Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

30 de noviembre de 2011

XXVII.

Empezó a amanecer cuando alcanzaron el puentecillo de madera sobre uno de los brazos del Märitt. Le daba la vuelta a lo que había sido la primera construcción de Saint Polain. El pueblo había crecido tanto los últimos años que ese río había pasado a ser parte de su urbanismo. El puente estaba terminándose, y los sillares de piedra a mitad de labrar tenían restos de escarcha. Cruzaron despacio, en silencio. Ninguno dijo una palabra.

En las calles, la actividad diaria empezaba. Todo el mundo seguía con su vida, ajenos al macabro espectáculo que los hermanos habían presenciado, ajenos al nido de podredumbre que había quedado en casa de los Freg, ajenos al Cazador de Estrellas, al espectro negro. A todo. Nadie sabía nada.

David, teniendo en cuenta el silencio que los había invadido, se dijo que nunca nadie lo sabría.

Claudine estaba abriendo la tienda. Los recibió con una sonrisa animada y su particular energía.

—¡Vaya, qué madrugadores! Héctor me ha dicho que no estabais arriba, pero que tampoco os ha escuchado salir. ¿De dónde venís?

Ana se encogió junto a su hermano. Él no supo contestar. Claudine se sacudió las manos y los miró. Su sonrisa desapareció.

—¿Qué ocurre? Os habéis puesto muy pálidos…

—Dábamos un paseo —consiguió decir la melliza. Intentó esbozar una mueca sonriente, que le quedó horrible —. Salimos con poco abrigo. Somos… somos despistados, nos hemos quedado helados.

—¡Buenos días, David! —saludó Eric, asomando la cabeza —. Buenos días, Ana. ¿Cómo es que os habéis levantado tan temprano?

—Nos apetecía caminar —dijo el mellizo, de manera mecánica.

—¿Caminar? ¿Y cómo habéis salido? —el muchacho arqueó una ceja —. La puerta estaba cerrada.

—La cerramos nosotros, claro —repuso Ana. David tuvo un mal presentimiento—. No íbamos a dejar abierta la tienda, qué tontería…

—¿Y con qué la habéis abierto? —insistió Eric. Se cruzó de brazos —. Sólo hay una llave, y la tiene mi madre.

Claudine se contaigó de la sospecha de su hijo. Se volvió despacio hacia los mellizos y dijo, muy tranquila:

—Hijos, sé que puedo confiar en vosotros y de hecho confío, lo prometo. Pero… pero me da la sensación de que estáis escondiendo algo. Eric tiene razón. La puerta de la tienda se cierra con una llave, y esa llave la guardo yo, siempre. ¿Cómo habéis salido por la puerta… sin ella?

Ana suspiró, cansada.

—A ti no podemos mentirte, Claudine…

A David le dio un escalofrío. Miró a su hermana con los ojos muy abiertos. No se le ocurriría decir la verdad, era demasiado irreal. ¡Era una locura! “Claudine, salimos por la ventana porque un pajarraco nos ha comido medio corazón y ahora vemos en la oscuridad”, ¿era eso lo que pensaba decirle? Su cabeza intentó buscar una respuesta, salir del paso, a toda velocidad. No se le ocurría nada.

Desesperado, cogió la mano de Ana y la apretó con fuerza, como advertencia. Ella pareció ignorarlo.

—Salimos por la ventana.

Claudine y Eric Begnat arquearon la misma ceja, al mismo tiempo.

—¿Por la ventana? —preguntaron.

—Sí —Ana asintió. David resopló—. Es decir… yo salí por la ventana. David solo me siguió.

El mellizo se unió al arqueamiento de ceja.

—¿Qué? —graznó Eric —. ¿Pero tú estás loca? ¿Para qué quieres salir por la ventana de madrugada?

—Quería… —se ruborizó, ocultó la cara tras el pelo —. Quería ver a alguien…

Eric quería seguir su batalla de preguntas, pero Claudine pareció tener bastante. Escondió una carcajada y les dijo a los mellizos que se metieran en casa. Tenían un día duro por delante. Su hijo protestó.

—Espera, ¿y ese barro? ¿Madre, has visto lo sucios que están? ¿Es que no vas a decir nada? ¿Te parece normal?

—Silencio, Eric. Me da igual lo que haya pasado esta madrugada —lo cortó ella. Le guiñó un ojo a Ana —. Yo también he sido joven.

David contuvo el suspiro de alivio. La señora Begnat fue hasta él y le propinó una caricia maliciosa en la mejilla.

—Algún día tendrás que dejar que otro hombre se acerque a tu hermana, muchachito. ¡No puedes acapararla para siempre!

Él creyó sonreír. Claudine, muy divertida, fue a contarle a Héctor, que estaba sentado en la cocina, la escapada nocturna de Ana para ver a su enamorado y la escena de celos que probablemente había provocado David. El muchacho ciego soltó una carcajada y meneó la cabeza. Sus polluelos crecían, bromeaba con la costurera. Los mellizos no le prestaron atención.

Arriba, se dejaron caer en la cama, exhaustos.

—Se lo ha creído… —musitó David —. ¡Ja! ¡Se lo ha creído! ¡Impensable! Bendigo tu ágil mente, hermanita.

Ana se retiró el pelo de la cara. Suspiraron al mismo tiempo y se abrazaron, tendidos sobre la colcha. La chica escuchaba el débil sonido del corazón de su hermano. Le puso la mano en el pecho y él le apretó los dedos con cariño.

—¿Qué va a pasar ahora? —susurró David, y hundió la nariz en el pelo oscuro de su melliza.

—No lo sé —confesó ella —. Pero creo que lo mejor será… que olvidemos todo esto.

David se incorporó. Le sorprendió bastante el enfado que esas palabras habían provocado dentro de él. Su hermana se puso de pie y fue hasta la ventana. Él negó con la cabeza, incrédulo.

—¿Olvidarlo? —repitió, intentando no gritar. Caminó por la habitación, con las manos en la cabeza —. ¿Crees en serio poder olvidar algo así? ¡Revive esta noche, Ana! No podemos ignorar todo cuanto ha pasado. Levitar encima del agua, ver en la oscuridad, el Cazador de Estrellas… Por Dios, ¡nuestro corazón ya no está entero! ¿Crees en serio poder olvidar algo así?

—¡Sí! —chilló ella. Se dio la vuelta y su pelo negro golpeó el cristal —. No sé si podré olvidarlo, pero lo intentaré, ¡intentaré borrarlo de mi mente! ¡Para siempre! ¡Olvidaré todo, toda esta locura! —se sostuvieron la mirada, un momento. Los iris de los dos volvieron a ser los de antes, no había ni rastro de la plata. A Ana le temblaron los labios —. Sólo ha sido una pesadilla. Una pesadilla. Nada más.

Pasó junto a su hermano y bajó las escaleras muy deprisa.

David soltó un suspiro, todavía sin poder creerlo. Se acercó a la ventana y la abrió, dejó que entrara el frío. Se pasó la mano por el pelo.

Él no sería capaz de olvidar. Estaba seguro. Porque no quería olvidar.

22 de noviembre de 2011

XXVI.

El aullido de terror de la primogénita Freg se estrelló contra el cielo. Fue como si se hubieran roto miles de cristales. El Cazador de Estrellas pasó sobre las cabezas de los mellizos y los hizo caer sobre el barro. El pájaro se metió en la casa, detrás de la sombra negra.

Escucharon gritos, el quebrar de los cristales, la madera partiéndose en mil astillas. Como si la casa estuviera explotando por dentro. Por las ventanas rotas salieron disparados los cuerpos desmembrados. El espectro negro chillaba. David se mareó y creyó que se desmayaría. Dentro de su cabeza, se desgañitaba un coro de voces. Nunca había escuchado nada tan horrible. Ana jadeó, lo vio desfallecer.

El canto nocturno del Cazador de Estrellas les entró en los oídos como una aguja. Hirió sus cabezas. El ave reventó el techo y salió, majestuosa y brillante, bajo las estrellas. Todo su cuerpo estaba manchado de sangre negra. En el pico quedaban restos de la tela putrefacta que había cubierto al fantasma carnívoro.

David se derrumbó en el suelo, con los ojos entrecerrados.

Ana gimió y las lágrimas saladas se mezclaron con la tierra de su rostro.

—No... —sollozó—. ¿Por qué? ¿Por qué…?

La granja estaba destrozada. En el marco de una de las ventanas el cuerpo de una de las hijas de los Freg colgaba, como un harapo. Se balanceaba al son del viento. El Cazador de Estrellas se posó en medio del patio. Sangre, destrucción, muerte. Y silencio. El peor silencio de todos.

Ana tomó aire con violencia y se hizo un ovillo junto al cuerpo de su hermano. Los nervios la hicieron rozar la histeria. No pudo contenerse y lanzó un grito de dolor, se apretó la cara con las manos. Nada alrededor podía escuchar su desgarrado lamento. Nada.

El Cazador de Estrellas se acercó a ellos, muy despacio. Bajó la cabeza y rozó con su negro pico la cabeza de David. Él no se movió, pero soltó un quejido ronco. Las plumas azuladas rozaron la barbilla de Ana. Ella levantó la cabeza y apenas distinguió al ave, se le nublaba la vista. Dentro del pecho, su medio corazón latía muy deprisa. Temblaba. Tenía miedo. No sabía qué hacer.

El místico animal la miraba directamente. Como si pudiera alimentarse de ese miedo. Bajó la cabeza hasta tenerla a ras de suelo. Apoyó el pico en la frente de Ana; estaba tan frío como el agua del lado. Pareció emitir un arrullo, un sonido que tranquilizó a la muchacha y le devolvió, por un momento, la calma. El Cazador de Estrellas pareció complacido.

Ana se puso de pie, temblando. Se limpió el barro de la cara y miró a su alrededor. El olor de la muerte le dio una arcada. Se apoyó en el murete de piedra y vomitó. El Cazador de Estrellas volvió a su posición erguida. David tosió, abrió los ojos, intentó recuperar el aire. Ana fue hasta él y volvió a caerse sobre el barro.

—David… —de nuevo, se echó a llorar —. David…

Él tardó un poco en reponerse. Su hermana lo ayudó a ponerse de pie. Se cogieron muy fuerte y, sin querer, un par de lágrimas resbalaron también por la cara del mellizo. El viento de la noche las congeló sobre su piel. Hacía frío. Pero el frío que sentían por dentro los dos hermanos era mucho mayor. Ninguno sabía qué hacer. No tenían ni idea.

El Cazador de Estrellas se cansó de esperar. Alzó el vuelo y se perdió en el cielo.

Los hermanos Cambroix se quedaron quietos, de pie, un rato más. Al final, David hizo acopio de sentido común, tomó a su hermana de la cintura y empezó a caminar muy despacio hacia Saint Polain. Detrás de ellos dejaron los cadáveres y el destrozo, pero el olor a muerte los perseguía. Se pegó a su ropa y los custodió por el sendero como un perro fiel.

3 de noviembre de 2011

XXV.

El Cazador de Estrellas hundió las garras en el pecho de la criatura, que aulló y salió despedida hacia detrás. Hizo un ruido seco al hundirse en el lago. El ave se elevó sobre el agua y sacudió la cabeza. Llovieron plumas brillantes como el cristal. David refrenó su carrera, levantando polvo. Los ojos negros del pájaro volvieron a transmitirle esa sensación de placer y bienestar, a la vez excitante.

No. Fuera.

El muchacho negó con la cabeza. El Cazador de Estrellas le mandó un gruñido. Aún así, su voz era hermosa.

Correr. Salir. Fuera.

El cuerpo muerto y negro asomó sus ojos brillantes en la superficie, y se lanzó como una fiera, con las garras por delante, sobre David. El joven apenas tuvo tiempo de verlo venir. Le llegó el chillido de su hermana y un nuevo gruñido, mucho más agresivo que el anterior, del místico pájaro.

El Cazador de Estrellas clavó las garras en la espalda de la criatura negra y la lanzó contra los árboles, lejos de David, antes de que pudiera tocarle. Sobre la ropa del joven se quedó impregnado, sin embargo, su olor. Un olor que punzaba los nervios del muchacho hasta la histeria.

El pájaro lo miró fijamente. David sintió que su cuerpo se encogía y que le dolía el pecho. Le faltó el aire. La voz del pájaro retumbó entre sus orejas.

Fuera.

Ana cayó de rodillas a su lado, gritando de dolor. David entendió la agresiva orden. Agarró de la mano a su melliza y echó a correr en dirección al bosque. A pesar del impulso, le fallaron las piernas y fue ella la que tuvo que arrastrarlo lejos del lago. En sus cabezas reverberaban los gritos de la pelea.

Los hermanos Cambroix se detuvieron a tomar aliento cuando ya estaba fuera del bosque. No se percataron de que el murete de piedra sobre el que se dejaron caer pertenecía a la granja de los Freg, porque ya no había ni un solo perro para ladrarles.

Buscaron aire con desesperación.

—¿Era lo mismo? —jadeó David—. ¿Esa cosa era lo mismo que nos atacó anoche?

—Podría jurar que sí —respondió Ana—. ¡Pero lo vimos morir! ¿Es que hay más? ¿Fue esa cosa la que mató a los Freg?

—Ha vuelto a salvarnos... —boqueó David, con el pecho agitándose a toda velocidad—. Me ha salvado la vida. Y nos estaba advirtiendo…

—Eso ahora no importa. Tenemos… que volver a casa, David —le instó su hermana. Quería convencerse de que todo aquello no era más que una terrible pesadilla, un mal sueño, una maldición nocturna. Aunque sabía que estaba equivocada.

El sonido de las bisagras chirriando les puso tensos.

—¿Quién está ahí? —se desgañitó la hija mayor de los Freg, asomada por la rendija de la puerta.

Un aullido hizo temblar hasta a las piedras del camino. Los mellizos vieron salir del bosque a esa criatura negra y podrida, arrastrándose a una velocidad de vértigo. Hundía las garras en la tierra, porque parecía no tener piernas, y avanzaba a toda prisa hacia ellos. Las copas de los árboles escupieron al Cazador de Estrellas, que se lanzó en picado sobre el ser negro.

Éste, a su vez, saltó sobre los mellizos.

—¿Quién es? —balbuceó la mujer, al otro lado de la puerta. La abrió de par en par, saliendo al frío de la noche. La luz de dentro proyectó su figura en la tierra; se descubrió como el blanco perfecto.

La criatura negra pareció jadear de puro júbilo. Con la tela rasgada con la que se cubría, rozó a los hermanos al encogerse sobre el murete. Se arqueó como un gato. Escucharon su respiración pesada y ansiosa, como los perros excitados por el olor de la sangre. Ana se dio cuenta de que estaba tomando impulso para saltar. El Cazador de Estrellas impactó contra el suelo y David se encogió por un nuevo dolor en el pecho.

—¡No! —chilló Ana, estirando la mano hacia la puerta—. ¡No salgas!