al escucharlo. Se incorporó, se colocó el abrigo y al pasar junto al adolescente le guiñó un ojo. Éste separó los labios, quizá para hablar, pero no lo hizo. Se los mordió con la misma expresión asustada.
Ya con un pie en las escaleras, el mellizo se volvió para mirar a los dos pobres asustados que dejaba en casa. Intentó sonreír.
—Todo irá bien —fue lo único que se le ocurrió. Y salió corriendo con la perra, calle abajo.
El frío se metió por su nariz y le dolieron hasta los ojos. Su parte más irracional albergaba cierta esperanza, pero su medio corazón y todos sus recuerdos le decían qué era exactamente lo que se iba a encontrar.
Salió del pueblo y no tuvo dificultad para llegar a la granja de los Freg. A lo lejos, parpadeaban las llamas de las antorchas. Siguió corriendo. Conforme se acercaba, Daga emitía gruñidos cada vez más roncos. Al llegar, los ladridos de la perra llamaron la atención de todo el mundo. Vio caras conocidas, vecinos, soldados de ronda. Pero en un primer vistazo no encontró ni a su hermana, ni a Lucien, ni a Claudine. Ayudado por los tirones de Daga, consiguió abrirse camino entre el círculo de personas que murmuraba oraciones, lloraba o negaba con la cabeza.
Todo estaba exactamente como lo recordaba. Solo que ahora, bajo las antorchas, la sangre y los cuerpos desmembrados relucían como el oro. La noche aquella habían sido de plata y luz de estrellas. Dentro de él, algo gritó desesperado; guardaba la vaga y quizá absurda esperanza de que todo aquello hubiera sido una pesadilla. Pero no. Sobre el murete y colgando de la ventana estaban los cuerpos de las mujeres. Había un par de rastrojos negros salpicando el suelo. David contuvo la respiración al ver una pluma adherida a uno de ellos.
Daga husmeó el ambiente, dio un par de vueltas. Después, empezó a ladrar como una loca. Se le acercó uno de los soldados, con expresión cansada.
—Controla a tu perra, muchacho.
David se disculpó, le dio un tirón al animal y le acarició la cabeza para que se callara. Aprovechó que el soldado estaba allí.
—¿Qué ha pasado aquí?
—¿Eras amigo de la familia? —masculló él.
—Hace menos de una semana enterramos a los hombres —respondió David, con un tono ácido —. Mi propia familia los preparó para la tumba.
“Así que haga el favor y conteste”, tuvo ganas de decir, pero se contuvo. Lo último que le faltaba era tener un encontronazo con el cuerpo de guardia.
No obstante, el tipo pareció leerle la mente, porque dio un paso y se colocó a escasos centímetros de su cara.
—Yo tendría cuidado con los modales, chaval…
—Yo me encargo de él —dijo una voz profunda —. Vaya a ayudar a sus compañeros, soldado.