Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

30 de diciembre de 2011

XXXII.

El guardia volvió a resoplar, miró en derredor. Sus compañeros de profesión amontonaban los cadáveres y apartaban a la gente como podían. Pidieron ayuda a un par de hombres en estado más o menos calmado, para registrar la granja. No faltaron los gritos de sorpresa o las invocaciones a Dios. David no había puesto un pie dentro de la casa, pero no le hacía falta.

Volvió las pupilas al hombre recién aparecido. Se puso rígido, hizo una leve inclinación.

—Capitán Lorraine…

—No hace falta que te agaches, David —suspiró —. Seré directo. Dime qué has venido a hacer aquí. Nos sobran mirones y curiosos.

El mellizo se encogió. Conocía al capitán Lorraine desde que era un niño, y el capitán los conocía a él y a sus hermanos desde su nacimiento. Hans Lorraine había sido compañero y amigo de su padre. Se conocieron en la academia de instrucción militar de Exeter. Después habían vuelto al pueblo, porque el padre de los mellizos iba a casarse. El capitán era una de las personas que más había sentido la pérdida de los dos. Desde aquello, David y Ana lo habían visto convertirse en una persona todavía más reservada, fría, profesional. Había un rumor corriendo por el pueblo que decía que el capitán Lorraine estuvo enamorado desde siempre de la madre de los mellizos, pero aquello eran habladurías de viejas. David sabía lo mucho que aquel hombre quería a su esposa y a sus hijos. Tragó saliva y bajó la cabeza.

—La verdad es que no conocía mucho a los Freg… pero sabrá, capitán, que fuimos nosotros los que… “arreglamos” —puso el mayor cuidado en la palabra — los cuerpos antes de su santo entierro. En cuanto me he enterado de esto, no he podido evitar acercarme. Pido perdón por mi intromisión.

El capitán Lorraine no dijo nada, pero pareció gustarle aquella sumisión a la autoridad. Relajó la tensión de sus hombros, su bigote brillaba rojizo con las antorchas. Sus ojos claros estaban agotados. David se atrevió a preguntar, otra vez:

—¿Qué ha ocurrido, capitán?

—Alguien vino hasta aquí y se encontró… esto —señaló con la cabeza —. Aquel hombre —David se volvió. El aludido se golpeaba las sienes con los puños, lloraba, decía que no una y mil veces —. Al parecer, venía a dar el pésame a la señora por la reciente pérdida. Empezó a dar voces, llegó al pueblo chillando como un endemoniado y nos avisó una vecina. No pudimos hacer nada cuando llegamos…

—No han tocado a los animales —anunció otro soldado, que se pasó la mano por el pelo —. Señor, es evidente que, fuera quien fuera, vino directamente a por la familia.

—¿Un asesino?

—No lo sé, señor. Pero hace unos días aparecieron en el bosque los cadáveres del señor Freg y sus hijos. Confío en que lo recuerde.

—Lo recuerdo perfectamente, soldado —inquirió el capitán. Y con su voz enérgica, le quitó a su subordinado las ganas de hablar. En lugar de eso, hizo una breve inclinación y se dirigió a la multitud, para despejar la masa de curiosos. Hans Lorraine suspiró por enésima vez y negó con la cabeza —. No tiene sentido…

—Quizá… ¿un arreglo de cuentas, señor? —intervino otro soldado —. Se desconoce al culpable, pero primero fue por los hombres y luego por las mujeres. Tenía algo con esta familia. Si no, hubiera muerto cualquiera.

—Es posible. Bien pensado, soldado.

David se mordió la lengua para no gritar que era mentira. Su medio corazón latía tan fuerte que temió que se escuchase el ruido. El capitán le dirigió una mirada severa.

—Vete a casa, David. Esto es cosa nuestra…

—¡David!

El mellizo tuvo un escalofrío. Reconocería esa voz siempre, en cualquier lugar. Se dio la vuelta y vio aparecer a su hermana, apartando gente que le recriminaba sus formas. Un soldado la detuvo con un brusco movimiento. En ese momento, empezaron a despejar a la multitud, a mandarlos a sus casas. Casi a empujones, el cuerpo de guardia de Lorraine se deshizo de la masa de vecinos agolpados alrededor de la granja. Ana se vio arrastrada por la multitud.

David, de repente, tuvo miedo. Como si aquello fuera una señal de que la perdía para siempre. Salió corriendo y se metió entre las personas. La luz de las antorchas y la ceniza le herían los ojos.

—¡Ana!

26 de diciembre de 2011

XXXI.

Héctor, todavía conmocionado por su brusco despertar, miraba con sus ojos ciegos a todos lados, intentando comprender. David tragó saliva; sólo consiguió articular un absurdo:

—¿Qué…?

—Se las... Se las han encontrado en su casa —tartamudeó Eric, con los dedos temblorosos, agarrados al marco de la puerta —. Una vecina ha venido a avisarme… por eso la campana… la alarma —miró al mellizo con desesperación —. No sé… mis padres… no sé qué hacer…

—Quédate aquí —David consiguió poner un par de ideas en orden —. Quédate con Héctor y cuida de él, por favor. Daga, aquí. Buena chica. Hermano, me llevo a la perra; puede que sea útil para buscar algún rastro.

Mientras le ataba el collar al animal, le dio instrucciones claras a Héctor y a Eric de no moverse de la casa. Si el aviso había sorprendido al matrimonio y a Ana en la calle, probablemente habrían corrido a la granja de los Freg. Y si no, terminarían volviendo. Ya era de noche. Héctor no dijo nada. A tientas, se sentó en la cama y Eric le colocó una manta por encima, con manos temblorosas. A pesar de su miedo, le puso la mano en el hombro al joven ciego, carraspeó para ahuyentar la tensión y murmuró:

—No te preocupes. Yo cuidaré de ti.

David se enterneció al escucharlo. Se incorporó, se colocó el abrigo y al pasar junto al adolescente le guiñó un ojo. Éste separó los labios, quizá para hablar, pero no lo hizo. Se los mordió con la misma expresión asustada.

Ya con un pie en las escaleras, el mellizo se volvió para mirar a los dos pobres asustados que dejaba en casa. Intentó sonreír.

—Todo irá bien —fue lo único que se le ocurrió. Y salió corriendo con la perra, calle abajo.

El frío se metió por su nariz y le dolieron hasta los ojos. Su parte más irracional albergaba cierta esperanza, pero su medio corazón y todos sus recuerdos le decían qué era exactamente lo que se iba a encontrar.

Salió del pueblo y no tuvo dificultad para llegar a la granja de los Freg. A lo lejos, parpadeaban las llamas de las antorchas. Siguió corriendo. Conforme se acercaba, Daga emitía gruñidos cada vez más roncos. Al llegar, los ladridos de la perra llamaron la atención de todo el mundo. Vio caras conocidas, vecinos, soldados de ronda. Pero en un primer vistazo no encontró ni a su hermana, ni a Lucien, ni a Claudine. Ayudado por los tirones de Daga, consiguió abrirse camino entre el círculo de personas que murmuraba oraciones, lloraba o negaba con la cabeza.

Todo estaba exactamente como lo recordaba. Solo que ahora, bajo las antorchas, la sangre y los cuerpos desmembrados relucían como el oro. La noche aquella habían sido de plata y luz de estrellas. Dentro de él, algo gritó desesperado; guardaba la vaga y quizá absurda esperanza de que todo aquello hubiera sido una pesadilla. Pero no. Sobre el murete y colgando de la ventana estaban los cuerpos de las mujeres. Había un par de rastrojos negros salpicando el suelo. David contuvo la respiración al ver una pluma adherida a uno de ellos.

Daga husmeó el ambiente, dio un par de vueltas. Después, empezó a ladrar como una loca. Se le acercó uno de los soldados, con expresión cansada.

—Controla a tu perra, muchacho.

David se disculpó, le dio un tirón al animal y le acarició la cabeza para que se callara. Aprovechó que el soldado estaba allí.

—¿Qué ha pasado aquí?

—¿Eras amigo de la familia? —masculló él.

—Hace menos de una semana enterramos a los hombres —respondió David, con un tono ácido —. Mi propia familia los preparó para la tumba.

“Así que haga el favor y conteste”, tuvo ganas de decir, pero se contuvo. Lo último que le faltaba era tener un encontronazo con el cuerpo de guardia.

No obstante, el tipo pareció leerle la mente, porque dio un paso y se colocó a escasos centímetros de su cara.

—Yo tendría cuidado con los modales, chaval…

—Yo me encargo de él —dijo una voz profunda —. Vaya a ayudar a sus compañeros, soldado.

20 de diciembre de 2011

XXX.

En el trayecto de vuelta, no se dijeron palabra. Eric parecía muy ofendido con el silencio de David, y él simplemente estaba abstraído en su pensamiento. Al llegar a casa, no encontraron a nadie dentro. El adolescente se quedó en el taller para terminar los bajos bordados de un vestido. David subió las escaleras y Daga lo recibió, muy contenta, con bufidos y lametones. Él le acarició la cabeza mecánicamente y fue hasta la ventana.

La cortina que separaba su cama de la de Héctor estaba echada; su hermano mayor estaría durmiendo. Se apoyó en el vano y miró la oscuridad comerse el pueblo poco a poco, los faroles que iluminaban las calles eran como las estrellas: un intento de luz y claridad en un vacío negro y aterrador. Se cruzó de brazos para darse calor en los dedos. Suspiró, su aliento empañó el cristal. Distraído, dibujó una estrella sobre el vaho, que desapareció a los pocos segundos.

El Cazador de Estrellas, pensó. Tantos años escuchando el mito, para que al final fuese cierto. El pájaro salía las noches de luna nueva y luna menguante porque era la propia Luna la que pretendía capturarlo. Se comía las estrellas, volaba por el cielo y las apagaba. Un cuento pintoresco para la tradición, no era la primera vez que alguien pedía una toga o una capa con el animalito. Sin embargo, la leyenda decía que se comía los corazones humanos porque, con la fuerza de éstos, podía volar bajo la luna. David siempre había pensado que era la excusa para asustar a los niños, en Saint Polain gustaban mucho de cuentos macabros.

¿Quién habría imaginado que aquello podía ser real?

Apoyó la frente en el cristal congelado. Y, de pronto, le dio la sensación de que estaba obviando algo importante. Que se estaba olvidando de algo… fundamental. Bajó los párpados. Como cada vez que lo hacía, volvieron el frío, los recuerdos de noche, el Cazador de Estrellas, huir, correr, aquella masa negra con los ojos vacíos, el olor de la muerte, los cadáveres…

Levantó la barbilla. ¡Los cadáveres! ¡Los cadáveres de las mujeres Freg seguían en la granja!

Como si el propio Dios le hubiese leído la mente, la campana de la iglesia empezó a tañer con violencia, de un lado a otro, enloquecida. Daga empezó a ladrar, Héctor ahogó una exclamación al otro lado de la cortina. David corrió la cortina y cogió de la mano a su hermano mayor. Se escucharon pasos apresurados en la escalera. Eric irrumpió en la habitación con la lengua colgando y los ojos desorbitados. La perra no dejaba de ladrar, daba vueltas sobre sí misma, mordía el aire. Al joven hijo de los Begnat le temblaban los labios.

—Han… alguien se ha… las Freg. ¡Alguien ha matado a la señora Freg y a sus hijas!

15 de diciembre de 2011

XXIX.

El hijo de los Begnat sonreía.

—¿Y esa cara de susto? Existen formas mucho más sutiles y educadas de hacerme ver que no te alegra mi presencia —se disgustó, a medias entre la broma y la verdad.

David soltó un resoplido. Eric era muy rimbombante y un poco cargante a la hora de hablar. Negó con la cabeza; tampoco hacía falta ser descortés.

—No, no es eso. Es que me has sorprendido. No te había escuchado llegar.

Eric soltó una risilla.

—¡Pero si vengo desde la esquina llamándote a gritos! —David se pasó la lengua por los labios y se encogió de hombros. Eric escondió su sonrisa —. Estás en otro mundo, David. A decir verdad, llevas unos días… bastante raro.

—Raro —repitió él —. No sé a qué te refieres.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar de vuelta a casa. No le apetecía hablar con Eric. Sólo quería andar, caminar, olvidarse de todo. Esperar una iluminación que le revelase qué tenía que hacer. Pero el muchachito no se dio por vencido tan rápido.

—Vamos, David —se puso delante de él y, cuando el mellizo lo sorteó, volvió a cortarle el paso —. Quizá puedas mentirle a mi padre, incluso a mi madre… pero a mí no puedes engañarme. Sé que te ocurre algo grave, algo serio —David lo apartó casi de un empujón.

—Olvídalo, Eric —gruñó.

Ni siquiera él mismo sabía lo que le pasaba. Tal vez era eso lo que lo crispaba tanto. Su propia contradicción. Porque, siendo francos, no podía elaborar un pensamiento con sentido. Era todo tan confuso… hacía un par de noches, de repente, había corrido por encima de los tejados, como una ráfaga de viento, había huido de un fantasma negro, había visto matar y destrozar a personas que conocía, su hermana había bailado encima del agua. Hacía unas noches, un pájaro le había atravesado el pecho para comerse la mitad de su corazón.

Y Saint Polain seguía su ritmo pausado, lento, rutinario, ocupado en sus preocupaciones diarias, como si nada, nada hubiera pasado. Nada. ¿Es que era tan fácil olvidar? ¿Tan fácil para todo el mundo menos para él? ¿Acaso Ana había olvidado también? ¿Había olvidado los ojos vacíos del hijo de los Freg, colgando boca abajo de la rama de un árbol?

Se mareó, le dio una náusea, pero permaneció entero. No quería montar una escena en medio de la calle.

Eric no se desanimó; probó con lo mejor que tenía:

—Sé que lo que te pasa no tiene nada que ver con un ataque de celos —casi gritó.

El mellizo se quedó quieto. Echó una mirada hacia atrás y vio los ojos decididos de Eric y su ceño fruncido. Estaba sorprendido de que hubiera podido darse cuenta. Suspiró y asintió.

—Es verdad. No tiene nada que ver con los celos.

—¿En serio? —tartamudeó el joven Begnat —. Quiero decir… lo sabía. Se… se te nota. No estás… como siempre. Además… tú no eres celoso. Seguro que te alegrarías si tu hermana encontrase a alguien… alguien que la quisiera. Ya sabes, pasar el resto de sus días unidos… confiar el uno en el otro… encontrar en él seguridad, protección… un refugio al que siempre poder regresar…

David levantó una ceja y sonrió.

—No te hacía tan romántico.

Eric se ruborizó y miró hacia otro lado.

—Lo decía por tu hermana —musitó —. Pero… pe-pero no es eso de lo que hablaba. ¿Qué te ocurre? Parece que soportas un peso muy grande… tú solo —se acercó a él, muy despacio. Bajó la voz —. ¿De qué se trata? ¿Hay algo que pueda hacer? Estoy convencido de que sabría cómo ayudarte…

David miró al muchacho con ojos profundos. No era más que un chico delgado y un poco impertinente a veces. Era muy joven y se notaba, no tenía experiencia, apenas si conocía el mundo fuera de Saint Polain. ¿Cómo iba a ayudarle? Sin embargo, sus ojos eran sinceros, esos ojos abiertos y grandes. Con la poca luz que agonizaba detrás de las montañas, parecían azules. El azul, solía decir Lucien cuando tejía una pieza nueva, es el color de la eterna esperanza; porque azul está el cielo cuando el sol sale por las montañas.

Esperanza. Así que el hijo de los Begnat tenía esperanza en los ojos. ¿Esperanza de qué?

David suspiró; no, no podía contarle nada a Eric. Tampoco quería hacerlo.

El joven Begnat se turbó al sentir los ojos claros de David tan directamente en los suyos. El mellizo se dio cuenta de que su silencio, su mirada, lo ponían nervioso. Casi podía escucharle el corazón golpeando sus costillas. Le puso la mano en el hombro y sonrió.

—No te preocupes, Eric. Estoy bien. Pero te prometo que acudiré a ti en cuanto necesite cualquier cosa. Y vámonos a casa, que estás temblando. Tu madre me cortará la cabeza si te pones enfermo por mi culpa.

Echó a andar esperando que él lo siguiera, pero no lo hizo. Lo vio con la vista clavada en el suelo y los brazos cruzados.

—Antes siempre me lo contabas todo… —murmuró.

David tomó aire despacio; quizá fuera verdad. Cuando eran niños, jugaban juntos y se confiaban los secretos inocentes y un poco absurdos que tienen los críos. Pero ya no eran críos, y la diferencia de edad, con la separación que implicaba, parecía molestar a Eric. No le dio más importancia, sería una pataleta adolescente.

—Antes las cosas no eran tan complicadas —respondió para sí mismo. El sonido de la campana se comió las palabras de los dos.

10 de diciembre de 2011

XXVIII.

Durante los días siguientes, los mellizos Cambroix apenas se dirigieron la palabra. David, aunque no sabía por qué, seguía profundamente enfadado con su hermana. Nunca le había pasado nada parecido; era habitual discutir ente hermanos, y más siendo mellizos, pero las cosas se arreglaban pronto. A veces, en cuestión de minutos. Nunca una pelea los había mantenido alejados tanto tiempo. Esta vez, el mellizo sentía que era diferente. Le dolía la actitud de Ana al pretender ignorar todo lo que habían vivido, lo que habían visto. No se lo había preguntado, ¿pero cómo era capaz de dormir? Cada vez que David cerraba los ojos veía esas sombras negras saltando sobre él, escuchaba gritar a las fallecidas Freg, respiraba el perfume de la muerte en sus manos.

David no lo comprendía. Así que evitaba cualquier cruce de palabras con su melliza; quizá porque tampoco sabía qué decirle.

Ana, contrariada y orgullosa, tampoco intentaba un acercamiento. Claudine seguía pensando que el enfado de David era fruto de los celos y lo tomaba casi como una broma. Le decía a la muchacha que ya se pasaría. Ella sonreía, mordaz.

—Sí. Es cierto —decía, cuidando que David pudiera escucharla —. Es cuestión de tiempo que mi hermano entre en razón… y asuma que he tomado una decisión correcta. Se adaptará.

Él nunca respondía.

Claudine no le dijo nada los primeros días. Sonreía, meneaba la cabeza, le daba palmaditas en la espalda. David prefería que su madre adoptiva siguiera pensando que solo estaba celoso. En realidad, pasaba mucho tiempo intentando convencerse de que la decisión de su hermana era la correcta. La sensata. La lógica. Pero en su pecho crecía la turbación. Nada podía volver a ser lógico después de que tanto Ana como él siguieran caminando sólo con medio corazón.

Una tarde, justo después de comer, Claudine llevó aparte a su hijo Eric para pedirle, a caballo entre una súplica y una orden, que hablase con David. Estaba preocupada porque nunca sus mellizos habían estado tanto tiempo sin hablarse. Su hijo acogió la idea con entusiasmo.

—Tranquila, madre —le dijo, y le dio un cálido beso en la mejilla —. Estoy seguro de que David solo necesita a alguien que lo escuche, nadie le ha preguntado como se siente. Seguro que se verá a sí mismo como un incomprendido. Tampoco tiene que estar siendo fácil para él.

Claudine arqueó una ceja.

—¿Y desde cuándo piensas tú con tanta profundidad en los sentimientos de David? —su hijo se sonrojó. Ella puso los ojos en blanco —. La cabeza en las nubes, eso es lo que tienes. Anda, ¡corre! Solo necesito una conversación corta, que vuelvan a tratarse como hermanos y no como desconocidos. Nada de tonterías, Eric.

El muchachito asintió muy deprisa, saltó de la silla y se fue a buscar a David. El mellizo había salido a llevar un juego de camisas a casa de los Focq, él mismo se había encargado de remendarlas porque estaban hechas un desastre. No estaba muy seguro de que el resultado hubiera sido bueno; sin embargo, la señora Focq pareció muy complacida. Felicitó al muchacho e incluso lo invitó a merendar, pero él se excusó muy educadamente y se marchó.

Escuchó la vocecita de Ángela despedirlo. Se volvió y vio su pequeña nariz asomada a una ventana. Sonrió y agitó la mano para saludarla. Ella, ruborizada, se escondió detrás del cristal. David no tenía el cuerpo como para amores platónicos infantiles. Sólo le apetecía pasear y despejarse.

Caminó sin rumbo por el pueblo hasta llegar al puente en obras que pasaba sobre el Märitt. Saludó con la cabeza a los canteros que perfilaban uno de los sillares de la balaustrada. Se apoyó en el lado terminado y respiró profundamente. La oscuridad se comía al sol muy deprisa, el invierno cada vez estaba más y más cerca. Las primeras estrellas brillaron en el cielo, de color rosado y púrpura. Todavía se podían ver las montañas y los bosques, las granjas y haciendas del Camino Real.

Se sostuvo con los dos brazos sobre la piedra. Inclinó el cuerpo hacia delante y se vio en el río. Más bien se intuyó, porque la oscuridad no le permitía diferenciar sus rasgos. Volvió a suspirar. Habían cambiado todo desde la última vez que se miró a un espejo, pensó. Se acordó de pasar por aquel mismo puente, manchado de sangre y barro, hacía unas cuantas noches, abrazado a su hermana como la única certeza en este mundo, ahora habitado por sombras confusas y pájaros míticos.

Echaba de menos a Ana. Sin ella… no estaba completo.

En el reflejo del río, los ojos de David emitieron un destello plateado. El muchacho se apartó casi de un salto, con el pecho agitado. Miró en todas direcciones, para asegurarse de que nadie había visto nada e intentó calmar su respiración acelerada. Se llevó una mano al pecho. Aunque a medias, su corazón seguía latiendo, y a toda velocidad. Tragó saliva, dio pasitos cortos y se atrevió a asomarse de nuevo.

Su reflejo no era más que una mancha oscura. Nada de brillos ni destellos.

—¡David! ¡David!

El mellizo Cambroix se pasó la mano por el pelo. Desde luego, había sido una imaginación muy real. Se frotó los ojos. Quizá se estuviese obsesionando con todo lo ocurrido, su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

—¡David!

Se miró de nuevo en el río. Sus ojos volvieron a brillar, y esta vez lo vio claramente. Contuvo la respiración, y sólo tomó aire cuando la mano de Eric le apretó el hombro y le hizo dar la espalda a la balaustrada del puente.

30 de noviembre de 2011

XXVII.

Empezó a amanecer cuando alcanzaron el puentecillo de madera sobre uno de los brazos del Märitt. Le daba la vuelta a lo que había sido la primera construcción de Saint Polain. El pueblo había crecido tanto los últimos años que ese río había pasado a ser parte de su urbanismo. El puente estaba terminándose, y los sillares de piedra a mitad de labrar tenían restos de escarcha. Cruzaron despacio, en silencio. Ninguno dijo una palabra.

En las calles, la actividad diaria empezaba. Todo el mundo seguía con su vida, ajenos al macabro espectáculo que los hermanos habían presenciado, ajenos al nido de podredumbre que había quedado en casa de los Freg, ajenos al Cazador de Estrellas, al espectro negro. A todo. Nadie sabía nada.

David, teniendo en cuenta el silencio que los había invadido, se dijo que nunca nadie lo sabría.

Claudine estaba abriendo la tienda. Los recibió con una sonrisa animada y su particular energía.

—¡Vaya, qué madrugadores! Héctor me ha dicho que no estabais arriba, pero que tampoco os ha escuchado salir. ¿De dónde venís?

Ana se encogió junto a su hermano. Él no supo contestar. Claudine se sacudió las manos y los miró. Su sonrisa desapareció.

—¿Qué ocurre? Os habéis puesto muy pálidos…

—Dábamos un paseo —consiguió decir la melliza. Intentó esbozar una mueca sonriente, que le quedó horrible —. Salimos con poco abrigo. Somos… somos despistados, nos hemos quedado helados.

—¡Buenos días, David! —saludó Eric, asomando la cabeza —. Buenos días, Ana. ¿Cómo es que os habéis levantado tan temprano?

—Nos apetecía caminar —dijo el mellizo, de manera mecánica.

—¿Caminar? ¿Y cómo habéis salido? —el muchacho arqueó una ceja —. La puerta estaba cerrada.

—La cerramos nosotros, claro —repuso Ana. David tuvo un mal presentimiento—. No íbamos a dejar abierta la tienda, qué tontería…

—¿Y con qué la habéis abierto? —insistió Eric. Se cruzó de brazos —. Sólo hay una llave, y la tiene mi madre.

Claudine se contaigó de la sospecha de su hijo. Se volvió despacio hacia los mellizos y dijo, muy tranquila:

—Hijos, sé que puedo confiar en vosotros y de hecho confío, lo prometo. Pero… pero me da la sensación de que estáis escondiendo algo. Eric tiene razón. La puerta de la tienda se cierra con una llave, y esa llave la guardo yo, siempre. ¿Cómo habéis salido por la puerta… sin ella?

Ana suspiró, cansada.

—A ti no podemos mentirte, Claudine…

A David le dio un escalofrío. Miró a su hermana con los ojos muy abiertos. No se le ocurriría decir la verdad, era demasiado irreal. ¡Era una locura! “Claudine, salimos por la ventana porque un pajarraco nos ha comido medio corazón y ahora vemos en la oscuridad”, ¿era eso lo que pensaba decirle? Su cabeza intentó buscar una respuesta, salir del paso, a toda velocidad. No se le ocurría nada.

Desesperado, cogió la mano de Ana y la apretó con fuerza, como advertencia. Ella pareció ignorarlo.

—Salimos por la ventana.

Claudine y Eric Begnat arquearon la misma ceja, al mismo tiempo.

—¿Por la ventana? —preguntaron.

—Sí —Ana asintió. David resopló—. Es decir… yo salí por la ventana. David solo me siguió.

El mellizo se unió al arqueamiento de ceja.

—¿Qué? —graznó Eric —. ¿Pero tú estás loca? ¿Para qué quieres salir por la ventana de madrugada?

—Quería… —se ruborizó, ocultó la cara tras el pelo —. Quería ver a alguien…

Eric quería seguir su batalla de preguntas, pero Claudine pareció tener bastante. Escondió una carcajada y les dijo a los mellizos que se metieran en casa. Tenían un día duro por delante. Su hijo protestó.

—Espera, ¿y ese barro? ¿Madre, has visto lo sucios que están? ¿Es que no vas a decir nada? ¿Te parece normal?

—Silencio, Eric. Me da igual lo que haya pasado esta madrugada —lo cortó ella. Le guiñó un ojo a Ana —. Yo también he sido joven.

David contuvo el suspiro de alivio. La señora Begnat fue hasta él y le propinó una caricia maliciosa en la mejilla.

—Algún día tendrás que dejar que otro hombre se acerque a tu hermana, muchachito. ¡No puedes acapararla para siempre!

Él creyó sonreír. Claudine, muy divertida, fue a contarle a Héctor, que estaba sentado en la cocina, la escapada nocturna de Ana para ver a su enamorado y la escena de celos que probablemente había provocado David. El muchacho ciego soltó una carcajada y meneó la cabeza. Sus polluelos crecían, bromeaba con la costurera. Los mellizos no le prestaron atención.

Arriba, se dejaron caer en la cama, exhaustos.

—Se lo ha creído… —musitó David —. ¡Ja! ¡Se lo ha creído! ¡Impensable! Bendigo tu ágil mente, hermanita.

Ana se retiró el pelo de la cara. Suspiraron al mismo tiempo y se abrazaron, tendidos sobre la colcha. La chica escuchaba el débil sonido del corazón de su hermano. Le puso la mano en el pecho y él le apretó los dedos con cariño.

—¿Qué va a pasar ahora? —susurró David, y hundió la nariz en el pelo oscuro de su melliza.

—No lo sé —confesó ella —. Pero creo que lo mejor será… que olvidemos todo esto.

David se incorporó. Le sorprendió bastante el enfado que esas palabras habían provocado dentro de él. Su hermana se puso de pie y fue hasta la ventana. Él negó con la cabeza, incrédulo.

—¿Olvidarlo? —repitió, intentando no gritar. Caminó por la habitación, con las manos en la cabeza —. ¿Crees en serio poder olvidar algo así? ¡Revive esta noche, Ana! No podemos ignorar todo cuanto ha pasado. Levitar encima del agua, ver en la oscuridad, el Cazador de Estrellas… Por Dios, ¡nuestro corazón ya no está entero! ¿Crees en serio poder olvidar algo así?

—¡Sí! —chilló ella. Se dio la vuelta y su pelo negro golpeó el cristal —. No sé si podré olvidarlo, pero lo intentaré, ¡intentaré borrarlo de mi mente! ¡Para siempre! ¡Olvidaré todo, toda esta locura! —se sostuvieron la mirada, un momento. Los iris de los dos volvieron a ser los de antes, no había ni rastro de la plata. A Ana le temblaron los labios —. Sólo ha sido una pesadilla. Una pesadilla. Nada más.

Pasó junto a su hermano y bajó las escaleras muy deprisa.

David soltó un suspiro, todavía sin poder creerlo. Se acercó a la ventana y la abrió, dejó que entrara el frío. Se pasó la mano por el pelo.

Él no sería capaz de olvidar. Estaba seguro. Porque no quería olvidar.

22 de noviembre de 2011

XXVI.

El aullido de terror de la primogénita Freg se estrelló contra el cielo. Fue como si se hubieran roto miles de cristales. El Cazador de Estrellas pasó sobre las cabezas de los mellizos y los hizo caer sobre el barro. El pájaro se metió en la casa, detrás de la sombra negra.

Escucharon gritos, el quebrar de los cristales, la madera partiéndose en mil astillas. Como si la casa estuviera explotando por dentro. Por las ventanas rotas salieron disparados los cuerpos desmembrados. El espectro negro chillaba. David se mareó y creyó que se desmayaría. Dentro de su cabeza, se desgañitaba un coro de voces. Nunca había escuchado nada tan horrible. Ana jadeó, lo vio desfallecer.

El canto nocturno del Cazador de Estrellas les entró en los oídos como una aguja. Hirió sus cabezas. El ave reventó el techo y salió, majestuosa y brillante, bajo las estrellas. Todo su cuerpo estaba manchado de sangre negra. En el pico quedaban restos de la tela putrefacta que había cubierto al fantasma carnívoro.

David se derrumbó en el suelo, con los ojos entrecerrados.

Ana gimió y las lágrimas saladas se mezclaron con la tierra de su rostro.

—No... —sollozó—. ¿Por qué? ¿Por qué…?

La granja estaba destrozada. En el marco de una de las ventanas el cuerpo de una de las hijas de los Freg colgaba, como un harapo. Se balanceaba al son del viento. El Cazador de Estrellas se posó en medio del patio. Sangre, destrucción, muerte. Y silencio. El peor silencio de todos.

Ana tomó aire con violencia y se hizo un ovillo junto al cuerpo de su hermano. Los nervios la hicieron rozar la histeria. No pudo contenerse y lanzó un grito de dolor, se apretó la cara con las manos. Nada alrededor podía escuchar su desgarrado lamento. Nada.

El Cazador de Estrellas se acercó a ellos, muy despacio. Bajó la cabeza y rozó con su negro pico la cabeza de David. Él no se movió, pero soltó un quejido ronco. Las plumas azuladas rozaron la barbilla de Ana. Ella levantó la cabeza y apenas distinguió al ave, se le nublaba la vista. Dentro del pecho, su medio corazón latía muy deprisa. Temblaba. Tenía miedo. No sabía qué hacer.

El místico animal la miraba directamente. Como si pudiera alimentarse de ese miedo. Bajó la cabeza hasta tenerla a ras de suelo. Apoyó el pico en la frente de Ana; estaba tan frío como el agua del lado. Pareció emitir un arrullo, un sonido que tranquilizó a la muchacha y le devolvió, por un momento, la calma. El Cazador de Estrellas pareció complacido.

Ana se puso de pie, temblando. Se limpió el barro de la cara y miró a su alrededor. El olor de la muerte le dio una arcada. Se apoyó en el murete de piedra y vomitó. El Cazador de Estrellas volvió a su posición erguida. David tosió, abrió los ojos, intentó recuperar el aire. Ana fue hasta él y volvió a caerse sobre el barro.

—David… —de nuevo, se echó a llorar —. David…

Él tardó un poco en reponerse. Su hermana lo ayudó a ponerse de pie. Se cogieron muy fuerte y, sin querer, un par de lágrimas resbalaron también por la cara del mellizo. El viento de la noche las congeló sobre su piel. Hacía frío. Pero el frío que sentían por dentro los dos hermanos era mucho mayor. Ninguno sabía qué hacer. No tenían ni idea.

El Cazador de Estrellas se cansó de esperar. Alzó el vuelo y se perdió en el cielo.

Los hermanos Cambroix se quedaron quietos, de pie, un rato más. Al final, David hizo acopio de sentido común, tomó a su hermana de la cintura y empezó a caminar muy despacio hacia Saint Polain. Detrás de ellos dejaron los cadáveres y el destrozo, pero el olor a muerte los perseguía. Se pegó a su ropa y los custodió por el sendero como un perro fiel.

3 de noviembre de 2011

XXV.

El Cazador de Estrellas hundió las garras en el pecho de la criatura, que aulló y salió despedida hacia detrás. Hizo un ruido seco al hundirse en el lago. El ave se elevó sobre el agua y sacudió la cabeza. Llovieron plumas brillantes como el cristal. David refrenó su carrera, levantando polvo. Los ojos negros del pájaro volvieron a transmitirle esa sensación de placer y bienestar, a la vez excitante.

No. Fuera.

El muchacho negó con la cabeza. El Cazador de Estrellas le mandó un gruñido. Aún así, su voz era hermosa.

Correr. Salir. Fuera.

El cuerpo muerto y negro asomó sus ojos brillantes en la superficie, y se lanzó como una fiera, con las garras por delante, sobre David. El joven apenas tuvo tiempo de verlo venir. Le llegó el chillido de su hermana y un nuevo gruñido, mucho más agresivo que el anterior, del místico pájaro.

El Cazador de Estrellas clavó las garras en la espalda de la criatura negra y la lanzó contra los árboles, lejos de David, antes de que pudiera tocarle. Sobre la ropa del joven se quedó impregnado, sin embargo, su olor. Un olor que punzaba los nervios del muchacho hasta la histeria.

El pájaro lo miró fijamente. David sintió que su cuerpo se encogía y que le dolía el pecho. Le faltó el aire. La voz del pájaro retumbó entre sus orejas.

Fuera.

Ana cayó de rodillas a su lado, gritando de dolor. David entendió la agresiva orden. Agarró de la mano a su melliza y echó a correr en dirección al bosque. A pesar del impulso, le fallaron las piernas y fue ella la que tuvo que arrastrarlo lejos del lago. En sus cabezas reverberaban los gritos de la pelea.

Los hermanos Cambroix se detuvieron a tomar aliento cuando ya estaba fuera del bosque. No se percataron de que el murete de piedra sobre el que se dejaron caer pertenecía a la granja de los Freg, porque ya no había ni un solo perro para ladrarles.

Buscaron aire con desesperación.

—¿Era lo mismo? —jadeó David—. ¿Esa cosa era lo mismo que nos atacó anoche?

—Podría jurar que sí —respondió Ana—. ¡Pero lo vimos morir! ¿Es que hay más? ¿Fue esa cosa la que mató a los Freg?

—Ha vuelto a salvarnos... —boqueó David, con el pecho agitándose a toda velocidad—. Me ha salvado la vida. Y nos estaba advirtiendo…

—Eso ahora no importa. Tenemos… que volver a casa, David —le instó su hermana. Quería convencerse de que todo aquello no era más que una terrible pesadilla, un mal sueño, una maldición nocturna. Aunque sabía que estaba equivocada.

El sonido de las bisagras chirriando les puso tensos.

—¿Quién está ahí? —se desgañitó la hija mayor de los Freg, asomada por la rendija de la puerta.

Un aullido hizo temblar hasta a las piedras del camino. Los mellizos vieron salir del bosque a esa criatura negra y podrida, arrastrándose a una velocidad de vértigo. Hundía las garras en la tierra, porque parecía no tener piernas, y avanzaba a toda prisa hacia ellos. Las copas de los árboles escupieron al Cazador de Estrellas, que se lanzó en picado sobre el ser negro.

Éste, a su vez, saltó sobre los mellizos.

—¿Quién es? —balbuceó la mujer, al otro lado de la puerta. La abrió de par en par, saliendo al frío de la noche. La luz de dentro proyectó su figura en la tierra; se descubrió como el blanco perfecto.

La criatura negra pareció jadear de puro júbilo. Con la tela rasgada con la que se cubría, rozó a los hermanos al encogerse sobre el murete. Se arqueó como un gato. Escucharon su respiración pesada y ansiosa, como los perros excitados por el olor de la sangre. Ana se dio cuenta de que estaba tomando impulso para saltar. El Cazador de Estrellas impactó contra el suelo y David se encogió por un nuevo dolor en el pecho.

—¡No! —chilló Ana, estirando la mano hacia la puerta—. ¡No salgas!

29 de octubre de 2011

XXIV.

Ana asintió; lo sabía. Lo que no sabían ninguno de los dos era cómo podían percibir ese sonido ni cómo sabían que estaban en peligro. El muchacho echó el brazo hacia delante, un acto reflejo para proteger a su hermana. Ella le cogió la mano muy fuerte.

El Cazador de Estrellas agachó la cabeza y se tensó, como si fuera a salir corriendo. En el cielo, varias estrellas parpadearon.

Fuera.

La voz los desconcentró con su vibrante tono, dentro de su cabeza. No era un sonido que pudieran escuchar, la sentían dentro, como los latidos del corazón que ya no tenían entero.

El Cazador de Estrellas seguía escrutando la oscuridad con las pupilas negras. Un viento helado hizo tiritar a los dos hermanos. Se hizo el silencio. La respiración pesada se había hecho más débil. Crujieron unas hojas. El ave gigantesca meneó su cola emplumada muy despacio.

Fuera.

Repitió la orden y el tono fue brusco, severo. Los mellizos miraron alternativamente al pájaro y al bosque. Entre sus arbustos y sus troncos seguía arrastrándose aquella cosa, en dirección al lago. David unió su mirada plateada con la del Cazador de Estrellas cuando éste levantó la cabeza, con rapidez.

El muchacho sintió que su medio corazón aleteaba, que se agitaba como si tuviera alas. Era una sensación parecida a estar cayendo desde una gran altura, la sensación de vértigo y de placer al sentir el frío del viento. Se asustó cuando descubrió que era una sensación congelada, pero muy parecida a la que sentía respecto a sus hermanos. ¿Amor…? No, imposible.

El Cazador de Estrellas echó la cabeza hacia atrás para proferir uno de sus largos y penetrantes aullidos. El viento que removió la hojarasca del bosque le contestó con un silbido.

Correr. Fuera.

David tembló. Los ojos del Cazador de Estrellas eran los mismos que los de Héctor, que los de Ana. Temía esa sensación; era atrayente… y peligrosa. Tiró de su melliza.

—Vámonos de aquí, Ana —quiso decirle, pero la frase se quedó colgando de sus labios.

Del interior del bosque saltó una figura oscura y maloliente. Como un trozo de tela mojada, se abrió por encima de los dos mellizos. El Cazador de Estrellas los barrió con su cuerpo, deteniendo al ente putrefacto.

Los mellizos pudieron oler la peste de la carne podrida cuando se estrellaron contra el suelo. Los guijarros de la orilla se les clavaron en las rodillas y en las palmas de las manos. Ana se encogió, dolorida, y trató de levantarse. David sintió que le escocía el frío en los arañazos.

Cuando se pusieron de pie y se buscaron con los brazos, vieron al Cazador de Estrellas boca arriba, sobre el agua, salpicando y debatiéndose contra la masa negra que tenía encima. Los hermanos distinguieron ese horrible olor, ese olor que evocaba David de perros muertos y de ojos desorbitados. Un brazo negro con unas larguísimas uñas se recortó en el aire y, cuando descendió, el pájaro pareció gemir.

—¡Es otro! —gritó Ana, presa del pánico momentáneo—. ¡David, vámonos!

Su hermano se resistió. No podía apartar los ojos de las brillantes plumas mojadas y su interior no podía desoír los gritos. Herían en su medio corazón como la punta de acero más afilada.

—¡David!

—¡No! Tengo… tengo que…—se volvió hacia su hermana con ojos suplicantes. Ella negó con la cabeza. El Cazador de Estrellas gritó de nuevo.

—¿Estás loco? ¡No podemos hacer nada contra eso! ¡David!

Él consiguió soltarse de su mano y salió corriendo en dirección al pájaro y la criatura negra. Una ráfaga de gotas negras le salpicó la cara.