El cuerpo del hijo menor del señor Freg colgaba boca abajo del ciprés, con las tripas colgando. A los pies del árbol la mezcla de hojarasca y sangre desprendía un horrible olor. Ángela lloraba agarrada a David, con dificultades para respirar. El cuerpo del muchacho se movía con las ramas del árbol.
La gente fue llegando y, con ella, los gritos, las blasfemias, los clamores al cielo. Ana no podía dejar de mirar el cuerpo colgante con un rictus de horror en el rostro. El corazón le latía más despacio debido a la estupefacción. Se le había secado la boca y sentía los labios agrietarse con el frío. La perra seguía ladrando, haciendo coro a los lloros de la niña.
Después de unos minutos, se hizo el silencio. David notaba el escozor de las uñas de la niña en el costado. Se agachó y pegó la mejilla a la maraña de cabellos rojizos de la pequeña.
—Ya está, Ángela, tranquilízate. Ya está, tranquila. No pasa nada —ella hizo mayor presión con los brazos. Lo miró desde sus ojos claros empapados de lágrimas. Sorbió por la nariz. David la besó en la frente y la cobijó en sus brazos—. Cálmate, pequeña. Cálmate.
—Por el amor de Dios, que alguien lo baje de ahí —gimió Ana.
Todas las miradas fueron a caer sobre ella. Incluso la de su hermano. La joven dio un paso adelante y se volvió al grupo de gente inmóvil. No dejó que se escaparan las lágrimas que querían derramarse.
—¡Por favor! —gritó, silenciando hasta el piar de los pájaros—. ¡Por caridad cristiana, que alguien lo baje de ahí ahora mismo!
Seguía reinando el silencio. Ana, exasperada, buscó la única ayuda que sabía que nunca le sería negada. Los ojos de su hermano. Su voz no se quebró ni un instante.
—David.
El chico asintió y se puso de pie. Se separó del cuerpo tembloroso de Ángela y prácticamente la lanzó a los brazos de su padre, porque la niña se resistía a soltarse. Sus pequeñas manos buscaron los brazos protectores de Leffou, que la abrazó con fuerza casi desmedida, la besó y murmuró cosas que los mellizos no llegaron a entender.
Eric abrió mucho los ojos. Se limpió los restos de vómito de la boca antes de preguntar, con la voz partida:
—¿Q-qué vais a hacer?
Los mellizos no respondieron. Se dirigieron a los pies del grueso ciprés. Claudine estiró un brazo y Lucien sólo pudo articular una palabra:
—David...
Él le dirigió una mirada severa.
—Vamos a bajarlo de ahí —aseguró.
Los mellizos se miraron y captaron la decisión del otro. Daga soltó un par de gañidos cuando los vio aferrarse al trono y empezar a trepar, temblando y dando vueltas sobre sí misma. Claudine apretó con fuerza el abrazo que la unía a su marido, pero ninguno hizo nada por detenerlos. Eric se mordió los labios secos con aprensión al ver el cadáver ahí arriba. Tampoco ninguno de los vecinos que se encontraban allí hizo nada por parar a los mellizos Cambroix.
David se detuvo y miró hacia arriba. El árbol era más alto de lo que en un principio había pensado. Escuchó resoplar a su hermana.
—Odio los vestidos.
Casi sonrió. Ana espantó un bicho meneando la cabeza e intentando no pensar en su aversión hacia los insectos. El olor del cadáver se hizo cada vez más intenso hasta que llegaron a la rama del que estaba colgado. Ana retuvo el aire dentro del pecho unos segundos. David creyó que iba a vomitar, las náuseas lo vapulearon
—Dios del cielo...
—Está... atravesado en la rama —articuló Ana, con los ojos abiertos de par en par. Contuvo una arcada.
Desde abajo no podía percibirse por la distancia. Todo apuntaba a que alguien lo había arrastrado y colgado de los pies con una cuerda. Pero no había cuerda. El cuerpo del joven Freg estaba literalmente incrustado en la rama del ciprés, que le atravesaba las piernas. La sangre se había secado alrededor de las heridas. Ana sentía el dolor en los dedos por aguantarse en el árbol. Por su frente empezó a aparecer el sudor.
—No podemos bajarlo —jadeó David. Sus músculos empezaban a tirar dolorosamente.
—No vamos a dejarlo colgando —se resistió Ana. Se impulsó hacia arriba y se colgó de la rama con el cuerpo, alargando el brazo para poder alcanzarlo. El olor de la carne putrefacta hizo que sus ojos se empañaran—. Agh...
—Ana, vuelve —David se agitó en el tronco del árbol, temiendo que las ramas del ciprés no aguantaran el peso de los tres cuerpos—. No podemos bajarlo.
El cuerpo del muchacho estaba abierto en canal y sus ojos desorbitados reflejaban el terror en estado puro. Su cara estaba manchada de sangre y tierra. Como todo el tronco del árbol, por donde lo habían arrastrado. Ana espantó las moscas que querían posarse en sus ojos. Gimió.
—Detente, Ana —susurró David, apartó la mirada, se mareó por el olor. Alargó el brazo y buscó a tientas a su hermana—. No podemos descolgarlo.
—¡Quietos ahí, vosotros dos! —una patrulla de soldados había llegado—. Dejad el cuerpo ahora mismo.
—¡Mis hijos estaban intentando bajarlo, soldado! —saltó Claudine, dispuesta a defenderlos—. Le pido amabilidad ante este acto de buena fe. Nadie más ha tenido valor para hacerlo.
El soldado contempló por un momento la escena. Se frotó las cejas.
—Bajad de ahí. Nosotros nos encargaremos del cuerpo.