Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

30 de diciembre de 2011

XXXII.

El guardia volvió a resoplar, miró en derredor. Sus compañeros de profesión amontonaban los cadáveres y apartaban a la gente como podían. Pidieron ayuda a un par de hombres en estado más o menos calmado, para registrar la granja. No faltaron los gritos de sorpresa o las invocaciones a Dios. David no había puesto un pie dentro de la casa, pero no le hacía falta.

Volvió las pupilas al hombre recién aparecido. Se puso rígido, hizo una leve inclinación.

—Capitán Lorraine…

—No hace falta que te agaches, David —suspiró —. Seré directo. Dime qué has venido a hacer aquí. Nos sobran mirones y curiosos.

El mellizo se encogió. Conocía al capitán Lorraine desde que era un niño, y el capitán los conocía a él y a sus hermanos desde su nacimiento. Hans Lorraine había sido compañero y amigo de su padre. Se conocieron en la academia de instrucción militar de Exeter. Después habían vuelto al pueblo, porque el padre de los mellizos iba a casarse. El capitán era una de las personas que más había sentido la pérdida de los dos. Desde aquello, David y Ana lo habían visto convertirse en una persona todavía más reservada, fría, profesional. Había un rumor corriendo por el pueblo que decía que el capitán Lorraine estuvo enamorado desde siempre de la madre de los mellizos, pero aquello eran habladurías de viejas. David sabía lo mucho que aquel hombre quería a su esposa y a sus hijos. Tragó saliva y bajó la cabeza.

—La verdad es que no conocía mucho a los Freg… pero sabrá, capitán, que fuimos nosotros los que… “arreglamos” —puso el mayor cuidado en la palabra — los cuerpos antes de su santo entierro. En cuanto me he enterado de esto, no he podido evitar acercarme. Pido perdón por mi intromisión.

El capitán Lorraine no dijo nada, pero pareció gustarle aquella sumisión a la autoridad. Relajó la tensión de sus hombros, su bigote brillaba rojizo con las antorchas. Sus ojos claros estaban agotados. David se atrevió a preguntar, otra vez:

—¿Qué ha ocurrido, capitán?

—Alguien vino hasta aquí y se encontró… esto —señaló con la cabeza —. Aquel hombre —David se volvió. El aludido se golpeaba las sienes con los puños, lloraba, decía que no una y mil veces —. Al parecer, venía a dar el pésame a la señora por la reciente pérdida. Empezó a dar voces, llegó al pueblo chillando como un endemoniado y nos avisó una vecina. No pudimos hacer nada cuando llegamos…

—No han tocado a los animales —anunció otro soldado, que se pasó la mano por el pelo —. Señor, es evidente que, fuera quien fuera, vino directamente a por la familia.

—¿Un asesino?

—No lo sé, señor. Pero hace unos días aparecieron en el bosque los cadáveres del señor Freg y sus hijos. Confío en que lo recuerde.

—Lo recuerdo perfectamente, soldado —inquirió el capitán. Y con su voz enérgica, le quitó a su subordinado las ganas de hablar. En lugar de eso, hizo una breve inclinación y se dirigió a la multitud, para despejar la masa de curiosos. Hans Lorraine suspiró por enésima vez y negó con la cabeza —. No tiene sentido…

—Quizá… ¿un arreglo de cuentas, señor? —intervino otro soldado —. Se desconoce al culpable, pero primero fue por los hombres y luego por las mujeres. Tenía algo con esta familia. Si no, hubiera muerto cualquiera.

—Es posible. Bien pensado, soldado.

David se mordió la lengua para no gritar que era mentira. Su medio corazón latía tan fuerte que temió que se escuchase el ruido. El capitán le dirigió una mirada severa.

—Vete a casa, David. Esto es cosa nuestra…

—¡David!

El mellizo tuvo un escalofrío. Reconocería esa voz siempre, en cualquier lugar. Se dio la vuelta y vio aparecer a su hermana, apartando gente que le recriminaba sus formas. Un soldado la detuvo con un brusco movimiento. En ese momento, empezaron a despejar a la multitud, a mandarlos a sus casas. Casi a empujones, el cuerpo de guardia de Lorraine se deshizo de la masa de vecinos agolpados alrededor de la granja. Ana se vio arrastrada por la multitud.

David, de repente, tuvo miedo. Como si aquello fuera una señal de que la perdía para siempre. Salió corriendo y se metió entre las personas. La luz de las antorchas y la ceniza le herían los ojos.

—¡Ana!

26 de diciembre de 2011

XXXI.

Héctor, todavía conmocionado por su brusco despertar, miraba con sus ojos ciegos a todos lados, intentando comprender. David tragó saliva; sólo consiguió articular un absurdo:

—¿Qué…?

—Se las... Se las han encontrado en su casa —tartamudeó Eric, con los dedos temblorosos, agarrados al marco de la puerta —. Una vecina ha venido a avisarme… por eso la campana… la alarma —miró al mellizo con desesperación —. No sé… mis padres… no sé qué hacer…

—Quédate aquí —David consiguió poner un par de ideas en orden —. Quédate con Héctor y cuida de él, por favor. Daga, aquí. Buena chica. Hermano, me llevo a la perra; puede que sea útil para buscar algún rastro.

Mientras le ataba el collar al animal, le dio instrucciones claras a Héctor y a Eric de no moverse de la casa. Si el aviso había sorprendido al matrimonio y a Ana en la calle, probablemente habrían corrido a la granja de los Freg. Y si no, terminarían volviendo. Ya era de noche. Héctor no dijo nada. A tientas, se sentó en la cama y Eric le colocó una manta por encima, con manos temblorosas. A pesar de su miedo, le puso la mano en el hombro al joven ciego, carraspeó para ahuyentar la tensión y murmuró:

—No te preocupes. Yo cuidaré de ti.

David se enterneció al escucharlo. Se incorporó, se colocó el abrigo y al pasar junto al adolescente le guiñó un ojo. Éste separó los labios, quizá para hablar, pero no lo hizo. Se los mordió con la misma expresión asustada.

Ya con un pie en las escaleras, el mellizo se volvió para mirar a los dos pobres asustados que dejaba en casa. Intentó sonreír.

—Todo irá bien —fue lo único que se le ocurrió. Y salió corriendo con la perra, calle abajo.

El frío se metió por su nariz y le dolieron hasta los ojos. Su parte más irracional albergaba cierta esperanza, pero su medio corazón y todos sus recuerdos le decían qué era exactamente lo que se iba a encontrar.

Salió del pueblo y no tuvo dificultad para llegar a la granja de los Freg. A lo lejos, parpadeaban las llamas de las antorchas. Siguió corriendo. Conforme se acercaba, Daga emitía gruñidos cada vez más roncos. Al llegar, los ladridos de la perra llamaron la atención de todo el mundo. Vio caras conocidas, vecinos, soldados de ronda. Pero en un primer vistazo no encontró ni a su hermana, ni a Lucien, ni a Claudine. Ayudado por los tirones de Daga, consiguió abrirse camino entre el círculo de personas que murmuraba oraciones, lloraba o negaba con la cabeza.

Todo estaba exactamente como lo recordaba. Solo que ahora, bajo las antorchas, la sangre y los cuerpos desmembrados relucían como el oro. La noche aquella habían sido de plata y luz de estrellas. Dentro de él, algo gritó desesperado; guardaba la vaga y quizá absurda esperanza de que todo aquello hubiera sido una pesadilla. Pero no. Sobre el murete y colgando de la ventana estaban los cuerpos de las mujeres. Había un par de rastrojos negros salpicando el suelo. David contuvo la respiración al ver una pluma adherida a uno de ellos.

Daga husmeó el ambiente, dio un par de vueltas. Después, empezó a ladrar como una loca. Se le acercó uno de los soldados, con expresión cansada.

—Controla a tu perra, muchacho.

David se disculpó, le dio un tirón al animal y le acarició la cabeza para que se callara. Aprovechó que el soldado estaba allí.

—¿Qué ha pasado aquí?

—¿Eras amigo de la familia? —masculló él.

—Hace menos de una semana enterramos a los hombres —respondió David, con un tono ácido —. Mi propia familia los preparó para la tumba.

“Así que haga el favor y conteste”, tuvo ganas de decir, pero se contuvo. Lo último que le faltaba era tener un encontronazo con el cuerpo de guardia.

No obstante, el tipo pareció leerle la mente, porque dio un paso y se colocó a escasos centímetros de su cara.

—Yo tendría cuidado con los modales, chaval…

—Yo me encargo de él —dijo una voz profunda —. Vaya a ayudar a sus compañeros, soldado.

20 de diciembre de 2011

XXX.

En el trayecto de vuelta, no se dijeron palabra. Eric parecía muy ofendido con el silencio de David, y él simplemente estaba abstraído en su pensamiento. Al llegar a casa, no encontraron a nadie dentro. El adolescente se quedó en el taller para terminar los bajos bordados de un vestido. David subió las escaleras y Daga lo recibió, muy contenta, con bufidos y lametones. Él le acarició la cabeza mecánicamente y fue hasta la ventana.

La cortina que separaba su cama de la de Héctor estaba echada; su hermano mayor estaría durmiendo. Se apoyó en el vano y miró la oscuridad comerse el pueblo poco a poco, los faroles que iluminaban las calles eran como las estrellas: un intento de luz y claridad en un vacío negro y aterrador. Se cruzó de brazos para darse calor en los dedos. Suspiró, su aliento empañó el cristal. Distraído, dibujó una estrella sobre el vaho, que desapareció a los pocos segundos.

El Cazador de Estrellas, pensó. Tantos años escuchando el mito, para que al final fuese cierto. El pájaro salía las noches de luna nueva y luna menguante porque era la propia Luna la que pretendía capturarlo. Se comía las estrellas, volaba por el cielo y las apagaba. Un cuento pintoresco para la tradición, no era la primera vez que alguien pedía una toga o una capa con el animalito. Sin embargo, la leyenda decía que se comía los corazones humanos porque, con la fuerza de éstos, podía volar bajo la luna. David siempre había pensado que era la excusa para asustar a los niños, en Saint Polain gustaban mucho de cuentos macabros.

¿Quién habría imaginado que aquello podía ser real?

Apoyó la frente en el cristal congelado. Y, de pronto, le dio la sensación de que estaba obviando algo importante. Que se estaba olvidando de algo… fundamental. Bajó los párpados. Como cada vez que lo hacía, volvieron el frío, los recuerdos de noche, el Cazador de Estrellas, huir, correr, aquella masa negra con los ojos vacíos, el olor de la muerte, los cadáveres…

Levantó la barbilla. ¡Los cadáveres! ¡Los cadáveres de las mujeres Freg seguían en la granja!

Como si el propio Dios le hubiese leído la mente, la campana de la iglesia empezó a tañer con violencia, de un lado a otro, enloquecida. Daga empezó a ladrar, Héctor ahogó una exclamación al otro lado de la cortina. David corrió la cortina y cogió de la mano a su hermano mayor. Se escucharon pasos apresurados en la escalera. Eric irrumpió en la habitación con la lengua colgando y los ojos desorbitados. La perra no dejaba de ladrar, daba vueltas sobre sí misma, mordía el aire. Al joven hijo de los Begnat le temblaban los labios.

—Han… alguien se ha… las Freg. ¡Alguien ha matado a la señora Freg y a sus hijas!

15 de diciembre de 2011

XXIX.

El hijo de los Begnat sonreía.

—¿Y esa cara de susto? Existen formas mucho más sutiles y educadas de hacerme ver que no te alegra mi presencia —se disgustó, a medias entre la broma y la verdad.

David soltó un resoplido. Eric era muy rimbombante y un poco cargante a la hora de hablar. Negó con la cabeza; tampoco hacía falta ser descortés.

—No, no es eso. Es que me has sorprendido. No te había escuchado llegar.

Eric soltó una risilla.

—¡Pero si vengo desde la esquina llamándote a gritos! —David se pasó la lengua por los labios y se encogió de hombros. Eric escondió su sonrisa —. Estás en otro mundo, David. A decir verdad, llevas unos días… bastante raro.

—Raro —repitió él —. No sé a qué te refieres.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar de vuelta a casa. No le apetecía hablar con Eric. Sólo quería andar, caminar, olvidarse de todo. Esperar una iluminación que le revelase qué tenía que hacer. Pero el muchachito no se dio por vencido tan rápido.

—Vamos, David —se puso delante de él y, cuando el mellizo lo sorteó, volvió a cortarle el paso —. Quizá puedas mentirle a mi padre, incluso a mi madre… pero a mí no puedes engañarme. Sé que te ocurre algo grave, algo serio —David lo apartó casi de un empujón.

—Olvídalo, Eric —gruñó.

Ni siquiera él mismo sabía lo que le pasaba. Tal vez era eso lo que lo crispaba tanto. Su propia contradicción. Porque, siendo francos, no podía elaborar un pensamiento con sentido. Era todo tan confuso… hacía un par de noches, de repente, había corrido por encima de los tejados, como una ráfaga de viento, había huido de un fantasma negro, había visto matar y destrozar a personas que conocía, su hermana había bailado encima del agua. Hacía unas noches, un pájaro le había atravesado el pecho para comerse la mitad de su corazón.

Y Saint Polain seguía su ritmo pausado, lento, rutinario, ocupado en sus preocupaciones diarias, como si nada, nada hubiera pasado. Nada. ¿Es que era tan fácil olvidar? ¿Tan fácil para todo el mundo menos para él? ¿Acaso Ana había olvidado también? ¿Había olvidado los ojos vacíos del hijo de los Freg, colgando boca abajo de la rama de un árbol?

Se mareó, le dio una náusea, pero permaneció entero. No quería montar una escena en medio de la calle.

Eric no se desanimó; probó con lo mejor que tenía:

—Sé que lo que te pasa no tiene nada que ver con un ataque de celos —casi gritó.

El mellizo se quedó quieto. Echó una mirada hacia atrás y vio los ojos decididos de Eric y su ceño fruncido. Estaba sorprendido de que hubiera podido darse cuenta. Suspiró y asintió.

—Es verdad. No tiene nada que ver con los celos.

—¿En serio? —tartamudeó el joven Begnat —. Quiero decir… lo sabía. Se… se te nota. No estás… como siempre. Además… tú no eres celoso. Seguro que te alegrarías si tu hermana encontrase a alguien… alguien que la quisiera. Ya sabes, pasar el resto de sus días unidos… confiar el uno en el otro… encontrar en él seguridad, protección… un refugio al que siempre poder regresar…

David levantó una ceja y sonrió.

—No te hacía tan romántico.

Eric se ruborizó y miró hacia otro lado.

—Lo decía por tu hermana —musitó —. Pero… pe-pero no es eso de lo que hablaba. ¿Qué te ocurre? Parece que soportas un peso muy grande… tú solo —se acercó a él, muy despacio. Bajó la voz —. ¿De qué se trata? ¿Hay algo que pueda hacer? Estoy convencido de que sabría cómo ayudarte…

David miró al muchacho con ojos profundos. No era más que un chico delgado y un poco impertinente a veces. Era muy joven y se notaba, no tenía experiencia, apenas si conocía el mundo fuera de Saint Polain. ¿Cómo iba a ayudarle? Sin embargo, sus ojos eran sinceros, esos ojos abiertos y grandes. Con la poca luz que agonizaba detrás de las montañas, parecían azules. El azul, solía decir Lucien cuando tejía una pieza nueva, es el color de la eterna esperanza; porque azul está el cielo cuando el sol sale por las montañas.

Esperanza. Así que el hijo de los Begnat tenía esperanza en los ojos. ¿Esperanza de qué?

David suspiró; no, no podía contarle nada a Eric. Tampoco quería hacerlo.

El joven Begnat se turbó al sentir los ojos claros de David tan directamente en los suyos. El mellizo se dio cuenta de que su silencio, su mirada, lo ponían nervioso. Casi podía escucharle el corazón golpeando sus costillas. Le puso la mano en el hombro y sonrió.

—No te preocupes, Eric. Estoy bien. Pero te prometo que acudiré a ti en cuanto necesite cualquier cosa. Y vámonos a casa, que estás temblando. Tu madre me cortará la cabeza si te pones enfermo por mi culpa.

Echó a andar esperando que él lo siguiera, pero no lo hizo. Lo vio con la vista clavada en el suelo y los brazos cruzados.

—Antes siempre me lo contabas todo… —murmuró.

David tomó aire despacio; quizá fuera verdad. Cuando eran niños, jugaban juntos y se confiaban los secretos inocentes y un poco absurdos que tienen los críos. Pero ya no eran críos, y la diferencia de edad, con la separación que implicaba, parecía molestar a Eric. No le dio más importancia, sería una pataleta adolescente.

—Antes las cosas no eran tan complicadas —respondió para sí mismo. El sonido de la campana se comió las palabras de los dos.

10 de diciembre de 2011

XXVIII.

Durante los días siguientes, los mellizos Cambroix apenas se dirigieron la palabra. David, aunque no sabía por qué, seguía profundamente enfadado con su hermana. Nunca le había pasado nada parecido; era habitual discutir ente hermanos, y más siendo mellizos, pero las cosas se arreglaban pronto. A veces, en cuestión de minutos. Nunca una pelea los había mantenido alejados tanto tiempo. Esta vez, el mellizo sentía que era diferente. Le dolía la actitud de Ana al pretender ignorar todo lo que habían vivido, lo que habían visto. No se lo había preguntado, ¿pero cómo era capaz de dormir? Cada vez que David cerraba los ojos veía esas sombras negras saltando sobre él, escuchaba gritar a las fallecidas Freg, respiraba el perfume de la muerte en sus manos.

David no lo comprendía. Así que evitaba cualquier cruce de palabras con su melliza; quizá porque tampoco sabía qué decirle.

Ana, contrariada y orgullosa, tampoco intentaba un acercamiento. Claudine seguía pensando que el enfado de David era fruto de los celos y lo tomaba casi como una broma. Le decía a la muchacha que ya se pasaría. Ella sonreía, mordaz.

—Sí. Es cierto —decía, cuidando que David pudiera escucharla —. Es cuestión de tiempo que mi hermano entre en razón… y asuma que he tomado una decisión correcta. Se adaptará.

Él nunca respondía.

Claudine no le dijo nada los primeros días. Sonreía, meneaba la cabeza, le daba palmaditas en la espalda. David prefería que su madre adoptiva siguiera pensando que solo estaba celoso. En realidad, pasaba mucho tiempo intentando convencerse de que la decisión de su hermana era la correcta. La sensata. La lógica. Pero en su pecho crecía la turbación. Nada podía volver a ser lógico después de que tanto Ana como él siguieran caminando sólo con medio corazón.

Una tarde, justo después de comer, Claudine llevó aparte a su hijo Eric para pedirle, a caballo entre una súplica y una orden, que hablase con David. Estaba preocupada porque nunca sus mellizos habían estado tanto tiempo sin hablarse. Su hijo acogió la idea con entusiasmo.

—Tranquila, madre —le dijo, y le dio un cálido beso en la mejilla —. Estoy seguro de que David solo necesita a alguien que lo escuche, nadie le ha preguntado como se siente. Seguro que se verá a sí mismo como un incomprendido. Tampoco tiene que estar siendo fácil para él.

Claudine arqueó una ceja.

—¿Y desde cuándo piensas tú con tanta profundidad en los sentimientos de David? —su hijo se sonrojó. Ella puso los ojos en blanco —. La cabeza en las nubes, eso es lo que tienes. Anda, ¡corre! Solo necesito una conversación corta, que vuelvan a tratarse como hermanos y no como desconocidos. Nada de tonterías, Eric.

El muchachito asintió muy deprisa, saltó de la silla y se fue a buscar a David. El mellizo había salido a llevar un juego de camisas a casa de los Focq, él mismo se había encargado de remendarlas porque estaban hechas un desastre. No estaba muy seguro de que el resultado hubiera sido bueno; sin embargo, la señora Focq pareció muy complacida. Felicitó al muchacho e incluso lo invitó a merendar, pero él se excusó muy educadamente y se marchó.

Escuchó la vocecita de Ángela despedirlo. Se volvió y vio su pequeña nariz asomada a una ventana. Sonrió y agitó la mano para saludarla. Ella, ruborizada, se escondió detrás del cristal. David no tenía el cuerpo como para amores platónicos infantiles. Sólo le apetecía pasear y despejarse.

Caminó sin rumbo por el pueblo hasta llegar al puente en obras que pasaba sobre el Märitt. Saludó con la cabeza a los canteros que perfilaban uno de los sillares de la balaustrada. Se apoyó en el lado terminado y respiró profundamente. La oscuridad se comía al sol muy deprisa, el invierno cada vez estaba más y más cerca. Las primeras estrellas brillaron en el cielo, de color rosado y púrpura. Todavía se podían ver las montañas y los bosques, las granjas y haciendas del Camino Real.

Se sostuvo con los dos brazos sobre la piedra. Inclinó el cuerpo hacia delante y se vio en el río. Más bien se intuyó, porque la oscuridad no le permitía diferenciar sus rasgos. Volvió a suspirar. Habían cambiado todo desde la última vez que se miró a un espejo, pensó. Se acordó de pasar por aquel mismo puente, manchado de sangre y barro, hacía unas cuantas noches, abrazado a su hermana como la única certeza en este mundo, ahora habitado por sombras confusas y pájaros míticos.

Echaba de menos a Ana. Sin ella… no estaba completo.

En el reflejo del río, los ojos de David emitieron un destello plateado. El muchacho se apartó casi de un salto, con el pecho agitado. Miró en todas direcciones, para asegurarse de que nadie había visto nada e intentó calmar su respiración acelerada. Se llevó una mano al pecho. Aunque a medias, su corazón seguía latiendo, y a toda velocidad. Tragó saliva, dio pasitos cortos y se atrevió a asomarse de nuevo.

Su reflejo no era más que una mancha oscura. Nada de brillos ni destellos.

—¡David! ¡David!

El mellizo Cambroix se pasó la mano por el pelo. Desde luego, había sido una imaginación muy real. Se frotó los ojos. Quizá se estuviese obsesionando con todo lo ocurrido, su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

—¡David!

Se miró de nuevo en el río. Sus ojos volvieron a brillar, y esta vez lo vio claramente. Contuvo la respiración, y sólo tomó aire cuando la mano de Eric le apretó el hombro y le hizo dar la espalda a la balaustrada del puente.