En la iglesia de Saint Polain se congregó la población para despedir los restos mortales de los tres hombres de la familia Freg. La aguja y el hilo, como antes le había explicado David a Eric, se necesitaban para coser los cuerpos y meterlos en los féretros. Durante el resto del día, el matrimonio Begnat estuvo arreglando los cadáveres de los tres con ayuda del médico del pueblo y familiares cercanos. Los cosieron, los limpiaron y los vistieron para meterlos en los ataúdes.
En otras circunstancias, los muertos de los Freg, que no eran una familia especialmente adinerada, habrían ido a parar a una de las fosas comunes en el cementerio de cal blanca del pueblo. Pero el asesinato había sido tan horrible que todo el pueblo puso de su parte para rendirles un modesto homenaje al granjero y sus dos hijos varones.
Dentro de la iglesia hacía frío. Incluso más frío que fuera. Como si la parca presidiera la ceremonia con su helado manto, tapando las cabezas de las mujeres con pesados velos y nublando la vista de los hombres. Las velas encendidas apenas iluminaban al sacerdote, de espaldas a los feligreses y con los brazos alzados hacia el ábside. Le daba una nota de humor negro que no se viera otra cosa que maderos por colocar y piedras fuera de sitio. Con la llegada de la prosperidad a la Marca, los ricos beatos habían hecho una donación considerable a la iglesia, que estaba siendo ampliada por un arquitecto de la capital que se alojaba en su casa. La religiosa esposa había exigido que se iniciaran las obras por la cabecera, para no interrumpir el culto más de lo necesario. Pero se había comenzado la reforma hacía apenas una semana, y la iglesia estaba patas arriba. Nada apropiada para un funeral.
Pero quién iba a esperar que asesinaran a tres personas.
David se frotó las manos contra los pantalones oscuros que se había puesto. Junto con otros muchachos, había enterrado los cadáveres destrozados de los perros a las afueras pueblo y no había conseguido quitarse el hedor de los dedos. Era como si la capa de mugre le escociera sobre la piel. Como si la muerte lo hubiera engalanado con sus guantes. Se frotó con más fuerza, hasta enrojecer la piel. No había manera de eliminar aquella peste.
Ana mantenía la mirada fija en el crucifijo de madera, que asomaba detrás de los andamios, y no decía nada. Había estado todo el día callada. Sin decir una sola palabra.
Después de que los cuerpos hubieran sido cosidos y vestidos, se había encargado de limpiarle la cara al menor de los hijos. Al que habían encontrado colgando del ciprés. Todavía se preguntaba cómo el árbol no había cedido con el peso del cuerpo. Y por qué, si en el bosque había muchos más árboles, por qué en el ciprés. Era endeble, resistente pero fino. ¿Por qué el ciprés? ¿Y quién podía haber hecho algo tan inhumano? ¿Por qué?
Ana tenía grabado en la memoria el rostro de aquel muchacho. En su cara se había quedado plasmado el momento de máximo terror, con los músculos tensados y los ojos muy abiertos. Ella misma los había cerrado. Su boca estaba medio abierta, como queriendo proferir un grito mudo. Esos ojos, esa mirada despavorida. Era como si en sus pupilas se hubiera retenido la imagen de quien lo había asesinado. Si se pudiera ver a través de las retinas...
El paseo hasta el cementerio se hizo más rápido que de costumbre. Ni los muertos eran tan importantes ni acompañaban el ánimo y el tiempo. El matrimonio Begnat intercambió unas palabras de afecto y pésame con la viuda y las hijas. Las muchachas lloraban y atendían a quienes se acercaban. La mujer no movía los labios. Apenas parpadeaba. David se detuvo un momento en aquellos ojos vacíos; era como si ya no fuera consciente de que el mundo no se había parado, como lo había hecho su corazón.
Cerca de los lagos de Saint Polain crecía una variedad de tulipanes azules muy rara en toda la Marca. Rara, porque sólo crecía en invierno. En el pueblo se la conocía como “luz de estrella”. El mellizo se acercó a dejar una sobre la tumba de los desafortunados, y un escalofrío le recorrió el brazo. empezaba a irse todo el mundo, la noche estaba al caer. El primer lucero despuntó en el norte.
Las viejas se arremolinaron junto a la sepultura, la misma para los tres cuerpos. Se cogieron de las manos y, con voz quebrada, empezaron a cantar.
—Ahora duermes, te duermes,
estás dormido.
El sol viene y la luna se va.
El Réquiem para la distancia. Una canción que David había aprendido de pequeño. La canción más triste que jamás había escuchado.
—Duermes, estás dormido.
La mano de su hermana lo tomó del brazo. se estrechó contra él y cantaron en voz muy baja:
—El viento te dice adiós
y tú duermes, lejos de casa.
¿Cuándo vas a volver?
¿Cuándo voy a volverte a ver?
Duermes, estás dormido.
El sol viene y la luna se va.
Tenemos miedo, todos nos asustamos
porque el mundo se muere
y se deshace cada día.
Mientras, tú duermes.
Estás dormido y tus labios sonríen.
Sonríes, tan lejos de mí, tan lejos de casa.
Duermes, tan lejos de mí, tan lejos de casa.
¿Cuándo vas a despertar?
¿Cuándo vas a volver a casa?
Duermes, ahora duermes.
Te alejas mientras duermes,
en una barca de plata.
El río te lleva,
lejos de mí, lejos de casa.
Te vas.
Y sigues dormido.
Te digo adiós con la luna en la mirada.
Y mientras te vas,
mi mundo muere.
Cuando llegaron a casa, la muchacha subió directamente a su habitación en el piso de arriba. El sol empezaba a morir en el horizonte, tiñendo el cielo de malva y rosado. Ana se desprendió el velo negro que le cubría la cara y toda su melena rizada cayó sobre su espalda como una cascada. Se sentó en la cama y se cubrió la cara con las manos, exhausta. Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo esos ojos claros, presas del terror.
David subió las escaleras en silencio y vio a su hermana hecha un ovillo en el borde de la cama. Se quitó la chaqueta con tranquilidad y la dejó sobre las sábanas. Después se sentó y rodeó la cintura de la chica con los brazos, apoyando la barbilla entre los rizos negros.
—¿Te encuentras bien?
—Me duele la cabeza —contestó ella, bajando las manos para entrelazarlas contra las de su hermano—. ¿Quién, David? ¿Y por qué?
David suspiró y agachó la cabeza. Con la frente aplastaba el suave cabello de su hermana. El frío empezaba a colarse por las rendijas de las ventanas. Tenía hambre y le pesaba la cabeza. Quería meterse en la cama y olvidar con el sueño. Pero tampoco podía borrar la visión de los cuerpos en el suelo, la sangre, el olor de la muerte en sus manos. Se estremeció cuando recordó que todavía lo tenía pegado a los dedos.
Ana olfateó el aire y tiró de la mano de su mellizo. David se resistió, pero no pudo evitar que su hermana inhalara el hedor.
—David... —ahogó ella. Giró la cabeza para mirar los ojos turbados de su hermano.
—He enterrado a los perros —murmuró—. No sé cuántas veces me he lavado las manos, no consigo quitarme esta peste —el final de la frase fue un deje de rabia.
Se quedaron callados un momento. Ana contempló las primeras estrellas por la ventana abierta, sin poder deshacerse de esos ojos asustados. Se mordió el labio y apretó muy fuerte las manos de David. El cielo se oscurecía muy despacio.
El mellizo levantó la cabeza y se quedó mirando las estrellas también.
—Esta noche es la última de luna menguante —comentó.
—¿Y qué?
—Nada. Hoy es la noche en la que vuela el Cazador de Estrellas.