Empezó a amanecer cuando alcanzaron el puentecillo de madera sobre uno de los brazos del Märitt. Le daba la vuelta a lo que había sido la primera construcción de Saint Polain. El pueblo había crecido tanto los últimos años que ese río había pasado a ser parte de su urbanismo. El puente estaba terminándose, y los sillares de piedra a mitad de labrar tenían restos de escarcha. Cruzaron despacio, en silencio. Ninguno dijo una palabra.
En las calles, la actividad diaria empezaba. Todo el mundo seguía con su vida, ajenos al macabro espectáculo que los hermanos habían presenciado, ajenos al nido de podredumbre que había quedado en casa de los Freg, ajenos al Cazador de Estrellas, al espectro negro. A todo. Nadie sabía nada.
David, teniendo en cuenta el silencio que los había invadido, se dijo que nunca nadie lo sabría.
Claudine estaba abriendo la tienda. Los recibió con una sonrisa animada y su particular energía.
—¡Vaya, qué madrugadores! Héctor me ha dicho que no estabais arriba, pero que tampoco os ha escuchado salir. ¿De dónde venís?
Ana se encogió junto a su hermano. Él no supo contestar. Claudine se sacudió las manos y los miró. Su sonrisa desapareció.
—¿Qué ocurre? Os habéis puesto muy pálidos…
—Dábamos un paseo —consiguió decir la melliza. Intentó esbozar una mueca sonriente, que le quedó horrible —. Salimos con poco abrigo. Somos… somos despistados, nos hemos quedado helados.
—¡Buenos días, David! —saludó Eric, asomando la cabeza —. Buenos días, Ana. ¿Cómo es que os habéis levantado tan temprano?
—Nos apetecía caminar —dijo el mellizo, de manera mecánica.
—¿Caminar? ¿Y cómo habéis salido? —el muchacho arqueó una ceja —. La puerta estaba cerrada.
—La cerramos nosotros, claro —repuso Ana. David tuvo un mal presentimiento—. No íbamos a dejar abierta la tienda, qué tontería…
—¿Y con qué la habéis abierto? —insistió Eric. Se cruzó de brazos —. Sólo hay una llave, y la tiene mi madre.
Claudine se contaigó de la sospecha de su hijo. Se volvió despacio hacia los mellizos y dijo, muy tranquila:
—Hijos, sé que puedo confiar en vosotros y de hecho confío, lo prometo. Pero… pero me da la sensación de que estáis escondiendo algo. Eric tiene razón. La puerta de la tienda se cierra con una llave, y esa llave la guardo yo, siempre. ¿Cómo habéis salido por la puerta… sin ella?
Ana suspiró, cansada.
—A ti no podemos mentirte, Claudine…
A David le dio un escalofrío. Miró a su hermana con los ojos muy abiertos. No se le ocurriría decir la verdad, era demasiado irreal. ¡Era una locura! “Claudine, salimos por la ventana porque un pajarraco nos ha comido medio corazón y ahora vemos en la oscuridad”, ¿era eso lo que pensaba decirle? Su cabeza intentó buscar una respuesta, salir del paso, a toda velocidad. No se le ocurría nada.
Desesperado, cogió la mano de Ana y la apretó con fuerza, como advertencia. Ella pareció ignorarlo.
—Salimos por la ventana.
Claudine y Eric Begnat arquearon la misma ceja, al mismo tiempo.
—¿Por la ventana? —preguntaron.
—Sí —Ana asintió. David resopló—. Es decir… yo salí por la ventana. David solo me siguió.
El mellizo se unió al arqueamiento de ceja.
—¿Qué? —graznó Eric —. ¿Pero tú estás loca? ¿Para qué quieres salir por la ventana de madrugada?
—Quería… —se ruborizó, ocultó la cara tras el pelo —. Quería ver a alguien…
Eric quería seguir su batalla de preguntas, pero Claudine pareció tener bastante. Escondió una carcajada y les dijo a los mellizos que se metieran en casa. Tenían un día duro por delante. Su hijo protestó.
—Espera, ¿y ese barro? ¿Madre, has visto lo sucios que están? ¿Es que no vas a decir nada? ¿Te parece normal?
—Silencio, Eric. Me da igual lo que haya pasado esta madrugada —lo cortó ella. Le guiñó un ojo a Ana —. Yo también he sido joven.
David contuvo el suspiro de alivio. La señora Begnat fue hasta él y le propinó una caricia maliciosa en la mejilla.
—Algún día tendrás que dejar que otro hombre se acerque a tu hermana, muchachito. ¡No puedes acapararla para siempre!
Él creyó sonreír. Claudine, muy divertida, fue a contarle a Héctor, que estaba sentado en la cocina, la escapada nocturna de Ana para ver a su enamorado y la escena de celos que probablemente había provocado David. El muchacho ciego soltó una carcajada y meneó la cabeza. Sus polluelos crecían, bromeaba con la costurera. Los mellizos no le prestaron atención.
Arriba, se dejaron caer en la cama, exhaustos.
—Se lo ha creído… —musitó David —. ¡Ja! ¡Se lo ha creído! ¡Impensable! Bendigo tu ágil mente, hermanita.
Ana se retiró el pelo de la cara. Suspiraron al mismo tiempo y se abrazaron, tendidos sobre la colcha. La chica escuchaba el débil sonido del corazón de su hermano. Le puso la mano en el pecho y él le apretó los dedos con cariño.
—¿Qué va a pasar ahora? —susurró David, y hundió la nariz en el pelo oscuro de su melliza.
—No lo sé —confesó ella —. Pero creo que lo mejor será… que olvidemos todo esto.
David se incorporó. Le sorprendió bastante el enfado que esas palabras habían provocado dentro de él. Su hermana se puso de pie y fue hasta la ventana. Él negó con la cabeza, incrédulo.
—¿Olvidarlo? —repitió, intentando no gritar. Caminó por la habitación, con las manos en la cabeza —. ¿Crees en serio poder olvidar algo así? ¡Revive esta noche, Ana! No podemos ignorar todo cuanto ha pasado. Levitar encima del agua, ver en la oscuridad, el Cazador de Estrellas… Por Dios, ¡nuestro corazón ya no está entero! ¿Crees en serio poder olvidar algo así?
—¡Sí! —chilló ella. Se dio la vuelta y su pelo negro golpeó el cristal —. No sé si podré olvidarlo, pero lo intentaré, ¡intentaré borrarlo de mi mente! ¡Para siempre! ¡Olvidaré todo, toda esta locura! —se sostuvieron la mirada, un momento. Los iris de los dos volvieron a ser los de antes, no había ni rastro de la plata. A Ana le temblaron los labios —. Sólo ha sido una pesadilla. Una pesadilla. Nada más.
Pasó junto a su hermano y bajó las escaleras muy deprisa.
David soltó un suspiro, todavía sin poder creerlo. Se acercó a la ventana y la abrió, dejó que entrara el frío. Se pasó la mano por el pelo.
Él no sería capaz de olvidar. Estaba seguro. Porque no quería olvidar.