Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

22 de marzo de 2012

XXXVII.


—¿Hm? —el capitán no sabía por qué el cura había contestado aquello. Ni se lo imaginaba, ni tampoco le interesaba. Decidió cambiar de tema, siguió pasando las páginas—. No está mal. ¿Dice que lo consiguió barato? No soy un experto, pero los códices iluminados van caros últimamente.

—Bueno, depende del taller —carraspeó, un tanto avergonzado—, de la mano de obra, de los colores… éste, por ejemplo, no es original. Es una copia de un joven estudiante de teología, que vive en Exeter. Un querido amigo del oficio me lo presentó y me habló de su talento como iluminador. Resulta curioso, porque la única formación que ese muchacho ha recibido sobre religión ha sido en la universidad. Y fíjese, fíjese como pinta. Olvide lo desvaído de los colores, no tendría para pagarse algo mejor. Pero atento a estas líneas, a estos trazos. Mire los ojos, las manos, las garras de los animales y los fondos. Son… la verdad es que son magníficos. Por eso lo compré.

—¿No es original, dice? Evaluando el talento del mozo, se podría decir que sí es original. Al fin y al cabo, lo han hecho sus manos y su cabeza. ¿Por qué no considerarlo una obra original?

El cura arqueó una ceja.

—Estaba copiando a Volgazagra. Él hizo el dibujo original, y tuvo tanto éxito que todas las abadías quisieron unirse a la fiebre apocalíptica. Es el libro más vendido de todos nuestros tiempos, capitán Lorraine; cualquier iniciado en teología o cualquier amante del arte querría tener uno en su poder.

—Pero no todos son originales, entonces, porque el beato sólo hizo uno —apuntó el capitán. El cura meneó la cabeza.

—Hizo dos más, puramente originales, y el resto los dispersó por diferentes talleres. Pero en algunas ocasiones la copia es tan fiel, que resulta casi imposible diferenciarlos del auténtico. En Velônia hay muy buenos iluminadores. Los discípulos del beato lo copiaron para venderlo.

—¿Pero no me ha dicho que este muchacho no era cura?

—Por eso lo singular de este ejemplar —sonrió el sacerdote, palpando el libro como quien acaricia a un perro fiel—. Este muchacho tiene talento innato para el arte y la iluminación, debió hacerlo casi por pasión. Dice mucho en su favor, ¿no le parece? Un devoto artista. Ahora que lo pienso, debería invitarlo a pasar unos días aquí, en Saint Polain.

—Si es un artista, entonces esto es original —insistía el capitán, dando golpes en las páginas con el dedo.

—Que no, le digo, que estaba copiando al Beato de Volgazagra. No creo que viniera la Gracia Divina a inspirarlo. Por Dios, qué barbaridad acabo de decir.

—Sí, le costará un avemaría de más —farfulló Hans Lorraine.

El cura arrugó la nariz.

—Si este chico hubiese pintado un original, me habría costado una fortuna.

—¿Usted ha visto el original?

—La verdad es que no.

—Pues habría que ver cómo pintarrajea el tal Volgazagra —replicó Lorraine, volviendo por un momento a la página del Cazador de Estrellas—. Quién sabe, igual esto ha sido aportación voluntaria del iluminado…

—Iluminador.

—Lo mismo es. ¿Dice que quiere invitarlo a venir? Buena idea —Hans Lorraine cerró el libro con brusquedad—. Igual su inspiración puede sernos útil para esclarecer qué demonios ha pasado días atrás. 

El sacerdote tomó el libro con cuidado, lo abrazó paternalmente y miró de reojo al capitán. Tenía los puños de la camisa manchados de sangre oscura, y los ojos enrojecidos. Las venas del cuello latían con fuerza, la barba no escondía su maxilar apretado. Lucía profundas ojeras. Le puso la mano en el hombro y lo miró, grave.

—Váyase a casa y descanse, haga el favor. Mañana tiene que seguir con su trabajo y yo tengo que preparar la misa para… las mujeres Freg. ¿Les ha llevado los cuerpos a los Begnat?

El capitán se masajeó las sienes y negó con la cabeza.

—No iba a interrumpir el sueño de esta gente, que también se merecen un descanso. Además, poco iban a hacer esta noche. David estaba allí, y lo ha visto todo. Después ha aparecido Ana. Esos dos no se separan nunca, ¿eh? Mañana por la mañana… les llevaremos los cadáveres —hubo un momento de silencio. El sacerdote seguía sosteniendo el códice entre los brazos. Hans Lorraine y levantó la cabeza y sus ojos cansados deambularon por el techo—. ¿Ha pensado alguna vez en el trabajo de esa gente? ¿Lo ha pensado con tranquilidad? Tienen que arreglar cuerpos destrozados para que queden decentes en el velatorio. A veces me sorprendo de la vanidad del ser humano. Mejor sería tirarlos a todos a un foso, acabaríamos antes.

—¡Capitán! —exclamó el cura, dando un paso atrás—. ¡Le pido, por Dios, que no blasfeme en esta casa! Esas pobres mujeres tienen derecho a un entierro cristiano, como lo tuvieron sus hijos, ¡por el bien de sus almas!

—¿Cuidar de las almas de los muertos en detrimento del estado mental de los vivos? —él se volvió, con las pupilas centelleantes—. ¿Pero usted me escucha cuando le hablo? Hablo de coser bocas, manos, piernas y dedos; limpiar caras y remendar tripas para poner a cuerpos marchitos un vestido elegante, que les lucirá de maravilla por toda la eternidad. ¿Ha pensado en cómo se tiene que sentir esa gente? ¿En toda esa sangre manchando las blancas manos de Ana…?

A cada frase, el capitán había avanzado un paso, levantado la voz y vuelto la expresión de su cara un poco más feroz. Casi tenía acorralado al cura contra la pared. Sin embargo, no era un hombre que se amedrentase con los gritos. Muy sereno, apartó a Lorraine de su lado, con calma, y con la mirada torva lo invitó a marcharse de nuevo.

Él soltó un resoplido, se irguió y se despidió del cura con un tono ácido. El religioso se quedó solo, con su vela casi consumida y su códice iluminado. Se sentó de nuevo, pasó las páginas y se quedó delante de la imagen del Cazador de Estrellas. Se preguntó si también estaría en el original de Volgazagra. Pensó en escribirle al muchacho autor, pensó en la misa del día siguiente, y en los mellizos Cambroix limpiando sangre y cosiendo tripas. Pensó tanto que empezaron a cerrársele los ojos, y arrastrando los pies se dejó caer en la cama.

El códice se quedó abierto por la misma página. 

16 de marzo de 2012

XXXVI.


El soldado se quedó mirando las páginas iluminadas. Intentó quitar con el dedo las gotas de vino, pero el pergamino ya las había absorbido. Aquel ángel tenía la cara salpicada de rojo. Exactamente igual que los cuerpos que había tenido que amontonar a la puerta de la granja Freg. Casi podía ver en aquellas formas andróginas los rostros de las mujeres; angulosos, con los párpados separados y las pupilas dilatadas, las bocas torcidas en una mueca indescriptible. Puso el dedo sobre aquella cara y recordó que una de las mujeres, la madre, tenía la mandíbula arrancada y estaba hecha un amasijo de carne y huesos cuando la sacaron de debajo de la mesa, hecha trozos.

Se frotó los ojos y casi se rió. Como si así fueran a borrarse los recuerdos. Suspiró pesadamente.

El cura se atrevió a carraspear.

—Capitán… ¿por qué ha venido?

—¿Le soy sincero? Ni idea —pasó una página, otra, otra. Delante de él se sucedían los ángeles trompeteros, las arquitecturas celestes, las estrellas pintadas de blanco. Se arrancó una pielecilla de los labios con los dientes—. No lo sé.

—¿No estaría mejor en su casa? —el sacerdote recogió los vasos, los puso aparte para limpiarlos. Se frotó los dedos y observó a aquel soldado, que parecía absorto en la contemplación del Apocalipsis iluminado —. No quiero que piense que le echo. Ha tenido un día duro, le convendría descansar. Mañana… también será un día duro.

—¿Qué es esto? —el capitán pasó las páginas de nuevo, hasta que encontró aquella imagen que le había llamado la atención. Llegó al episodio de la cuarta trompeta, los desastres sobre el cielo, y de la quinta trompeta, el primer “¡ay!”

El sacerdote carraspeó, anudó las manos a la espalda y recitó, mirando el retablo de la Virgen de la Luna:

El cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, para que se oscureciese la tercera parte de ellos, y no hubiese luz en la tercera parte del día, y asimismo de la noche. Y miré, y oí a un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los tres ángeles!

—Esto me suena…

El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella que cayó del cielo a la tierra; y se le dio la llave del pozo del abismo.

—Estrellas… ¡oiga! Este pájaro…

El sacerdote bajó la cabeza. Sabía perfectamente por qué el capitán Lorraine se había detenido en esas dos páginas. El dibujo se dividía por la columna de humo que brotaba de un pozo, en el centro de la composición, coronando tres escalones. En las esquinas superiores, el cuarto y el quinto ángel soplaban sus trompetas alargadas, con los ojos centelleantes. El registro superior de las páginas tenía una banda añil, salpicada de asteriscos blancos; en sus extremos se había pintado al sol y a la luna, encerrados en sendos tondos. Desde el centro, todo lo abarcaba un inmenso pájaro azul; su cola larguísima tenía seis plumas, tres expandiéndose por cada página; lucía un tocado majestuoso en la cabeza, y los ojos eran negros, como el pozo del abismo. Bajo sus alas, se plegaban las estrellas, el sol, la luna. Y justo entre sus garras, caía la estrella de seis puntas, del cielo a la tierra; la llave estaba justo debajo del astro, pintado de un dorado desvaído, clara imitación de lo que en realidad era el Beato de Volgazagra.

En general, los pigmentos eran de baja calidad. Un cura de pueblo, como bien había dicho, no podía permitirse una edición iluminada por mano maestra. En la banda añil se podía percibir la huella del pincel al decorar, pequeñas trazas que indicaban que el pigmento no estaba bien molido, o que no se había mezclado con demasiada atención. Sin embargo, aquello no podía contemplarlo la mente de un soldado.

El capitán Lorraine señaló el dibujo y rebuscó en su memoria, en sus recuerdos infantiles.

—Es el Cazador de Estrellas —aclaró el cura, con la mirada sombría—. El Beato de Volgazagra tenía un especial interés en las leyendas populares, e incluyó en sus ilustraciones las de toda la Marca. Saint Polain no iba a ser una excepción.

—Ya me acuerdo de este pajarraco. Mi madre nos asustaba a mí y a mis hermanos con sus cuentecillos. Decía que comía corazones humanos. Diablos, si hasta había una canción. Podías invocarlo si la cantabas. Tiene gracia, me acabo de acordar de que nos retábamos a terminarla, pero nos entraban los siete males de imaginarnos a un bicho que nos arrancaría el corazón. Lo han sacado favorecido —repasó las líneas y el color, entre azul y violeta, que le habían dado al mítico animal—, fíjese el semblante tan terrible que tiene. Da miedo. Pero que mucho miedo.

El sacerdote no dijo nada. El capitán Lorraine levantó las palmas de las manos.

—Somos famosos —se encogió de hombros—. Nuestros cuentos infantiles figuran en un libro.

—No creo que sea una fama de la que enorgullecerse.

11 de marzo de 2012

XXXV.



La capa de nieve era un poco más gruesa cuando el capitán Lorraine llamó a la puerta. Tenía las cejas y las pestañas casi congeladas. Nadie le respondió, así que golpeó la madera con más fuerza, haciendo combarse la hoja. Dentro se escucharon unos pasos apurados y una respiración acelerada. El cura del pueblo abrió, acompañado de un candil.


—¡Capitán Lorraine…!

—¿Trabajando hasta tarde, padre? —preguntó el oficial, sardónico—. Ya le hacía dormido. Pero vi la luz y se me ocurrió visitarle. No le incomoda, ¿verdad? Al fin y al cabo, no le he despertado.

El párroco frunció el ceño. No gustaba de aquel hombre, ni aquel hombre de él, así que estaban en una posición muy equilibrada. Sin embargo, aquel cura no era maleducado; invitó a pasar al capitán y fue a calentar un poco de vino en una tetera vieja. En medio de la cocina, sobre la mesa, había una gruesa Biblia abierta, dos o tres códices de edición barata y un comentario al Apocalipsis. Lorraine arqueó la ceja cuando vio las páginas iluminadas con bestias y ángeles, de ojos rasgados y enormes, de dientes afilados y carnes abiertas, flotando en un espacio de colores donde el negro, el oro y la sangre daban vueltas. Casi igual que en su cabeza. Arrugó la nariz.

El sacerdote puso un vaso de vino caliente frente a él, en la mesa, y le echó una pizca de canela por encima. Siguió la mirada del soldado y sonrió; se frotó las manos y dio un trago de su vaso.

—El comentario del Beato de Volgazagra. Me ha costado muchísimo conseguir una edición que pudiera permitirme. Y aún resultó un poco cara… pero es maravillosa. No es original, por supuesto… pero vea, vea qué formas, qué colores. Es como si el beato hubiese estado dentro de la cabeza de los redactores cuando escribieron el Apocalipsis…

—¿Gusta usted de cuentos macabros, padre? —lo cortó Lorraine —. ¿Por qué no se dedica a cazar mariposas?

El cura arqueó una ceja.

—Con el debido respeto, capitán —pronunció la palabra con énfasis—, el Apocalipsis no es un libro que hable del terror o la destrucción. Son pretextos para describir una idea, una cosmovisión, un pensamiento, un sentir. El Apocalipsis revela un día en que el hombre por fin conocerá a Dios. Todas estas bestias no son sino metáforas de las bestias que ahora deambulan por la tierra.

—Permíteme que lo dude.

—¿Lo ha leído?

—No. Tengo cosas más importantes que hacer.

—¿Cómo venir a mi casa a estas horas de la madrugada? Me gustaría saber por qué, en qué puedo ayudarle. Al fin y al cabo, sólo soy un cura de pueblo; poco podré hacer.

Bebieron en silencio. Lorraine se quitó los guantes y se desabrochó la capa, se puso cómodo. Movió los dedos, que poco a poco entraban en calor, se pasó la mano por la cara para quitarse la nieve, se secó en la ropa. Examinó la habitación; nada sobresaliente en la casa de un cura. Un par de crucifijos, una tabla con una imagen de la Virgen de la Luna, pocos cacharros de cocina y muebles viejos. Le vinieron a la mente las imágenes en casa de los Freg. Suspiró.

—Se habrá enterado de lo de los Freg.

El sacerdote también suspiró.

—Sí, claro que me he enterado. No había otro para oficiar la misa y eximir de pecado esos cuerpos destrozados. He de confesar que no fui capaz de mirarlos mucho tiempo. Sólo tuve ojos para las caras de sus mujeres, de sus hermanas. Esas infelices pasarán lo que les queda de vida en la tristeza más profunda.

—Descuide, les han aliviado el luto muy pronto.

El sacerdote apretó el vaso para calentarse los dedos.

—¿Cómo dice?

Lorraine dio un trago.

—Han asesinado a las mujeres de la familia Freg. Y con la misma brutalidad. Cuando nosotros llegamos, había trozos por todas partes, y la casa estaba casi en ruinas. Hasta el techo habían roto. Todo estaba salpicado de sangre. De la ventana estaba colgando una de las hijas, como un trapo; los cristales le habían atravesado la muñeca, y se balanceaba. Pero no ha sido hoy, no ha sido esta noche. Esa gente llevaba, por lo menos, cuatro días muerta. Nos avisó un vecino, que iba a darles el pésame. Se lo encontró todo así.

El cura se santiguó.

—Dios bendito.

—¿Sabe? —Hans Lorraine alzó el vaso y le dio vueltas, como si estuviera descifrando un código—. Ahora que caigo, puede que sus bestias apocalípticas sí anden pululando por esta tierra. Porque si no es así… —dio un puñetazo en la mesa, el vino salpicó la madera y alcanzó una de las hojas del beato, justo en el rostro de un ángel trompetero—, ¡haga el favor de decirme quién en su sano juicio es capaz de semejante brutalidad!
»¡Usted no vio esos cuerpos! ¡Y tampoco los anteriores! Jesús, si es que parecía que se los hubieran comido. Los chavales tenían mordiscos, ¡mordiscos, padre! Marcas de dientes en el estómago, los pulmones hechos jirones, se podía ver a través de los agujeros de las manos. ¿Se acuerda de la niña de la ventana? Le salían los huesos por el codo, uno de mis hombres casi se saca un ojo intentando descolgarla.

—No me parece gracioso…

Lorraine lo fulminó con la mirada.

—¿Ve que yo me ría? —el silencio fue muy elocuente. El capitán se puso de pie y caminó por la pequeña cocina—. Huesos partidos, miembros arrancados, cuerpos arrastrados por el suelo, heridas que ningún ser humano es capaz de hacer, ¡marcas de dientes y uñas! Nunca había visto nada parecido. Nada.

El sacerdote tampoco supo qué responder. Apretó con una mano la cruz de cedro que le colgaba del cuello y se deleitó en su tacto pulido. Había sido un regalo al entrar en el seminario, su madre siempre había querido que fuera sacerdote. La cruz tenía pintados los gramiles en dorado, y una inscripción que decía Ego sum lux mundi. Luz. La luz. Miró por la ventana. A esa noche le faltaba la misma luz que a los ojos del capitán Lorraine. 

6 de marzo de 2012

XXXIV.

Él se encogió de hombros. Tampoco tenía otra respuesta. Ana volvió la cabeza, alertada, de pronto. Un par de mujeres los observaba desde el final de la calle. Iban cogidas del brazo, y a pesar de la oscuridad, los mellizos podían diferenciar todos sus rasgos, sus movimientos, hasta el leve murmullo que salía de sus labios. David frunció el ceño y atrajo a su hermana hacia él. Ella se acurrucó en su pecho, mientras desafiaba a las dos alcahuetas con la mirada. Las señoras, satisfechas con su cotilleo, dieron media vuelta y siguieron su camino.

David soltó un bufido.

—¿Has visto…? —Ana se llevó los dedos a las sienes —. ¿Las has visto, verdad? Quiero decir… con claridad. Como si fuese de día.

—Dios mío, ¿ahora vemos en la oscuridad? ¿Nos hemos vuelto como los gatos? —sugirió el mellizo, a medio camino entre una broma y una pregunta de verdad. Ana esbozó una media sonrisa. Ninguno de los dos tuvo que añadir la sospecha.

Estuvieron un momento abrazados. Los tirones de la perra los trajeron de vuelta a la realidad, y volvieron a casa de los Begnat casi arrastrando los pies. Como un pequeño cortejo fúnebre. Claudine abrió la puerta antes de que ellos pudieran llamar. David se quedó con el brazo en el aire. La mujer abrazó a su melliza, con los ojos enrojecidos, y Lucien les hizo pasar con aprensión. Se habían enterado. Daga trotó junto a su amo ciego; éste la acarició y movió la cabeza muy deprisa, preguntando en silencio. La señora Begnat le informó de que sus hermanos se encontraban bien. Pero el aire de tensión no se disipó en la habitación.

El silencio los inundó, con la vela a punto de consumirse. David se entretuvo mirando las sombras de la pared, adivinando el vuelo de un ave majestuosa en sus retorcidos trazos. Ana, con la cabeza gacha, no veía más que despojos negros, sangre y huesos rotos. Contuvo el aire al decir:

—Habrá que preparar los cuerpos para mañana —Claudine estrechó el abrazo, y la sintió temblar. Lucien Begnat bajó la vista y Eric escondió una arcada con el dorso de la mano.

El mellizo se miró las manos. El olor a muerte ahí seguía; tuvo el mal presentimiento de que no se iría nunca. Héctor temblaba, quizá de frío.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha muerto toda una familia… de pronto?

—El capitán Lorraine habla de un ajuste de cuentas, o de algún desgraciado que le tenía inquina a la familia —respondió Lucien. Ana se sorprendió de lo rápido que corrían las novedades, y recordó la mirada infectada de aquellas dos viejas cotillas del pueblo.

—¿Cómo despreciar a gente así, tan sencilla? —tartamudeó Eric —. ¿Qué habían hecho?

—Quién sabe… Vivir —respondió su padre, con resignación. Se pasó la mano por el pelo—. Hoy en día, casi es pecado.

Claudine le pasó la mano por el pelo a la melliza. Ella miró a su hermano, apoyado en la pared. Una vez tumbados, en la cama, ninguno de los dos pudo cerrar los ojos. Temían encontrarse con el recuerdo si lo hacían. En la oscuridad, todo eran formas extrañas que los acosaban. David tuvo un escalofrío cuando las manos de su hermana empezaron a caminar por su vientre. Se dio la vuelta, pegó su frente a la de ella y se abrazaron con fuerza. Con la nariz, dibujó círculos para apartar el negro cabello de la melliza.

La escuchó reírse.

—Ya no somos niños, David.

—No. Pero seguimos siendo uno.

—Qué bello —pudo distinguir su sonrisa y sus pupilas. También los temblores que latían en sus venas, porque eran los mismos que a él no le dejaban dormir —. Recuerdo el cuerpo colgado de la ventana. Recuerdo su sangre y el grito de la niña pequeña. Jamás había imaginado que vería un horror así.

Él estuvo callado.

—Recuerdo perfectamente su cara, su miedo. No podré olvidarlos nunca. Tampoco podré olvidar los ojos vacíos de aquel muchacho al que enterramos hace unos días. Ni su cuerpo paralizado, en el barro. Y su hermano, colgado del ciprés. Dios mío, casi sospecho que nunca podré volver a dormir. ¿Cómo hacerlo, David? Si cada vez que cierro los ojos siento latir en mí un corazón que ya no tengo entero, un corazón que se encoge de miedo y de frío, por lo que ha visto, un corazón que se siente culpable.

Fuera, ladró un perro.

—Sin embargo… estamos vivos. Seguimos vivos, después de todo.

—Sí. Seguimos vivos. ¿Crees que quiere decir algo?

—Tal vez —lo besó en la comisura del labio antes de cerrar los ojos—. Acuérdate de lo que nos dice Héctor. Nada ocurre porque sí.

20 de enero de 2012

XXXIII.

La mano de su hermana lo agarró del hombro. Se dio la vuelta y abrazó el cuerpo de su melliza con mucha fuerza. Se apretaron mientras la gente les pasaba cerca, los golpeaba y los apartaba. David cerró los ojos y se hundió en los cabellos negros de Ana. Ella casi le clavó los dedos en la espalda. Daga se quedó quieta, junto a sus dueños, mientras se dispersaba el gentío.

La luz se volvió más débil; sólo quedaban las luces del cuerpo de guardia. Ana cogió a su mellizo de la cara.

—¿Estás bien? —preguntó, con voz temblorosa. Él asintió.

—¿Y tú?

—Sí. Sí, estoy bien —respondió ella. Lo abrazó de nuevo y gimió. Enterró el rostro en el pecho de su hermano —. No puedo olvidar, David —sollozó —. No puedo.

No hizo falta más.

Los hermanos Cambroix se abrazaron. Era la única verdad que tenían en ese momento. Con una corriente de aire helado, sintieron una caricia en las mejillas. Húmeda y fría, se deslizó por su piel. Levantaron la vista al mismo tiempo. Del cielo oscurecido caían unos finos copos de nieve.

—Muchachos, marchaos a casa —dijo el capitán Lorraine, a medias entre la orden y la petición —. No tenéis nada que hacer aquí —hizo una pausa, sus ojos pasearon por las mejillas húmedas de la melliza—. Ana.

Ella hizo una pequeña reverencia, sorbió por la nariz.

—Capitán Lorraine… Sí. Volvamos a casa, David.

Él asintió.

—¿Quiere quedarse a Daga, capitán? Quizá pueda ser útil…

El hombre negó, tajante.

—Tenemos nuestros propios perros —su rostro se relajó. Sus pupilas se entristecieron. Bajó la cabeza —. Además, a tu hermano le hace más falta.

Los mellizos se tomaron de la mano. Dieron la vuelta y dirigieron sus pasos hacia el pueblo. Hacía frío, la nieve caía endeble. No cuajaría. Ana musitó:

—Buena suerte, capitán.

Cuando llegaron al puente sobre el Märitt, se volvieron para observar la lejana mancha de luz junto a la granja de los Freg. Ana fue la que rompió el silencio.

—Dios mío, pasó de verdad…

—Sí —murmuró su hermano, y le acarició la cabeza a la perra. El animal le lamió la mano y gañó lastimeramente —. Vi una pluma en el suelo.

Ana abrió mucho los ojos.

—¿Eso qué quiere decir?

Su hermano le pasó un brazo por los hombros y, con pasos cortos, se dirigieron a casa de los Begnat.

—El Cazador de Estrellas existe, de verdad. No es una leyenda. Si esa pluma estaba ahí…

Ana asintió.

—Esas criaturas negras… —bajó la voz —. ¿Crees que fueron los que mataron al señor Freg y a sus hijos?

—Tal vez —respondió él, aunque estaba más que convencido.

Se quedaron parados en una calle. La gente iba y venía, agitada, porque nadie podía dormir. Prácticamente todo el pueblo sabía que alguien había asesinado brutalmente a las mujeres de la familia Freg. Al día siguiente, habría otro entierro. Los mellizos también lo sabían. Daga tiraba para volver a casa, pero ninguno de los hermanos tenía fuerzas para moverse.

No sabían qué hacer. David se llevó la mano al pecho; apenas sentía el latido de su corazón… que ya no estaba entero. Ana lo vio hacer y le cogió los dedos con cariño. Le sonrió. Llevó la mano hasta su rostro y le besó la palma. Su mellizo le acarició la mejilla.

—Qué haremos, Ana.

Ella disipó sus temores con unas tiernas caricias en el pelo.

—Mañana quizá lo sepamos.

30 de diciembre de 2011

XXXII.

El guardia volvió a resoplar, miró en derredor. Sus compañeros de profesión amontonaban los cadáveres y apartaban a la gente como podían. Pidieron ayuda a un par de hombres en estado más o menos calmado, para registrar la granja. No faltaron los gritos de sorpresa o las invocaciones a Dios. David no había puesto un pie dentro de la casa, pero no le hacía falta.

Volvió las pupilas al hombre recién aparecido. Se puso rígido, hizo una leve inclinación.

—Capitán Lorraine…

—No hace falta que te agaches, David —suspiró —. Seré directo. Dime qué has venido a hacer aquí. Nos sobran mirones y curiosos.

El mellizo se encogió. Conocía al capitán Lorraine desde que era un niño, y el capitán los conocía a él y a sus hermanos desde su nacimiento. Hans Lorraine había sido compañero y amigo de su padre. Se conocieron en la academia de instrucción militar de Exeter. Después habían vuelto al pueblo, porque el padre de los mellizos iba a casarse. El capitán era una de las personas que más había sentido la pérdida de los dos. Desde aquello, David y Ana lo habían visto convertirse en una persona todavía más reservada, fría, profesional. Había un rumor corriendo por el pueblo que decía que el capitán Lorraine estuvo enamorado desde siempre de la madre de los mellizos, pero aquello eran habladurías de viejas. David sabía lo mucho que aquel hombre quería a su esposa y a sus hijos. Tragó saliva y bajó la cabeza.

—La verdad es que no conocía mucho a los Freg… pero sabrá, capitán, que fuimos nosotros los que… “arreglamos” —puso el mayor cuidado en la palabra — los cuerpos antes de su santo entierro. En cuanto me he enterado de esto, no he podido evitar acercarme. Pido perdón por mi intromisión.

El capitán Lorraine no dijo nada, pero pareció gustarle aquella sumisión a la autoridad. Relajó la tensión de sus hombros, su bigote brillaba rojizo con las antorchas. Sus ojos claros estaban agotados. David se atrevió a preguntar, otra vez:

—¿Qué ha ocurrido, capitán?

—Alguien vino hasta aquí y se encontró… esto —señaló con la cabeza —. Aquel hombre —David se volvió. El aludido se golpeaba las sienes con los puños, lloraba, decía que no una y mil veces —. Al parecer, venía a dar el pésame a la señora por la reciente pérdida. Empezó a dar voces, llegó al pueblo chillando como un endemoniado y nos avisó una vecina. No pudimos hacer nada cuando llegamos…

—No han tocado a los animales —anunció otro soldado, que se pasó la mano por el pelo —. Señor, es evidente que, fuera quien fuera, vino directamente a por la familia.

—¿Un asesino?

—No lo sé, señor. Pero hace unos días aparecieron en el bosque los cadáveres del señor Freg y sus hijos. Confío en que lo recuerde.

—Lo recuerdo perfectamente, soldado —inquirió el capitán. Y con su voz enérgica, le quitó a su subordinado las ganas de hablar. En lugar de eso, hizo una breve inclinación y se dirigió a la multitud, para despejar la masa de curiosos. Hans Lorraine suspiró por enésima vez y negó con la cabeza —. No tiene sentido…

—Quizá… ¿un arreglo de cuentas, señor? —intervino otro soldado —. Se desconoce al culpable, pero primero fue por los hombres y luego por las mujeres. Tenía algo con esta familia. Si no, hubiera muerto cualquiera.

—Es posible. Bien pensado, soldado.

David se mordió la lengua para no gritar que era mentira. Su medio corazón latía tan fuerte que temió que se escuchase el ruido. El capitán le dirigió una mirada severa.

—Vete a casa, David. Esto es cosa nuestra…

—¡David!

El mellizo tuvo un escalofrío. Reconocería esa voz siempre, en cualquier lugar. Se dio la vuelta y vio aparecer a su hermana, apartando gente que le recriminaba sus formas. Un soldado la detuvo con un brusco movimiento. En ese momento, empezaron a despejar a la multitud, a mandarlos a sus casas. Casi a empujones, el cuerpo de guardia de Lorraine se deshizo de la masa de vecinos agolpados alrededor de la granja. Ana se vio arrastrada por la multitud.

David, de repente, tuvo miedo. Como si aquello fuera una señal de que la perdía para siempre. Salió corriendo y se metió entre las personas. La luz de las antorchas y la ceniza le herían los ojos.

—¡Ana!

26 de diciembre de 2011

XXXI.

Héctor, todavía conmocionado por su brusco despertar, miraba con sus ojos ciegos a todos lados, intentando comprender. David tragó saliva; sólo consiguió articular un absurdo:

—¿Qué…?

—Se las... Se las han encontrado en su casa —tartamudeó Eric, con los dedos temblorosos, agarrados al marco de la puerta —. Una vecina ha venido a avisarme… por eso la campana… la alarma —miró al mellizo con desesperación —. No sé… mis padres… no sé qué hacer…

—Quédate aquí —David consiguió poner un par de ideas en orden —. Quédate con Héctor y cuida de él, por favor. Daga, aquí. Buena chica. Hermano, me llevo a la perra; puede que sea útil para buscar algún rastro.

Mientras le ataba el collar al animal, le dio instrucciones claras a Héctor y a Eric de no moverse de la casa. Si el aviso había sorprendido al matrimonio y a Ana en la calle, probablemente habrían corrido a la granja de los Freg. Y si no, terminarían volviendo. Ya era de noche. Héctor no dijo nada. A tientas, se sentó en la cama y Eric le colocó una manta por encima, con manos temblorosas. A pesar de su miedo, le puso la mano en el hombro al joven ciego, carraspeó para ahuyentar la tensión y murmuró:

—No te preocupes. Yo cuidaré de ti.

David se enterneció al escucharlo. Se incorporó, se colocó el abrigo y al pasar junto al adolescente le guiñó un ojo. Éste separó los labios, quizá para hablar, pero no lo hizo. Se los mordió con la misma expresión asustada.

Ya con un pie en las escaleras, el mellizo se volvió para mirar a los dos pobres asustados que dejaba en casa. Intentó sonreír.

—Todo irá bien —fue lo único que se le ocurrió. Y salió corriendo con la perra, calle abajo.

El frío se metió por su nariz y le dolieron hasta los ojos. Su parte más irracional albergaba cierta esperanza, pero su medio corazón y todos sus recuerdos le decían qué era exactamente lo que se iba a encontrar.

Salió del pueblo y no tuvo dificultad para llegar a la granja de los Freg. A lo lejos, parpadeaban las llamas de las antorchas. Siguió corriendo. Conforme se acercaba, Daga emitía gruñidos cada vez más roncos. Al llegar, los ladridos de la perra llamaron la atención de todo el mundo. Vio caras conocidas, vecinos, soldados de ronda. Pero en un primer vistazo no encontró ni a su hermana, ni a Lucien, ni a Claudine. Ayudado por los tirones de Daga, consiguió abrirse camino entre el círculo de personas que murmuraba oraciones, lloraba o negaba con la cabeza.

Todo estaba exactamente como lo recordaba. Solo que ahora, bajo las antorchas, la sangre y los cuerpos desmembrados relucían como el oro. La noche aquella habían sido de plata y luz de estrellas. Dentro de él, algo gritó desesperado; guardaba la vaga y quizá absurda esperanza de que todo aquello hubiera sido una pesadilla. Pero no. Sobre el murete y colgando de la ventana estaban los cuerpos de las mujeres. Había un par de rastrojos negros salpicando el suelo. David contuvo la respiración al ver una pluma adherida a uno de ellos.

Daga husmeó el ambiente, dio un par de vueltas. Después, empezó a ladrar como una loca. Se le acercó uno de los soldados, con expresión cansada.

—Controla a tu perra, muchacho.

David se disculpó, le dio un tirón al animal y le acarició la cabeza para que se callara. Aprovechó que el soldado estaba allí.

—¿Qué ha pasado aquí?

—¿Eras amigo de la familia? —masculló él.

—Hace menos de una semana enterramos a los hombres —respondió David, con un tono ácido —. Mi propia familia los preparó para la tumba.

“Así que haga el favor y conteste”, tuvo ganas de decir, pero se contuvo. Lo último que le faltaba era tener un encontronazo con el cuerpo de guardia.

No obstante, el tipo pareció leerle la mente, porque dio un paso y se colocó a escasos centímetros de su cara.

—Yo tendría cuidado con los modales, chaval…

—Yo me encargo de él —dijo una voz profunda —. Vaya a ayudar a sus compañeros, soldado.