Ana asintió; lo sabía. Lo que no sabían ninguno de los dos era cómo podían percibir ese sonido ni cómo sabían que estaban en peligro. El muchacho echó el brazo hacia delante, un acto reflejo para proteger a su hermana. Ella le cogió la mano muy fuerte.
El Cazador de Estrellas agachó la cabeza y se tensó, como si fuera a salir corriendo. En el cielo, varias estrellas parpadearon.
Fuera.
La voz los desconcentró con su vibrante tono, dentro de su cabeza. No era un sonido que pudieran escuchar, la sentían dentro, como los latidos del corazón que ya no tenían entero.
El Cazador de Estrellas seguía escrutando la oscuridad con las pupilas negras. Un viento helado hizo tiritar a los dos hermanos. Se hizo el silencio. La respiración pesada se había hecho más débil. Crujieron unas hojas. El ave gigantesca meneó su cola emplumada muy despacio.
Fuera.
Repitió la orden y el tono fue brusco, severo. Los mellizos miraron alternativamente al pájaro y al bosque. Entre sus arbustos y sus troncos seguía arrastrándose aquella cosa, en dirección al lago. David unió su mirada plateada con la del Cazador de Estrellas cuando éste levantó la cabeza, con rapidez.
El muchacho sintió que su medio corazón aleteaba, que se agitaba como si tuviera alas. Era una sensación parecida a estar cayendo desde una gran altura, la sensación de vértigo y de placer al sentir el frío del viento. Se asustó cuando descubrió que era una sensación congelada, pero muy parecida a la que sentía respecto a sus hermanos. ¿Amor…? No, imposible.
El Cazador de Estrellas echó la cabeza hacia atrás para proferir uno de sus largos y penetrantes aullidos. El viento que removió la hojarasca del bosque le contestó con un silbido.
Correr. Fuera.
David tembló. Los ojos del Cazador de Estrellas eran los mismos que los de Héctor, que los de Ana. Temía esa sensación; era atrayente… y peligrosa. Tiró de su melliza.
—Vámonos de aquí, Ana —quiso decirle, pero la frase se quedó colgando de sus labios.
Del interior del bosque saltó una figura oscura y maloliente. Como un trozo de tela mojada, se abrió por encima de los dos mellizos. El Cazador de Estrellas los barrió con su cuerpo, deteniendo al ente putrefacto.
Los mellizos pudieron oler la peste de la carne podrida cuando se estrellaron contra el suelo. Los guijarros de la orilla se les clavaron en las rodillas y en las palmas de las manos. Ana se encogió, dolorida, y trató de levantarse. David sintió que le escocía el frío en los arañazos.
Cuando se pusieron de pie y se buscaron con los brazos, vieron al Cazador de Estrellas boca arriba, sobre el agua, salpicando y debatiéndose contra la masa negra que tenía encima. Los hermanos distinguieron ese horrible olor, ese olor que evocaba David de perros muertos y de ojos desorbitados. Un brazo negro con unas larguísimas uñas se recortó en el aire y, cuando descendió, el pájaro pareció gemir.
—¡Es otro! —gritó Ana, presa del pánico momentáneo—. ¡David, vámonos!
Su hermano se resistió. No podía apartar los ojos de las brillantes plumas mojadas y su interior no podía desoír los gritos. Herían en su medio corazón como la punta de acero más afilada.
—¡David!
—¡No! Tengo… tengo que…—se volvió hacia su hermana con ojos suplicantes. Ella negó con la cabeza. El Cazador de Estrellas gritó de nuevo.
—¿Estás loco? ¡No podemos hacer nada contra eso! ¡David!
Él consiguió soltarse de su mano y salió corriendo en dirección al pájaro y la criatura negra. Una ráfaga de gotas negras le salpicó la cara.