Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

30 de agosto de 2011

XVIII.

David se despertó temblando de frío. Su cuerpo estaba húmedo y débil, empapado en sudor que se congelaba con la brisa que le llegaba de alguna parte. Boqueó y el aire que se metió en sus pulmones le pareció hielo gaseoso. En su boca seca no consiguió crear saliva para tragar. Apretó los puños. Alrededor de sus dedos se arrugó la tela de las sábanas.

Abrió los ojos pesadamente, aturdido, y consiguió distinguir una almohada, una cama deshecha, una pared forrada de madera. ¿Estaba en su habitación? ¿Cómo había llegado hasta allí?

Se incorporó, se sostuvo con los brazos. Parecían ir a quebrarse por la violencia con que se tambaleaban. Vio la ventana de su cuarto abierta. El frío entraba de allí. Se mareó, volvió la sensación de hielo en el pecho y por un momento, se le acabó el aire. Alzó la mano temblorosa hasta su cara y sus dedos palparon el sudor frío en sus cabellos húmedos. Le temblaba la mano con violencia.

Hacía tantísimo frío... ¿por qué estaba la ventana abierta?

Cerró los ojos un instante, para serenarse. Volvió a abrirlos casi en el acto, pinzado por una histeria repentina.

¡Ana! ¿Dónde estaba su hermana?

En la cama deshecha sólo estaba él, pero la silueta de otro cuerpo se hbaía marcado en las sábanas. Su mente reconstruyó hechos pasados a toda velocidad. Esa noche Ángela se había quedado a dormir. Tampoco ella estaba allí. No olía a Daga ni escuchaba a su hermano. ¿Dónde estaba todo el mundo?

Corazón.

Una voz. ¿Corazón?

Quiso ponerse de pie tan rápido que se mareó y a punto estuvo de caer al suelo. Se sujetó a las paredes y se llevó la mano al pecho. Empezó a sudar y el líquido le produjo frío otra vez. Estaba sudando hielo. Cerró los dedos sobre su camisa, como si quisiera arrancarse el corazón.

Dolor, dolor en el pecho. Una terrible pesadez. Los ojos le escocían tanto como si los hubiera tenido abiertos todo un día. Le lagrimeaban y tenía que parpadear todo el tiempo para conseguir ver las escaleras, por las que tenía intención de bajar. No iba a ser fácil.

Prácticamente se arrastró pegado a la pared y, al cabo de un rato que le pareció eterno, consiguió poner un pie en la cocina. Allí le llegó la voz de Claudine y de Ángela.

—Buenos días, David. ¿Cómo has dormido?

—¡David! —canturreó la niña.

Él boqueó y apretó los dientes.

—Ana... —jadeó —. Ana…

—¿Qué? —preguntó, muy altanera, Ángela. Volvió la cabeza con coquetería, agitó su melena caoba para dedicar una preparada mirada a David. Pero cuando vio su aspecto, enmudeció. Se quedó inmóvil en la silla.

—Cielo, ¿buscas a tu hermana? —preguntó Claudine, de espaldas.

—¿Dónde… está… Ana? —jadeó David.

Claudine siguió a lo suyo. Ángela la miraba con aprensión, pero era incapaz de articular palabra. La costurera se entretuvo recogiéndose el pelo, sin girarse.

—Ven, desayuna algo. La he mandado con Eric a por las telas. Ayer... con todo lo que pasó —cuidó sus palabras, pues la niña estaba allí —, no pudimos recogerlas. Esta mañana era un mejor momento.

Daga soltó un ladrido y Héctor se puso de pie, en el otro extremo de la sala.

—David, ¿te encuentras bien?

El muchacho se agarró a la pared, con una mano todavía en el pecho, y tiritó con violencia. El pecho le pesaba como si fuera de plomo. Ojalá pudiera quitarse la púa de hierro que parecía tener clavada en las costillas.

—Tengo frío... —se ahogó.

Claudine se dio la vuelta y contuvo una llamada al cielo. Se puso la mano en el pecho y carraspeó. David estaba muy pálido, con unas amoratadas ojeras y auténticos ríos de sudor por toda la cara. Se acercó un par de pasos a él.

—¿David…? —musitó Ángela.

—Tengo... mucho... —balbuceaba él. Una arcada subió por su garganta.

De repente el cuerpo pareció no responderle. El frío le llenó la cabeza y se desdibujó todo lo que estaba viendo. Sus dedos perdieron fuerza, se desprendieron de la pared y de su pecho. Vomitó un líquido grisáceo y congelado, que le llenó de escarcha la boca.

Se desplomó en el suelo, entre los ladridos de la perra, los gritos histéricos de Ángela y las preguntas aturdidas de Héctor. Claudine le levantó la cabeza. Las voces le llegaban cada vez más lejos, diciendo su nombre:

—¡David! ¡David! David. Dav...

25 de agosto de 2011

XVII.

El pájaro extendió las alas, alzó su resplandeciente cabeza y dio un grito musical y estridente que se estrelló contra la bóveda del cielo; pareció escuchar el susurro de David, a pesar de que ni él mismo había alcanzado a oírse.

Los observó con su mirada brillante. No se movió. No se acercó, no se alejó. No hizo ademán agresivo pero tampoco amistoso. Estaba simplemente de pie, meneando la cabeza y las alas al compás de la noche, mirándolos a los dos.

Ana, echada bajo su hermano, fue la primera en moverse. Con las pupilas clavadas en el pájaro, tiró de la mano de su mellizo para levantarlo. Se pusieron de pie con torpeza, todavía temblando. El Cazador de Estrellas los vio hacer sin reaccionar.

La muchacha enredó los dedos con los de su hermano y sus respiraciones aceleradas fueron el único sonido que se escuchó durante unos minutos. Se miraban los unos a los otros, sin atreverse a mover un músculo.

Pero pronto los cuerpos de los mellizos empezaron a sentir los efectos de la carrera, del frío y del agua, de la tensión por pasar del calor al frío con tanta rapidez. Temblaron con violencia y se abrazaron instintivamente para darse calor. Sin embargo, no apartaron la vista del ave. David tosió con brusquedad y Ana tuvo el pensamiento, tal vez estúpido en ese contexto, de que debían regresar a casa.

Iba a conseguir calentar su garganta para que articulara palabras, pero entonces una voz les llenó la cabeza a los dos. No tenía tono definido, no tenía entonación fija. Era un coro de voces, agudas y graves, entonando junto a las notas rasgadas de un arpa. Sólo una palabra:

Uno.

Los mellizos se miraron. Nadie había dicho nada, la voz había aparecido de pronto en su interior. Se vieron reflejados en la incomprensión de las pupilas del otro. Abrieron los labios pero no les salió palabra alguna. La voz les llenó la cabeza, de nuevo:

Dos.

Lentamente, volvieron la vista al Cazador de Estrellas, y fue como si les golpearan las sienes con un martillo.

Uno. Dos.

Los ojos brillaban con mayor intensidad y agitaba la cabeza de lado a lado, abriendo y cerrando el pico, moviendo la cola y las alas.

Uno. Dos. Mitad.

El dolor de cabeza se acentuaba con cada palabra.

Uno. Dos. Mitad.

David, en medio del dolor, tuvo que separar la mano de la de su hermana para taparse los oídos, aunque la voz no venía de ninguna parte. Era como si les naciera directamente de dentro. La canción del Cazador de Estrellas se repetía en su mente, una y otra vez. Y de repente recordó toda la leyenda que rodeaba a la criatura de la noche.

Con un espasmo de terror, recordó que se comía los corazones humanos... o eso decían. Quiso alertar a Ana, pero su miedo se lo impidió. Se dio cuenta de que el pájaro se había movido sin ruido, hasta colocarse justo delante de ella.

La muchacha, mareada por la voz, se dejó caer de rodillas. Sus manos volvieron a palpar el barro frío y el agua. Vio las garras a ras de suelo y lentamente levantó la cabeza, dejando caer los brazos. Se le entreabrieron los labios. El pájaro estrechó los ojos. Echó una mirada momentánea al mellizo.

Uno. Dos. Mitad.

El cuerpo de David gritaba, alarmado. Pero descubrió que no podía moverse.

El Cazador de Estrellas levantó una de sus garras y la hundió en el pecho de la muchacha. Ana abrió muchísimo los ojos; en su boca se ahogó un grito. La sangre brotó limpiamente, manchó el suelo y se mezcló con el barro y el agua. Los párpados temblaban en el espasmo de terror. El cuerpo de la muchacha cayó hacia atrás, y con un golpe de agua, desapareció de los ojos de su hermano.

David consiguió gritar:

—¡¡¡Ana!!!

El Cazador de Estrellas volvió su cabeza brillante hacia él y la otra garra se le clavó en medio del pecho, atravesándolo. Lo abandonó el aire. Se curvó hacia delante, boqueó. El dolor y la sangre fueron de la mano.

Uno. Dos. Mitad.

Se le llenaron los pulmones de frío y sangre. Sus venas se congelaron lentamente. Su cuerpo se desplomó sin vida y, de repente, todo empezó a girar. Los mellizos Cambroix entraron en un remolino en que la voz del Cazador de Estrellas era la única guía. La escuchaban cantar a lo lejos.

Míralo, mírala, mírale brillando bajo la Luna.

Sin aire.

Uno. Dos.

Se sintieron caer y caer en un vacío. En medio de la oscuridad y el aire congelado, de pronto encontraron la mano del otro.

Contempla un mundo muriendo bajo sus garras.

Las fuerzas los abandonaron y los dejaron caer, pero sus dedos no se separaron ni por un instante.

Uno. Dos.

Mitad.

Contempla al Cazador de Estrellas mientras el mundo estalla.

Corazón.

21 de agosto de 2011

XVI.

De pronto divisaron una luz y se desviaron hacia ella. Aquel quedo resplandor que los había conducido hasta los árboles, estaba allí. Salieron al otro lado del bosque, a la orilla de uno de los lagos. Sobre su superficie se reflejaban las estrellas, que ofrecían una luz pobre en medio de la oscuridad.

Cuando los mellizos pisaron la tierra húmeda de la orilla, sus zapatos resbalaron y cayeron los dos al suelo, sintiendo la bofetada fría del agua al rodar dentro de ella. Estaba congelada y fue como un mordisco de miles de pequeños dientes por la piel. El barro se les pegó a la cara y a las manos, que seguían fuertemente unidas. Los cuerpos se convulsionaron por los cambios de temperatura y los calambres de la acelerada carrera.

Se incorporaron a duras penas, mareados por el golpe y la caída, se buscaron el uno al otro con desesperación. Ana consiguió arrastrarse hasta la orilla. Tosió el agua que se le había metido por la nariz y vio sus propias manos temblando con violencia. David saboreó la sangre que manaba de algún lugar de su boca y el goteo del agua por el cuerpo le provocó escalofríos. Se arrodilló en un jadeo y sus brazos sostuvieron a duras penas su cuerpo. Se miraron un momento.

Delante de ellos apareció su perseguidor.

Estaba en el suelo, como si tuviera que suplir la carencia de piernas con unas manos grandes de uñas afiladas. Recordaban a las ramas secas de los árboles en invierno, punzantes hacia el cielo. Era lo más parecido a un fantasma; se cubría con una sábana negra y emanaba un olor putrefacto. Como si estuviera descomponiéndose. Los mellizos sintieron náuseas y David reprimió una arcada. Aquello los miraba desde unos ojos brillantes y redondos, sin párpado a la vista. La tela que lo cubría estaba rasgada, evocando las ropas de un mendigo. Respiraba con fuerza, excitado, y le chirriaban los dientes dentro de su manto negro. Unos dientes deformes como rocas de una sierra.

Los mellizos se tensaron y Ana se dio cuenta de que aquella cosa había adoptado la misma actitud que un gato cuando se dispone a cazar a sus presas.

Al tiempo que el espectro saltaba para lanzarse sobre ellos, la muchacha se impulsó para cubrir con su cuerpo el de su hermano.

—¡Ana...! —se atragantó él.

Pero la negra criatura no llegó a tocarles. Un nuevo golpe de viento los sacudió. El cielo emitió un destello, se abrió en un jirón. Con un grito que imitaba el agudo sonido de las cuerdas de un violín, un haz de luz se precipitó sobre el lago y barrió su superficie, dejando una estela de espuma brillante detrás de ella. Arremetió contra la criatura con otro agudo sonido. El chillido, como un virote, atravesó las cabezas de los mellizos y los derribó en el suelo.

Cuando consiguieron recuperar fuerzas para separar los párpados, vieron que el espectro se debatía contra la luz. Se movía demasiado deprisa como para que pudieran identificarla. Entonces distinguieron unas garras. Se clavaron en el lugar de la criatura donde debería estar el pecho. Los ojos brillantes aumentaron su luz y el espectro negro emitió un terrible aullido. David echó el brazo sobre el cuerpo tendido de su hermana y escucharon un estallido.

Pequeños trozos de tela negra bailotearon en el aire. Los mellizos abrieron los ojos y se incorporaron lentamente.

Delante de ellos esperaba una figura solemne y majestuosa. Un enorme pájaro del color del crepúsculo y la oscuridad, azul y amoratado, malva y gris. Los miraba desde sus ojos negro, brillantes como piedras preciosas. Sobre su cabeza ondeaban plumas largas, que confeccionaban un tocado propio de los pavos reales. Su cola y sus alas desplegadas se agitaban con la brisa que él mismo parecía desprender. En el extremo de todas sus plumas tenía un dibujo circular, plateado. Desprendía una suave luz blanca que bañaba el agua, la tierra, los árboles y a los dos hermanos. Los sumió en una sorpresa de admiración e incredulidad. Su pico negro de ónice goteaba un líquido oscuro y espeso, igual que sus afiladas garras.

El silencio de la noche y aquella visión fantástica hipnotizó a los dos hermanos. Esos ojos parecieron enviarles una señal, una canción, una melodía, una leyenda que ambos conocían perfectamente. David evocó su figura en la calle, a la puerta de la casa de los Focq, con los labios abiertos en una canción antigua y vieja. Retuvo el aire todo el tiempo que pudo:

—El Cazador de Estrellas...

17 de agosto de 2011

XV.

Dentro del bosque el viento silbaba entre las ramas y las hojas. El murmullo del río se escuchaba de fondo, como una voz que hablaba bajito y les decía cosas incomprensibles. El aire dentro todavía conservaba la peste de los muertos. Se estremecieron cuando sus pies pisaron la misma tierra que habían ocupado los cadáveres; todavía no se había enfriado, conservaba el calor de los cuerpos al ser arrastrados.

Pasearon la mirada por la negrura que los rodeaba, sin poder ver más allá de sus propias manos. David sentía que el pensamiento que lo impulsaba a darse la vuelta estaba cada vez más perdido dentro de su mente. Ana inspiraba hondo, tratando de que su pecho no volviera a agitarse. El viento sacudió sus cabellos una y otra vez. Como si quisiera deshacerse de la cinta que los sujetaba, como si quisiera reivindicar su libertad. Ella se cubrió la cara con las manos cuando la hojarasca del suelo se levantó y se estrelló contra ellos. Pero no se soltaron ni por un momento.

Cuando la ola de aire pasó, se quedaron el silencio. Hasta el propio río parecía haber enmudecido. Y de súbito las copas de los árboles se agitaron con violencia. Los mellizos se encogieron. David tragó saliva.

—¿Qué ha sido eso...? —farfulló Ana, debajo de la bufanda que la cubría hasta la nariz.

Clavó las uñas en la mano de su hermano. No podían verlo y eso la ponía nerviosa. Cada vez más nerviosa. El ser humano le tiene miedo a la oscuridad, solía decir ella, porque la desconoce. Porque no es capaz de controlar lo que hay dentro de ella. El ser humano le tiene terror a la oscuridad porque no puede ver lo que se oculta en su manto negro.

Se pusieron en tensión cuando un crujido llegó a sus oídos, justo en frente de ellos. Los dos le hicieron daño al otro con la presión de las manos, pero no se atrevieron ni siquiera a respirar. Contuvieron el aire. El miedo los paralizó.

Delante, empezaron a escuchar una cadencia de aire pesada. Evocaron una respiración difícil, como de un enfermo pulmonar. Era como si, fuera lo que fuese, se estuviese ahogando. Arrastraba el aire y lo succionaba con brusquedad. Casi parecía que bebía de él. Se quedaron rígidos como estatuas, encadenados al suelo. El sonido les produjo náuseas. Parecía que estuviese intentando vomitar a la vez que luchaba por respirar. El cuerpo caminaba arrastrándose, se golpeaba al caminar torpemente.

Cada vez estaba más cerca.

Las copas de los árboles volvieron a agitarse y regresó el aire enfurecido. Atravesó el bosque con la limpieza de un puñal y la vaharada de putrefacción que llegó hasta las narices de los mellizos fue lo más asqueroso que habían olido nunca. David se estremeció, porque no era la primera vez que lo olía. Ana también se había dado cuenta. Era el mismo perfume que todavía estaba adherido a los dedos de su hermano.

Era el olor de la muerte.

La oscuridad se removió delante de ellos. El bosque retenía a una criatura que pugnaba por salir bajo las estrellas. Criatura que continuaba esforzándose por llenar de aire su cuerpo... suponiendo que lo tuviera.

Las hojas que se movían con el viento acariciaron las piernas de los dos hermanos. Empezaron a temblar los dos. Con la escasa luz que dejaban pasar los cipreses, se dibujó una silueta delante de ellos. Avanzaba sujetándose en cada tronco, caía el suelo, se arrastraba. Se detuvo. Su respiración pesada los golpeó. Ana apretó la mano de David con fuerza. Él separó los labios.

—Corre.

El chillido de la criatura rebotó contra los troncos de los árboles. Los mellizos se lanzaron a la carrera por el bosque, a oscuras, golpeándose contra los árboles y resbalando sobre la hojarasca, pero sin soltarse en ningún momento. El terror inyectó de adrenalina sus músculos, y el frío se convirtió en un asfixiante calor. Los ahogos de lo que los perseguía les golpeaban la nuca.

Ana notó que el bajo de su falda se enganchaba. Ahogó un grito. Su hermano la agarró de la muñeca y tiró de ella con fuerza. No escucharon rasgarse la tela. Otro golpe de viento hizo gemir al bosque entero, que parecía gritar al compás de la criatura. Ese sonido estridente e inhumano les perforó los tímpanos, penetró sin resistencia en sus oídos, y quiso paralizar su cuerpo para que se detuvieran a taparse las orejas. Ana descubrió el peligro.

—¡Sigue corriendo! —le chilló a su hermano.

El grito de la criatura se transformó en un horrible lazo que les comprimía la cabeza. Pero no debían detenerse bajo ningún concepto.

El sudor les bajó por la espalda y goteó desde sus labios. El frío les mordió los dedos y el vaho se perdió entre las hojas. Los tobillos empezaron a crujir y a doler, las rodillas se tambaleaban con cada nueva zancada. No aguantarían mucho más tiempo corriendo.

14 de agosto de 2011

XIV.

La puerta se abrió para dejar salir a Ana.

—Ya está, podemos ir a casa. Marguerithe quiere que Ángela esté aquí a primera hora. Brrr, qué frío hace. ¿Uh? ¿David...?

La melliza percibió la tensión del cuerpo de su hermano. A sus oídos llegaron los susurros de las hojas al acariciarse las unas con las otras. Las ramas se entrechocaban como si a los árboles les castañearan los dientes. El aire se había vuelto de repente mucho más frío.

Por la calle no quedaba nadie. Ni siquiera ladraban los perros. El cielo estaba negro, dejando brillar a las estrellas en la lejanía. Los rostros de los dos estaban iluminados por las luces del pueblo. El bosque continuaba jadeando y gimiendo.

Los mellizos Cambroix se miraron un momento. David adelantó dos pasos; el brazo estirado de su hermana lo detuvo. La miró con los ojos brillantes.

—No —fue lo único que dijo ella.

—En ese bosque hay algo... —jadeó David, presionado por el impulso que crecía y crecía dentro de él. Se le empañaron los ojos y, cuando parpadeó, fue como tener los ojos llenos de hielo. El vaho dibujaba serpientes blancas en el aire.

—David, vámonos a casa... —empezó a murmurar Ana.

Le interrumpió una nueva y brusca oleada de aire frío. Los golpeó a los dos como si fueran hojas marchitas. Se cubrieron con los brazos instintivamente y se pegaron el uno al otro. Los tejados de las casas volvieron a crujir y algunas farolas se apagaron. Las hojas de las ventanas golpearon tan fuerte como si fueran a partirse. El chillido del viento se les metió dentro de la cabeza.

Del bosque brotaban esos gemidos, esos jadeos nerviosos, ese castañeo continuo de los árboles. Era sorprendente que pudieran escucharlo, pero lo estaban oyendo. El corazón empezó a latirles con fuerza en las sienes y su respiración se aceleró. El vaho desaparecía rápidamente en el aire de la noche.

Las estrellas brillaron en los ojos grises de Ana cuando se ahogó al decir:

—¿Nos está llamando...?

David abrió los ojos de par en par y sintió que un escalofrío lo recorría entero al escuchar las palabras que salían de la boca de su hermana. Se adelantó, en la dirección de los gemidos. Ana le salió al paso. Le puso ambas manos sobre el pecho y David descubrió que también tenía las pestañas húmedas. Ella negó con la cabeza hasta que pudo coger aire para decir:

—No. No, no. David, volvamos a casa.

Su mellizo le devolvió una mirada confusa y exigente. El frío les mordía los nudillos y jugaba con los mechones sueltos de Ana, haciendo que parecieran tentáculos como los de Medusa. El chico movió la cabeza, como repitiendo el gesto de su hermana.

—¿No? —repitió—. Ana, hay algo en ese bosque.

Ella continuó negando, sin poder decir nada.

—Tenemos que averiguar qué es, ¡tenemos que evitar que muera más gente! ¿Qué fue lo que les pasó a los Freg? —las pupilas achicadas del menor de los hijos volvió a tambalear la voluntad de la muchacha. Se separó de su hermano, mordida por el miedo.

David sentía la adrenalina treparle por las venas. La propia fuerza del viento lo empujaba a abandonar aquellas calles y adentrarse en los árboles. Avanzó por la calle, en dirección a la salida del pueblo. Ana iba a agarrar a su hermano del brazo para detenerlo. Una nueva oleada de aire frío barrió los adoquines de la calle y agitó la ropa de los dos, colándose por debajo y acariciando la piel. Pudieron sentir cómo se les erizaba el vello del cuerpo y descubrieron, mirándose a los ojos, que les atraía ese frío.

El vaho se escapó de sus bocas cuando echaron a correr por la calle, golpeando el suelo de piedra y provocando un eco que rebotó en las paredes de las casas.

Movidos por el impulso, continuaron la carrera hasta que salieron del pueblo al camino de tierra. Veían el bosque de cipreses desde allí. Las estrellas parpadeaban en lo alto del cielo. Los árboles no eran más que una masa negra que se agitaba, silbaba y golpeteaba en medio de la oscuridad.

Los mellizos Cambroix se detuvieron cuando apenas los separaban unos metros de los primeros árboles. Volvieron las imágenes de esa mañana. Los cuerpos, la sangre, los gritos... todavía pesaba en el aire el perfume de la muerte, de la descomposición. Pese a ello, no dieron un paso atrás. Simplemente se quedaron frente al bosque, con la respiración acelerada y las mejillas calientes.

Sus dedos se buscaron por instinto y se apretaron con fuerza. Estaban fríos y rígidos, como las ramas de los árboles que se bamboleaban con el vaivén del viento helado dentro del bosque. A Ana la hizo temblar la imaginación de una risa mordaz, que surgía del interior de la arboleda. Alguien que los veía y se reía de ellos.

Había desaparecido la luna. Ninguno de los dos la vio cuando sus ojos buscaron su luz en el cielo. La última noche de luna menguante.

Se quedaron en silencio.

El raciocinio se abrió paso a través de la locura nocturna. Susurró en sus oídos que aquello era una necedad, que debían regresar a casa, al cobijo, al refugio de las mantas, a olvidarse de todo. David sintió que su decisión se tambaleaba. Volvió la cabeza y separó los labios, para decirle a Ana que tenía razón. Que aquello sólo era un pronto absurdo.

Y, de repente, apareció otra vez el viento congelado, los árboles empezaron a aullar como fieras enloquecidas, las piedras chocaron entre ellas y el interior del bosque pareció iluminarse con un quedo resplandor. Los mellizos se apretaron las manos, mientras los escalofríos recorrían todo su cuerpo.

No intercambiaron palabras. Sólo una mirada.

Y entraron.

10 de agosto de 2011

XIII.

La razón principal de que David no quisiera entrar en la casa es que no sabía cómo dirigirse a las personas a la hora de hablar. Le daba vergüenza o simplemente no le gustaba. Ana lo sabía y le prometió que sería rápido. David lo que quería era meterse en la cama (porque se imaginó que su hermana dormiría con Héctor y a él le tocaría con Ángela) para apaciguar su terrible dolor de cabeza. Las manos, metidas en los bolsillos para calentarse, conservaban el olor de la muerte. Subía hasta la nariz del muchacho, dándole arcadas.

Levantó la vista al cielo y se dedicó a observar las estrellas. Ya no hacía ni una pizca de viento. El cielo se había despejado y estaba cuajado de brillantes puntitos. Se acurrucó contra la pared y le temblaron los labios. No hacía viento, pero estaba congelado.

Sus ojos volvieron al cielo. Y le pareció ver una estrella fugaz.

Parpadeó, sorprendido. Una suave brisa le meció los cabellos. La oscuridad del cielo lo tenía hipnotizado. El brillo de las estrellas era muy intenso. Y bello. Movió los labios, articulando palabras sin sonido. De su garganta trepó un chorro de voz y pudo musitar, al aire frío de la calle:

Cuando la luna se levanta en el cielo

y pretendes volver atrás,

tu camino se postra a tus pies

y en sus pupilas la luz te reflejará.

No supo si fue una imaginación, pero las estrellas parpadearon un segundo. La tierra se removió. El viento empezó a barrer las hojas del suelo, a ganar velocidad, fuerza. Las luces de la calle empequeñecieron.

Si deseas contemplar

su plumaje brillante

y sus lágrimas como plata,

mira la bóveda del cielo sobre ti

y siente que el viento te abraza.

Míralo, mírala, mírale

brillando bajo la Luna.

Míralo, mírala, mírale

entre la niebla y la bruma.

Las casas crujieron como si se estuvieran viniendo abajo. El viento se convirtió en un torrente salvaje de aire. Las estrellas parpadearon. La tierra se contrajo sobre sí misma.

Contempla un mundo muriendo bajo sus garras.

¿Dónde se había metido Ana?

Contempla al Cazador de Estrellas mientras el mundo estalla.

Un grito se hizo pedazos contra el cielo.

David pareció despertar, de pronto. Meneó la cabeza, como salido de un trance. Se frotó los ojos, estaba convencido de haber escuchado chillar… algo. No un humano, sino… un animal. ¿Un pájaro? Paseó la mirada por las estrellas, que seguían titilando como antes. No hacía viento, la calle estaba sumida en un sereno silencio, no había nada fuera de su lugar.

Bajó la cabeza y pensó en su hermana. Quizá tuviera razón, y todavía se tragaba aquellos embustes para niños. Se sonrió. La canción… ¿qué esperaba que ocurriera?

De repente un viento congelado barrió la calle. David se encogió sobre sí mismo y escuchó el gemido de los árboles del bosque. El mismo bosque donde esa mañana se habían encontrado a los Freg muertos. Se puso derecho. Se volvió hacia la derecha. Donde la calle que cruzaba el pueblo se convertía en camino, en dirección a las granjas de alrededor, a los molinos. En dirección al río. En dirección al bosque.

6 de agosto de 2011

XII.

El frío golpeó a los mellizos, que abrigados hasta la nariz echaron a andar por la calle iluminada con los faroles. Todavía quedaban un par de personas fuera de sus casas, pero los dos sabían que no tardarían en desaparecer. Era una noche especialmente fría en Saint Polain.

Al doblar una esquina, los mellizos Cambroix casi tropezaron con Lucien y Eric, que volvían con las manos en los bolsillos de dar el pésame a la destrozada familia de los Freg. Al verlos, Ana tuvo un escalofrío tan violento que se convirtió en una náusea. Un mal presentimiento. Buscó con desespero la mano de David, y su mellizo la rodeó con el brazo. También había tenido una sensación extraña.

—¡Muchachos! —exclamó Lucien, sorprendido—. ¿Pero dónde vais a estas horas? Hace un frío terrible esta noche.

—Vamos a casa de Leffou —explicó David. Ana estaba temblando. Él, por alguna razón, también. De pronto se levantó un viento rabioso que casi los derribó a los cuatro. Su aullido les puso los pelos de punta. Era como si el propio suelo se estuviese lamentando por la muerte.

—Maldita sea, ¿es que estamos en diciembre? —gruñó Lucien. Se frotó las manos y le hizo una seña con la cabeza a David, para indicarle que continuase.

—Ángela ha venido hace poco rato porque estaba muerta de miedo —explicó el mellizo —. Como no quería irse, esta noche se quedará en casa, si no te importuna, claro.

—Qué me va a importunar, chiquillo...

—¿Y dónde va a dormir? —preguntó Eric, con los dientes castañeando como un instrumento musical. Hubo un deje impertinente en la pregunta que David no consiguió entender.

—Con nosotros, arriba —respondió, sin darle mucha importancia. Eric estaba en una edad complicada—. Imagino que yo tendré que dormir con Héctor... o en el suelo, enrollado en mantas —se sonrió—. Los tres en la cama no cabemos, Ana.

—Lo había pensado —murmuró ella, mirando los adoquines.

—¿Cómo… cómo ha ido en casa de los Freg? —se atrevió a preguntar su hermano.

Lucien se encogió de hombros. Eric no dijo palabra.

—Qué te voy a contar… La muerte nunca es fácil, David. En casa de esas mujeres estaba todo el pueblo. Hasta los condes han enviado un emisario a mostrar sus condolencias. Se hablará de eso hasta el domingo. Pero a esas pobres desgraciadas les importa bien poco quién se lamente por sus muertos. Ahora nada puede hacerlos volver.

El viento cubrió el silencio momentáneo. Las casas empezaron a crujir. Ana echó un vistazo al cielo. Las nubes pasaban a toda velocidad, convirtiendo las estrellas en luces intermitentes. Era una noche extraña.

—Me estoy congelando... —tartamudeó Eric.

—Anda, vamos a casa —el sastre dio una palmada en la espalda de su hijo y echaron a andar. Los mellizos, quietos, los vieron alejarse—. Y vosotros dos, daos prisa. No quiero que estéis fuera a estas horas y con este frío.

—Descuida —le gritó David.

—¡Tened cuidado! —escucharon a Eric, cuando los dos cuerpos no eran más que sombras perdidas entre las borrosas siluetas de las calles.

Ana levantó la vista del suelo y comenzó a caminar. Su hermano la siguió y no se dijeron nada hasta que llegaron a casa de Leffou.

David se quedó fuera de la casa de los Focq. Entró su hermana a informar del paradero de su hija pequeña. La noche era peligrosa. En ese momento, más que nunca. El panadero se imaginaba ya dónde podría estar su hija, pero su madre parecía muy nerviosa. Ana lo comprendió a la perfección. Con calma y un gran cuidado en las palabras, les explicó dónde estaba Ángela y que por la mañana ella misma la devolvería a casa. Las sombras que proyectaba la chimenea la asustaron un poco. Por un lado, se sentía segura en el calor, en el recogimiento de una casa. Por otro, se sentía de verdad inquieta por no tener a su mellizo al lado.

En el cielo, la luna era casi invisible. Y seguía luciendo la misma sonrisa sarcástica.

2 de agosto de 2011

XI.

David subió con Ángela al último piso, donde dormían los tres hermanos. Abajo, Ana suspiró por tercera vez. Se frotó la cara, dejó caer el peso sobre los codos y se quedó quieta, con los ojos cubiertos por sus dedos. Claudine miró con la cabeza ladeada en plato en el que la niña se había dedicado a esparcir la comida, sin probarla.

—No ha dado bocado —musitó, pasando la mano por la mesa. Al suelo cayeron algunas migas—. ¿Tú tampoco quieres cenar nada, Ana?

—¿Hmm... qué? —ella levantó la cabeza y negó. El dolor que le martilleaba las sienes no desaparecía. Era muy molesto—. No, no; descuida, Claudine.

La mujer la miró durante un rato.

—No tienes buena cara. ¿Qué te ocurre?

—Son esos ojos... —Ana se llevó las manos a la frente y se masajeó la cabeza. En su espalda ondeaba su negra melena—. No consigo quitármelos de la cabeza.

Claudine bajó la mirada sin añadir nada.

—Pobre Ángela... —continuó Ana—. Lo que ha visto... todo lo que ha visto hoy... Es horrendo. No lo entiendo; o quizás es que no quiera entenderlo. Claudine, sólo era un niño, ¿quién podría...?

—Shh... —la mujer corrió a abrazar a la chica, estrechándola fuerte contra su pecho—. Ya no lo pienses, querida. Déjalo correr, tu memoria se encargará de olvidarlo.

Ana no necesitaba que la abrazaran. Pero se dejó hacer. Tal vez fuera Claudine la que quisiera abrazar a alguien. Suspiró por cuarta vez y desvió los ojos al techo, escuchando los pasos inseguros de su hermano y el sonido amortiguado de las patas de la perra.

David deshizo la cama y tendió a Ángela sobre las sábanas. La niña tenía los brazos pegados al pecho, estaba rígida como una estaca. David le preguntó si quería que llamara a Ana para que la ayudase a desvestirse. La niña lanzó la mano hacia delante, atrapando la muñeca del muchacho.

—No —murmuró, con los ojos muy abiertos. Le temblaban los dedos, las pestañas y hasta esos pequeños dientes que asomaban bajo sus labios finos—. No te vayas, quédate conmigo.

—Está bien, está bien. Acuéstate así vestida, no pasa nada —susurró.

Mientras cubría a la niña con las sábanas y la manta, volvió la cabeza para mirar a su hermano. Estaba sentado en su silla, con la cortina descorrida, y mirando hacia donde estaban ellos. A sus pies, Daga, echada en el suelo, respiraba con pesadez y mantenía las orejas rígidas, con el hocico apuntando a la ventana cerrada. La oscuridad empezaba a ocultar las siluetas de la habitación.

Ana subió las escaleras.

—David —su hermano se volvió. Ángela apretó sus dedos con más fuerza—. Deberíamos ir ya a avisar a sus padres. Si esperamos más será muy tarde.

El joven asintió.

—Tienes razón —dijo. Se dirigió a Ángela, que negaba ya con la cabeza—. Pequeña, tengo que irme un momento. No te pasará nada; tenemos que avisar a tus padres de que estás aquí.

—¡No...!

—Ángela, tenemos que irnos —intervino Ana. Se sentó en el borde de la cama e intentó sonreír. La niña la miraba con miedo—. No te preocupes, David estará de vuelta enseguida. Pero necesitamos avisar a tus padres, pequeña.

David se volvió a su hermano.

—Héctor, ¿puedes cuidar de Ángela mientras nosotros estamos fuera? —Ana hizo amago de ir a acariciar el pelo de la niña, pero ella retiró la cabeza con un gesto altivo. La melliza apretó los dedos—. David estará pronto de vuelta.

—Tranquilo, David, no hay ningún problema –respondió el muchacho ciego, poniéndose de pie.

Daga lo condujo hasta la cama. Su hermano pequeño le acercó la silla para que se sentara y, después, él y su melliza bajaron las escaleras en dirección a la calle. Cuando Héctor escuchó la puerta de abajo cerrarse, suspiró con suavidad y esbozó una sonrisa.

—No te preocupes, Ángela. Daga y yo te cuidaremos. No va a pasarte nada malo, ¿de acuerdo?

Escuchó que la niña sorbía por la nariz y tanteó con la mano hasta dar con el cuello peludo de su perra.

—Se me ocurre una idea —tiró del pellejo del animal y éste subió medio cuerpo a la cama—. Cuando mis hermanos tenían miedo, dormían con la perra para que les diera seguridad. Daga es una excelente guardiana, ¿sabes? ¿Quieres dormir con ella?

Ángela asintió con la cabeza, todavía asustada. Héctor hizo más amplia su sonrisa.

—Si no me contestas, no puedo saber qué quieres.

—Sí… perdón —musitó ella.

—Tranquila, pequeña. Bien pues, Daga, ¡arriba! Esta noche vas a cuidar de Ángela —la niña se acostó abrazada al peludo cuerpo del animal, que se tendió boca abajo, con la cabeza dispuesta para cualquier emergencia.

Buscando con los dedos, el joven alcanzó el cabello de la niña y lo acarició suavemente para adormecerla. Canturreó una canción para ayudarla a ahuyentar las pesadillas, que estaban esperando en los rincones de la habitación para morder a su presa infantil.

Cuando la luna se levanta en el cielo

y pretendes volver atrás,

tu camino se postra a tus pies…

Fuera, se levantó viento. La perra alzó las orejas, pero no movió un músculo. Las sombras de la habitación se estremecieron y pareció que gruñían. Pero bien pudo ser la madera, la noche, el viento.

Míralo, mírala, mírale

brillando bajo la Luna…

Los árboles empezaron a sacudirse con violencia. Daga soltó un quejido. Pero Ángela estaba empezando a bajar los párpados. Héctor tenía una voz suave, profunda y muy agradable.

Y, para su suerte, no se sabía el resto de la canción.

—No te preocupes. Te vas a dormir enseguida. No tengas miedo, pequeña.