Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

28 de septiembre de 2011

XX.

Entre Eric y Lucien cargaron a los mellizos escaleras arriba y los acostaron. Les costó un esfuerzo importante que Ángela se apartara de la cama. Con una histeria innecesaria, decía una y otra vez que quería quedarse con David. Al final, fue Eric quien la llevó a casa. Lucien intentó tranquilizar a su mujer diciéndole que probablemente sería una subida de fiebre, el frío del día anterior. Habían sido muchas emociones juntas. No era la primera vez que los muchachos veían un cadáver. El invierno en Saint Polain era duro, la gente moría. Era natural. Pero sí era la primera vez que ellos, y todo el pueblo, se encontraban algo parecido a los Freg. El cansancio, el frío, la tensión, repetía Lucien. Sus mellizos estaban bien, sólo precisaban descanso. Al contrario que su esposa, sabía esconder su preocupación muy bien.

Claudine, sin embargo, no la ocultaba. Héctor, que lo sabía ya todo, no articuló palabra en todo el día. Subió a su habitación, para tener cerca de sus hermanos, y allí se quedó. Pareció contagiar de su silencio a la perra, que se dedicó a llenar el aire vacío con su fuerte respiración. Se quedó tumbada junto a sus pies y apenas se movió, ni siquiera para beber agua o comer. La señora Begnat estuvo tentada de subir; Héctor no era alguien complicado de tratar, pero se sentía torpe cuando hablaba con él. Sólo sus hermanos parecían acertar con las palabras, el tono, la manera de dirigirse a él. Sin embargo, su instinto de madre la empujaba a subir los escalones y estar junto al mayor de los Cambroix. No lo hizo.

Cuando se apagó la última lámpara en casa de los Begnat, esa noche, Héctor se metió en la cama con ayuda de Daga. Se tumbó de lado, de espaldas a la ventana. No la veía, pero se imaginaba la cortina que dividía la habitación, con sus bordados sobresaliendo de la tela en la oscuridad de la noche. Y, detrás de ella, su mente dibujaba a su hermanos, durmiendo abrazados como tenían por costumbre. Desde que eran pequeños.

Sus ojos apagados parpadearon cuando Daga se puso tensa, a los pies de su cama. Sintió el nerviosismo de la perra y, mientras lo iba meciendo el cansancio, se percató de que había algo anormal en la habitación. Una presencia desconocida. Las paredes crujieron. Una brisa fresca parecía brotar de las paredes. Sus agudizados sentidos percibían que algo había cambiado, pero no supo decir qué. Su perra lo sabía. Allí no estaban solos del todo. Daga no bajó la cabeza para dormir.

Héctor se durmió antes de poder darle forma a ese pensamiento.

En el cielo, la luna ya había desaparecido. No quedaba nada de ella. Las estrellas brillaban en la bóveda celeste con toda su fuerza, sin que ese farol blanco les hiciese sombra. Eran como diamantes cosidos al techo del mundo.

Un viento frío jugueteó con las casas de Saint Polain, haciéndolas tiritar y rechinar las unas contra las otras. El aire golpeó las tejas y se coló por cada rendija que encontró. Hizo enmudecer a las brasas que quedaban en las chimeneas y apagó las velas que quedaban por encender. Las casas se llenaron de frío.

Y vino la calma.

En Saint Polain todo era oscuridad.

David y Ana abrieron los ojos a la vez. Se incorporaron al mismo tiempo y se miraron, con una expresión de calma más propia de un trance que de una persona consciente. Vieron brillar el iris del otro, iluminando la habitación como cuatro poderosas linternas de plata.

Pasearon la mirada por la estancia, regándola con la luz plateada y tenue que despedían sus ojos. Ana se puso de pie; más bien se deslizó como un golpe de viento hasta la ventana cerrada. Pasó la punta de los dedos por los postigos y se volvió para mirar a su hermano.

David se colocó a su lado y, asiendo la madera cada uno por un lado, abrieron los dos batientes de la ventana. El viento nocturno los golpeó e hizo ondear los cabellos de Ana. Ella cerró los ojos para inhalar el perfume congelado de la noche. No tenían frío, no necesitaban más abrigo que la ropa que vestían.

El viento trepó por su nariz e inundó su garganta, introduciéndose en sus pulmones y en su estómago. Se sintieron ligeros como el aire que respiraban. Ana ató la mirada a la de su hermano, y los dos esbozaron una media sonrisa.

Con movimientos suaves e insonoros, David puso un pie en el marco de la ventana y dio un salto. Cualquier persona se hubiera partido las piernas al saltar desde un tercer piso, pero el cuerpo del chico era ahora liviano, de aire frío, de lluvia, de niebla. Cayó con la suavidad de una pluma, posándose sobre las puntas de los pies en la calle de detrás. Le hizo un gesto a Ana, que imitó el salto y cayó con la misma delicadeza que su mellizo.

Volvieron a sonreírse y se tomaron de la mano.

No lo pensaron, simplemente corrieron, y con cada zancada dejaban atrás muchos más metros que cualquier caballo de carreras. No sentían cansancio, sólo el viento contra ellos, ejerciendo su fuerza de resistencia, lo que los provocaba para correr más deprisa. Se adentraron en el bosque y sintieron la caricia de las hojas al pasar junto a ellas, veloces como flechas, atravesando la maleza.

Ana estiró los dedos y pudo rozar la corteza helada de los árboles, húmeda de lo que sería escarcha a la mañana siguiente. David inspiró profundamente y lo excitó el frío en los pulmones. El vaho que se escapaba por las comisuras era como el hilo blanco más delicado de todo el taller de los Begnat.

Llegaron a la orilla del lago donde la noche anterior habían tenido su encuentro con el Cazador de Estrellas. Ni se acordaban. Se soltaron y no frenaron cuando sus pies tocaron la tierra embarrada.

Corrieron por la superficie del lago. Tras sus pisadas dejaban un halo de gotas diminutas que brillaban como cristales, a la luz de las estrellas. Corrieron en círculos el uno frente al otro, sin tropezar en ningún momento, ligeros y veloces como el propio viento que corría por sus venas. Su sonrisa permanecía con cada gesto, cada giro, cada pirueta que sin darse cuenta ejecutaban sobre el agua.

Sus ojos continuaban desprendiendo luz plateada; luces en la noche, sobre la superficie del lago, luces de plata. Sus ojos captaban el mundo con la claridad con que lo hacía de día. Incluso mejor. Veían en la oscuridad como los gatos, distinguían cada gota que se elevaba tras ellos, cada guijarro y cada hoja que agitaban con su carrera.

Corrieron y bailaron bajo las estrellas, sobre el agua, ligeros y veloces. Los dos, brillando con su luz plateada, como dos estrellas.

3 de septiembre de 2011

XIX.

Ana caminaba despacio detrás de Eric, abrigada hasta la nariz. Pero aún así tenía frío. Sus dedos congelados buscaban calor entre los pliegues de la ropa. El mareo con el que se había levantado no se despegaba de sus párpados, la hacía parecer todavía dormida.

Le castañeaban los dientes y temblaba. Tenía que esforzarse por seguir al muchacho, que parecía no darse cuenta del frío que de la calle. ¿Es que no lo sentía? Cada vez que inspiraba, Ana tenía la impresión de que le bajaba por la tráquea una cuchilla de hielo. Le dolía respirar.

Boqueó, se quedó sin aire un momento, y las piernas le fallaron. En su mente sólo estaba la visión de la ventana abierta, con la cortina ondeando al son del viento matutino. ¿Por qué estaba la ventana abierta? ¿Habían dormido así, con el frío que hacía? Y ella... ¿dónde había dormido? ¿Con su mellizo? ¿Con Héctor?

¿Qué había pasado?

Corazón.

Una voz. ¿Corazón?

Al dar un paso volvió ese terrible dolor en el pecho. Como si la atravesara una púa de hierro. No se pudo mover y sus dedos buscaron desesperadamente algo a lo que agarrarse. Le dieron náuseas y se le nubló la vista. Una mano tomó sus dedos fríos y rígidos para sujetarla. Consiguió diferenciar la sonrisa de Eric a pocos centímetros de ella.

—Hoy estás dormida, ¿eh? —le dijo el muchacho, con una suave risa—. Venga, que cuanto antes lleguemos, antes volveremos a casa.

Ana quiso retener su mano para tener un punto en el que apoyarse, pero el chico se dio la vuelta y volvió a dejarla colgando del aturdimiento que le golpeaba las sienes. Se le acaba el aire, no podía respirar. Le vinieron arcadas y se tapó la boca para controlarse.

Un sudor frío le bajó por el cuello y la espalda, inutilizando toda la ropa que pretendía mantener el calor de su cuerpo. Se echó a temblar con violencia e, inconscientemente, se llevó la mano al pecho, presionando como si se fuera a desmontar.

La calle se llenaba de gente conforme avanzaba el sol. Los ruidos se sobreponían unos a otros; los ladridos de los perros, las risas, los gritos, el chirrido de las ventanas. Todo formaba un remolino exasperante que tenía como centro a la muchacha. Ella pugnaba por salir de ese mareo que la derribaría en cualquier momento.

Las piernas dejaron de responderle. Se quedó clavada en el suelo, como si los tacones de sus zapatos se hubieran adherido a la escarcha. Eric se dio la vuelta y se sorprendió al verla tan lejos.

—¿Ana? —se acercó y tiró de ella—. ¡Venga, vamos!

—Tengo frío... —farfulló ella, por debajo de la bufanda.

—Tampoco es que yo tenga mucho calor. Va, que casi hemos llegado.

En el punto de intercambios, les dieron las telas. Los comerciantes, ricos burgueses recién llegados de Exeter, le hicieron un par de preguntas a Eric sobre el negocio de sus padres. Como es natural, el chiquillo se deshizo en elogios, escudándose en que no encargarían telas tan caras si de verdad no fueran brillantes en su profesión. Eric tenía un don de gentes especial para los adinerados y finos comerciantes. Aquellos quedaron tan encantados con la delicadeza expresiva del muchacho, que acordaron visitar el taller tan pronto como resolvieran sus negocios.

A Ana toda la conversación le llegó de lejos. Eric supo desenvolverse muy bien solo, y se dirigió a ella para darle los rollos de tela que le correspondía llevar. Le tocó cargar con poca cosa, pero a sus débiles brazos les pareció que llevaban a cuestas todo un rebaño de cabras. Se tambaleó detrás de Eric.

El dolor volvió al pecho, ese dolor insoportable del que no podía desprenderse. Le pesaba el cuerpo, todo el cuerpo. Tropezó y temió caer sobre los adoquines. En su pecho latía un objeto punzante que le mordía y le hacía daño. Se ahogaba.

Asustada, quiso llamar a Eric.

—Eric... —el aire se le escapó por la boca y en vano luchó por conseguir más. —Eric...

Tosió y su saliva salpicó el envoltorio de las telas.

—¿Te has resfriado? —le llegó la voz de muy lejos—. ¿Ana?

Ella empezó a ver borroso. Se quedó quieta, pues los pies no pisaban en ninguna parte. Sus músculos se congelaron y perdió la fuerza, sintiendo que su propio cuerpo se desmoronaba.

Se desplomó en el suelo. Los rollos de tela dieron vueltas a su alrededor. La voz alarmada de Eric le llegaba como si estuviera debajo del agua. Escuchaba golpes y ladridos, gritos.

—¡Ana! ¡Ana, contesta!

—¿Qué ha pasado? ¿Qué le ocurre?

—¿Está bien?

—¡Oh, Dios mío!

—¡Ana! —Eric la zarandeaba, pero ella no se daba cuenta. Pronto todo fue un vacío negro y congelado—. ¡Ana! Ana. An...