Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

24 de julio de 2011

X.

El Cazador de Estrellas

En las noches sin luna, el Cazador de Estrellas recorre el cielo, apagando los astros con sus garras. Los engulle y los guarda en su interior, absorbe su poder y su esencia para poder vivir una noche más.

En las noches de luna menguante, el Cazador de Estrellas se lanza sobre la Tierra y se ríe de la Luna porque sabe que jamás podrá ser capturado.

Se dice que si se canta esta canción, que tiene tantos años como las propias piedras, el Cazador de Estrellas acude a la llamada y repta por el cielo, como una serpiente de plata.

Se dice que si alguien lograra si quiera acercarse, la luz que desprenden sus ojos lo cegaría y le haría perder la razón.

Se dice que el Cazador de Estrellas también devora corazones humanos llenos de luz, como las estrellas, y que con su fuerza puede presentarse bajo la Luna sin ser dañado.

La Luna quiere capturarlo, pero no podrá nunca.

Se dice que el Cazador de Estrellas responde siempre a la llamada.

Cuando la luna se levanta en el cielo

y pretendes volver atrás,

tu camino se postra a tus pies

y en sus pupilas la luz te reflejará.

Si deseas contemplar

su plumaje brillante

y sus lágrimas como plata,

mira la bóveda del cielo sobre ti

y siente que el viento te abraza.

Míralo, mírala, mírale

brillando bajo la Luna.

Míralo, mírala, mírale

entre la niebla y la bruma.

Contempla un mundo muriendo bajo sus garras.

Contempla al Cazador de Estrellas mientras el mundo estalla.

21 de julio de 2011

IX.

Ana estudió la respuesta. Y finalmente, meneó la cabeza de lado a lado. El Cazador de Estrellas. Una leyenda que perseguía al pueblo de Saint Polain.

—¿Te crees esas historias de niños? —preguntó, intentando esconder detrás de su pelo negro la sonrisa que se le había dibujado.

—¿Y por qué no? —respondió su mellizo, apoyando la mejilla en su espalda, sin deshacer el abrazo—. Son bonitas. ¿Te lo imaginas? Canturrear una canción y ver aparecer a un pájaro precioso, brillando como las estrellas que se come. ¿De verdad no te gustaría?

—Estás en las nubes, David —se rió Ana.

—Se está muy bien allí contigo, entonces.

Se rieron juntos. La oscuridad cada vez era mayor y no tardarían en necesitar una vela para poder ver algo más que la silueta de sus cuerpos recortadas al lado de la ventana. El pueblo empezaba a silenciarse. Los ladridos de los perros sonaban un tono más triste. Las ventanas chirriaban y los grillos afinaban sus gargantas para el canto nocturno.

David levantó la cabeza casi al mismo tiempo que su hermana cuando escucharon que llamaban a la puerta. Por la ventana, el azul se volvió negro muy rápidamente. Un par de nubarrones ocultaron las estrellas. Ana se puso de pie; el lugar donde los brazos de su hermano habían retenido calor se enfrió muy deprisa.

—¿A estas horas quién es? —preguntó al aire.

Escucharon a Daga dar un ladrido. Y supieron que tenían que bajar.

En el primer piso, una pequeña figura apareció delante de Claudine, que sostenía la puerta sin terminar de creerse lo que veía.

—¡Angela, niña! ¿Qué haces a estas horas fuera de casa? ¿Sabe tu madre que has venido?

—Quería ver a David —murmuró la niña, empujando a la mujer con los brazos para entrar en la habitación contigua a la tienda.

Daga ladró por su presencia, asustándola. Se agarró a las faldas de Claudine, que con un gesto hizo callar a la perra, y sentó a la niña en una de las sillas que desde el desayuno estaban junto a la mesa.

—Mi cielo, no puedes andar tú sola por ahí cuando ha oscurecido. ¿Y si te pasara algo?

—Calma, Daga, calma. ¿No ves que es Ángela? —Héctor acariciaba a la perra, que seguía rígida—. Tú la conoces, tú juegas con ella. Anda, no gruñas.

La niña apretó las manos, mirando al animal con aprensión. Claudine se percató de esa mirada y suspiró. Relacionó los ladridos de la perra con la visión del muerto colgado boca abajo que habían visto. Le pasó la mano por el rostro, deseando que su marido y su hijo regresaran pronto. En representación de la familia, se habían quedado a compartir la precaria comida que las mujeres Freg ofrecieron después del entierro. Lucien y Eric habían hecho el camino miles de veces, pero Claudine no podía evitar temblar cuando pensaba en el mundo fuera de su casa.

Ahora mismo, la noche le daba miedo.

—¿Ángela? —Ana apareció por las escaleras y apoyó una mano en la cadera—. ¿Qué estás haciendo tú aquí? Es muy tarde para que andes sola.

—Ya me lo ha dicho Claudine —replicó ella, arrugando la nariz. Pero cuando vio a David asomar la cabeza por detrás de su hermana, se olvidó de la muchacha y prácticamente corrió a los brazos del chico—. ¡Oh, David!

—¡Ángela! ¿Por qué estás aquí? —él se arrodilló e hizo que la niña lo mirara a los ojos—. ¿Es que ha pasado algo malo, pequeña? ¿Y tus padres?

Ella negó con la cabeza, acariciando la mejilla de David con sus largos mechones cobrizos. Sus ojos claros brillaban con la luz de las lámparas y la chimenea, que caldeaba la habitación. La barbilla le temblaba.

David abrazó a la niña sin querer preguntar nada más. A su lado, Ana los observaba sin saber qué pensar con exactitud.

Ángela Focq era la hija menor de los panaderos del pueblo. Tenía trece años, el rostro cubierto de pecas, el cabello castaño cobrizo y unos enormes ojos azules, curiosos y vivaces. Era una niña de naturaleza desobediente, así que no le extrañaba que se encontrara allí sin permiso. Lo que intrigaba a Ana era el amor repentino que parecía tener la niña con su hermano.

Suspiró.

David deshizo un momento el abrazo. Ángela se apresuró a agarrar las mangas de la camisa negra del muchacho, para asegurarse de que no rompían el contacto. Él tomó aire antes de empezar a hablar.

—Ángela, ¿por qué has venido? —preguntó muy suavemente.

Ella bajó la cabeza. Volvía a temblarle la barbilla.

—Tenía miedo —balbuceó—. El hijo del señor Freg estaba colgando del árbol... —empezó a respirar a toda velocidad. Abrió mucho los ojos—. ¡Estaba colgado! ¡Y se le salían las tripas! ¡David!

—¡Ángela! —exclamó Claudine, poniéndose de pie.

—Shh... —David la estrelló contra su pecho muy fuerte, para ahogar el chillido. Era él quien se estaba poniendo nervioso—. Tranquila, pequeña. No pasa nada. Olvídalo.

—Deberíamos llevarla a casa —murmuró Ana—. Ya va siendo hora de que cenen.

—¡No! —Ángela clavó las uñas en la piel de David, exactamente igual que esa mañana. Él podía percibir la histeria en su pequeño cuerpo—. ¡No quiero, no quiero! ¡No quiero salir a la calle, tengo miedo!

—Que se quede —habló Héctor, sosteniendo a Daga. La perra se alteraba con los gritos—. Deja que se quede con nosotros, Claudine. La niña... no está en condiciones de volver a casa. Sus padres lo comprenderán.

—¿Y quién va a avisarlos? —quiso saber la mujer, mirando de reojo a la niña.

David miró a su hermana. Fue suficiente.

—Cuando se duerma, iremos nosotros —dijo Ana. Se agachó y acarició el pelo de la chiquilla con cariño, recordando los ojos del hijo menor de los Freg—. No te preocupes, Ángela. Esta noche te quedarás con nosotros.

17 de julio de 2011

VIII.

En la iglesia de Saint Polain se congregó la población para despedir los restos mortales de los tres hombres de la familia Freg. La aguja y el hilo, como antes le había explicado David a Eric, se necesitaban para coser los cuerpos y meterlos en los féretros. Durante el resto del día, el matrimonio Begnat estuvo arreglando los cadáveres de los tres con ayuda del médico del pueblo y familiares cercanos. Los cosieron, los limpiaron y los vistieron para meterlos en los ataúdes.

En otras circunstancias, los muertos de los Freg, que no eran una familia especialmente adinerada, habrían ido a parar a una de las fosas comunes en el cementerio de cal blanca del pueblo. Pero el asesinato había sido tan horrible que todo el pueblo puso de su parte para rendirles un modesto homenaje al granjero y sus dos hijos varones.

Dentro de la iglesia hacía frío. Incluso más frío que fuera. Como si la parca presidiera la ceremonia con su helado manto, tapando las cabezas de las mujeres con pesados velos y nublando la vista de los hombres. Las velas encendidas apenas iluminaban al sacerdote, de espaldas a los feligreses y con los brazos alzados hacia el ábside. Le daba una nota de humor negro que no se viera otra cosa que maderos por colocar y piedras fuera de sitio. Con la llegada de la prosperidad a la Marca, los ricos beatos habían hecho una donación considerable a la iglesia, que estaba siendo ampliada por un arquitecto de la capital que se alojaba en su casa. La religiosa esposa había exigido que se iniciaran las obras por la cabecera, para no interrumpir el culto más de lo necesario. Pero se había comenzado la reforma hacía apenas una semana, y la iglesia estaba patas arriba. Nada apropiada para un funeral.

Pero quién iba a esperar que asesinaran a tres personas.

David se frotó las manos contra los pantalones oscuros que se había puesto. Junto con otros muchachos, había enterrado los cadáveres destrozados de los perros a las afueras pueblo y no había conseguido quitarse el hedor de los dedos. Era como si la capa de mugre le escociera sobre la piel. Como si la muerte lo hubiera engalanado con sus guantes. Se frotó con más fuerza, hasta enrojecer la piel. No había manera de eliminar aquella peste.

Ana mantenía la mirada fija en el crucifijo de madera, que asomaba detrás de los andamios, y no decía nada. Había estado todo el día callada. Sin decir una sola palabra.

Después de que los cuerpos hubieran sido cosidos y vestidos, se había encargado de limpiarle la cara al menor de los hijos. Al que habían encontrado colgando del ciprés. Todavía se preguntaba cómo el árbol no había cedido con el peso del cuerpo. Y por qué, si en el bosque había muchos más árboles, por qué en el ciprés. Era endeble, resistente pero fino. ¿Por qué el ciprés? ¿Y quién podía haber hecho algo tan inhumano? ¿Por qué?

Ana tenía grabado en la memoria el rostro de aquel muchacho. En su cara se había quedado plasmado el momento de máximo terror, con los músculos tensados y los ojos muy abiertos. Ella misma los había cerrado. Su boca estaba medio abierta, como queriendo proferir un grito mudo. Esos ojos, esa mirada despavorida. Era como si en sus pupilas se hubiera retenido la imagen de quien lo había asesinado. Si se pudiera ver a través de las retinas...

El paseo hasta el cementerio se hizo más rápido que de costumbre. Ni los muertos eran tan importantes ni acompañaban el ánimo y el tiempo. El matrimonio Begnat intercambió unas palabras de afecto y pésame con la viuda y las hijas. Las muchachas lloraban y atendían a quienes se acercaban. La mujer no movía los labios. Apenas parpadeaba. David se detuvo un momento en aquellos ojos vacíos; era como si ya no fuera consciente de que el mundo no se había parado, como lo había hecho su corazón.

Cerca de los lagos de Saint Polain crecía una variedad de tulipanes azules muy rara en toda la Marca. Rara, porque sólo crecía en invierno. En el pueblo se la conocía como “luz de estrella”. El mellizo se acercó a dejar una sobre la tumba de los desafortunados, y un escalofrío le recorrió el brazo. empezaba a irse todo el mundo, la noche estaba al caer. El primer lucero despuntó en el norte.

Las viejas se arremolinaron junto a la sepultura, la misma para los tres cuerpos. Se cogieron de las manos y, con voz quebrada, empezaron a cantar.

Ahora duermes, te duermes,

estás dormido.

El sol viene y la luna se va.

El Réquiem para la distancia. Una canción que David había aprendido de pequeño. La canción más triste que jamás había escuchado.

Duermes, estás dormido.

La mano de su hermana lo tomó del brazo. se estrechó contra él y cantaron en voz muy baja:

El viento te dice adiós

y tú duermes, lejos de casa.

¿Cuándo vas a volver?

¿Cuándo voy a volverte a ver?

Duermes, estás dormido.

El sol viene y la luna se va.

Tenemos miedo, todos nos asustamos

porque el mundo se muere

y se deshace cada día.

Mientras, tú duermes.

Estás dormido y tus labios sonríen.

Sonríes, tan lejos de mí, tan lejos de casa.

Duermes, tan lejos de mí, tan lejos de casa.

¿Cuándo vas a despertar?

¿Cuándo vas a volver a casa?

Duermes, ahora duermes.

Te alejas mientras duermes,

en una barca de plata.

El río te lleva,

lejos de mí, lejos de casa.

Te vas.

Y sigues dormido.

Te digo adiós con la luna en la mirada.

Y mientras te vas,

mi mundo muere.

Cuando llegaron a casa, la muchacha subió directamente a su habitación en el piso de arriba. El sol empezaba a morir en el horizonte, tiñendo el cielo de malva y rosado. Ana se desprendió el velo negro que le cubría la cara y toda su melena rizada cayó sobre su espalda como una cascada. Se sentó en la cama y se cubrió la cara con las manos, exhausta. Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo esos ojos claros, presas del terror.

David subió las escaleras en silencio y vio a su hermana hecha un ovillo en el borde de la cama. Se quitó la chaqueta con tranquilidad y la dejó sobre las sábanas. Después se sentó y rodeó la cintura de la chica con los brazos, apoyando la barbilla entre los rizos negros.

—¿Te encuentras bien?

—Me duele la cabeza —contestó ella, bajando las manos para entrelazarlas contra las de su hermano—. ¿Quién, David? ¿Y por qué?

David suspiró y agachó la cabeza. Con la frente aplastaba el suave cabello de su hermana. El frío empezaba a colarse por las rendijas de las ventanas. Tenía hambre y le pesaba la cabeza. Quería meterse en la cama y olvidar con el sueño. Pero tampoco podía borrar la visión de los cuerpos en el suelo, la sangre, el olor de la muerte en sus manos. Se estremeció cuando recordó que todavía lo tenía pegado a los dedos.

Ana olfateó el aire y tiró de la mano de su mellizo. David se resistió, pero no pudo evitar que su hermana inhalara el hedor.

—David... —ahogó ella. Giró la cabeza para mirar los ojos turbados de su hermano.

—He enterrado a los perros —murmuró—. No sé cuántas veces me he lavado las manos, no consigo quitarme esta peste —el final de la frase fue un deje de rabia.

Se quedaron callados un momento. Ana contempló las primeras estrellas por la ventana abierta, sin poder deshacerse de esos ojos asustados. Se mordió el labio y apretó muy fuerte las manos de David. El cielo se oscurecía muy despacio.

El mellizo levantó la cabeza y se quedó mirando las estrellas también.

—Esta noche es la última de luna menguante —comentó.

—¿Y qué?

—Nada. Hoy es la noche en la que vuela el Cazador de Estrellas.