Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

28 de junio de 2011

VII.

El cuerpo del hijo menor del señor Freg colgaba boca abajo del ciprés, con las tripas colgando. A los pies del árbol la mezcla de hojarasca y sangre desprendía un horrible olor. Ángela lloraba agarrada a David, con dificultades para respirar. El cuerpo del muchacho se movía con las ramas del árbol.

La gente fue llegando y, con ella, los gritos, las blasfemias, los clamores al cielo. Ana no podía dejar de mirar el cuerpo colgante con un rictus de horror en el rostro. El corazón le latía más despacio debido a la estupefacción. Se le había secado la boca y sentía los labios agrietarse con el frío. La perra seguía ladrando, haciendo coro a los lloros de la niña.

Después de unos minutos, se hizo el silencio. David notaba el escozor de las uñas de la niña en el costado. Se agachó y pegó la mejilla a la maraña de cabellos rojizos de la pequeña.

—Ya está, Ángela, tranquilízate. Ya está, tranquila. No pasa nada —ella hizo mayor presión con los brazos. Lo miró desde sus ojos claros empapados de lágrimas. Sorbió por la nariz. David la besó en la frente y la cobijó en sus brazos—. Cálmate, pequeña. Cálmate.

—Por el amor de Dios, que alguien lo baje de ahí —gimió Ana.

Todas las miradas fueron a caer sobre ella. Incluso la de su hermano. La joven dio un paso adelante y se volvió al grupo de gente inmóvil. No dejó que se escaparan las lágrimas que querían derramarse.

—¡Por favor! —gritó, silenciando hasta el piar de los pájaros—. ¡Por caridad cristiana, que alguien lo baje de ahí ahora mismo!

Seguía reinando el silencio. Ana, exasperada, buscó la única ayuda que sabía que nunca le sería negada. Los ojos de su hermano. Su voz no se quebró ni un instante.

—David.

El chico asintió y se puso de pie. Se separó del cuerpo tembloroso de Ángela y prácticamente la lanzó a los brazos de su padre, porque la niña se resistía a soltarse. Sus pequeñas manos buscaron los brazos protectores de Leffou, que la abrazó con fuerza casi desmedida, la besó y murmuró cosas que los mellizos no llegaron a entender.

Eric abrió mucho los ojos. Se limpió los restos de vómito de la boca antes de preguntar, con la voz partida:

—¿Q-qué vais a hacer?

Los mellizos no respondieron. Se dirigieron a los pies del grueso ciprés. Claudine estiró un brazo y Lucien sólo pudo articular una palabra:

—David...

Él le dirigió una mirada severa.

—Vamos a bajarlo de ahí —aseguró.

Los mellizos se miraron y captaron la decisión del otro. Daga soltó un par de gañidos cuando los vio aferrarse al trono y empezar a trepar, temblando y dando vueltas sobre sí misma. Claudine apretó con fuerza el abrazo que la unía a su marido, pero ninguno hizo nada por detenerlos. Eric se mordió los labios secos con aprensión al ver el cadáver ahí arriba. Tampoco ninguno de los vecinos que se encontraban allí hizo nada por parar a los mellizos Cambroix.

David se detuvo y miró hacia arriba. El árbol era más alto de lo que en un principio había pensado. Escuchó resoplar a su hermana.

—Odio los vestidos.

Casi sonrió. Ana espantó un bicho meneando la cabeza e intentando no pensar en su aversión hacia los insectos. El olor del cadáver se hizo cada vez más intenso hasta que llegaron a la rama del que estaba colgado. Ana retuvo el aire dentro del pecho unos segundos. David creyó que iba a vomitar, las náuseas lo vapulearon

—Dios del cielo...

—Está... atravesado en la rama —articuló Ana, con los ojos abiertos de par en par. Contuvo una arcada.

Desde abajo no podía percibirse por la distancia. Todo apuntaba a que alguien lo había arrastrado y colgado de los pies con una cuerda. Pero no había cuerda. El cuerpo del joven Freg estaba literalmente incrustado en la rama del ciprés, que le atravesaba las piernas. La sangre se había secado alrededor de las heridas. Ana sentía el dolor en los dedos por aguantarse en el árbol. Por su frente empezó a aparecer el sudor.

—No podemos bajarlo —jadeó David. Sus músculos empezaban a tirar dolorosamente.

—No vamos a dejarlo colgando —se resistió Ana. Se impulsó hacia arriba y se colgó de la rama con el cuerpo, alargando el brazo para poder alcanzarlo. El olor de la carne putrefacta hizo que sus ojos se empañaran—. Agh...

—Ana, vuelve —David se agitó en el tronco del árbol, temiendo que las ramas del ciprés no aguantaran el peso de los tres cuerpos—. No podemos bajarlo.

El cuerpo del muchacho estaba abierto en canal y sus ojos desorbitados reflejaban el terror en estado puro. Su cara estaba manchada de sangre y tierra. Como todo el tronco del árbol, por donde lo habían arrastrado. Ana espantó las moscas que querían posarse en sus ojos. Gimió.

—Detente, Ana —susurró David, apartó la mirada, se mareó por el olor. Alargó el brazo y buscó a tientas a su hermana—. No podemos descolgarlo.

—¡Quietos ahí, vosotros dos! —una patrulla de soldados había llegado—. Dejad el cuerpo ahora mismo.

—¡Mis hijos estaban intentando bajarlo, soldado! —saltó Claudine, dispuesta a defenderlos—. Le pido amabilidad ante este acto de buena fe. Nadie más ha tenido valor para hacerlo.

El soldado contempló por un momento la escena. Se frotó las cejas.

—Bajad de ahí. Nosotros nos encargaremos del cuerpo.

22 de junio de 2011

VI.

En la habitación se hizo de repente el silencio. Sólo los gruñidos de la perra sostenían la respuesta que el señor Hitthan acababa de darles. Ana, inconscientemente, echó el brazo hacia detrás. David tropezó con su mano. Se buscaron y se apretaron los dedos con fuerza. El chico miró a todos los presentes, con la garganta seca, esperando a que alguien rompiera el maldito silencio.

Daga soltó un nuevo ladrido fiero, que Héctor silenció con un estirón en el cuello. Lucien se puso de pie muy despacio.

—¿Cómo dices?

—Se los han encontrado de madrugada, en el bosque —explicó, todavía nervioso—. Tenemos que darnos prisa, Lucien. La mujer está desquiciada.

Las sillas hicieron ruido al arrastrarse por el suelo. La familia se puso en movimiento, en dirección a la puerta. Era evidente que, pasadas unas horas, la familia Begnat sería necesaria para preparar los cuerpos sin vida para su enterramiento. Pero su vecino no había ido buscando material de funeral; buscaba ayuda. Ana pudo leerlo en sus ojos desorbitados. Necesitaban ayuda para encontrar al hijo que faltaba, atender a la familia y después, mucho después, aguja e hilo.

—Vamos, Lucien —Claudine se colocó una bufanda y se dirigió a su hijo—. Volveremos enseguida.

—No, de eso nada, yo voy con vosotros —aseguró Eric, poniéndose de pie casi de un salto.

—Y nosotros también —David apretó la mano de su hermano y dio un paso adelante.

No tenían tiempo para discutir. Ana se volvió hacia su hermano mientras su melliza cogía ropa de abrigo para los dos. El señor Hitthan y el matrimonio Begnat ya estaban en la puerta de la calle. David se volvió un momento.

—Héctor, será mejor que tú te quedes —le dijo. La mano de Héctor atrapó sin fallar la de su hermano pequeño, y la puso sobre el collar bordado de la perra.

—Llévate a Daga —le pidió—. Puede ser de ayuda —David se quedó un segundo callado—. Es un pálpito; llévatela.

El muchacho asintió, propinó a su hermano un apretón cariñoso en el hombro y tiró de la perra en dirección a la calle. El frío lo golpeó por sorpresa y le castañearon los dientes. Su hermana le tendió el abrigo, que se subió hasta donde le fue posible. Por las calles del pueblo no quedaba casi nadie. Todos murmuraban cosas relacionadas con la familia Freg.

Los adoquines de la calle desaparecieron en las afueras del pueblo para dejar paso a un camino de tierra escarchada, que empezaba a humedecerse conforme avanzaba la luz del sol. El barro se pegó a las zapatillas de Ana. Sintió un estremecimiento cuando delante de ellos se recortó la silueta oscura del bosque. Una vaharada de un olor desconocido los envolvió. La perra enseñó los dientes y se puso a gruñir. David buscó los dedos de su hermana para apretarlos otra vez con fuerza.

Dentro del bosque los cipreses retenían el hielo y el frío de la noche. Las voces que provenían del centro de la arboleda les llegaban de todas partes, como si hubiera eco. No aumentaban de intensidad según avanzaban, lo que daba la impresión de estar caminando hacia ninguna parte. La luz del sol apenas tocaba el suelo del bosque, penetrando por los escasos huecos entre las hojas más altas.

Un grupo de gente se volvió hacia ellos cuando los escuchó acercarse. Daga soltó un ladrido y David le tiró del collar para que callara. No le gustaba cómo los miraban todos. Eran personas conocidas, amigos y vecinos. Pero de pronto se le antojaron todos extraños y confusos, sombras grises dentro del bosque.

Ana relajó la tensión de su hermano acariciando su mano con los dedos, pero con la mirada atenta a todo lo que empezaba a aparecer. El grupo de gente rodeaba uno de los árboles, murmurando y santiguándose sin parar. Sus siluetas se distinguían porque la mañana ya había avanzado. Una neblina gris permanecía pegada al suelo lleno de hojas de otros arbustos y piedrecillas. El hedor que antes habían percibido aumentó. Era olor a carne podrida.

El señor Focq, el panadero al que antes habían ido a ver Eric y Lucien, casi corrió a recibirles, con la cara pálida y los ojos hundidos.

—Oh, Dios mío, Lucien, es espantoso —murmuró atropelladamente—. Los han encontrado de madrugada los perros de Trevor, cuando salía al campo con las ovejas. Es espantoso.

Vieron los cuerpos por primera vez. Los mellizos contuvieron la respiración para que el olor dejara de adentrarse en su cuerpo, provocándoles náuseas.

El grupo de gente estaba separada unos tres metros del cuerpo del cabeza de la familia Freg. Tenía las extremidades desencajadas, en una postura antinatural, y le habían abierto el pecho, sobre el que había una mezcla sanguinolenta ya seca. Junto a él yacían tres perros con los ojos abiertos hasta el extremo y las fauces separadas. Los otros cuatro estaban repartidos por el lugar, unos pasos más adelante, junto al otro cadáver; el hijo mayor del señor Freg tenía la cara desfigurada por lo que parecía haber sido un zarpazo y le faltaba una pierna. Ambos cuerpos estaban manchados de barro y sangre seca, como si los hubieran arrastrado por el suelo. Se veían los surcos que habían provocado.

Claudine contuvo la respiración y se refugió en su marido. Eric tosió y el vómito le subió por la garganta. Tuvo que apartarse del grupo. Ana y David seguían cogidos muy fuerte de la mano, como si se sostuvieran el uno al otro. Daga gruñía, con el cuerpo hacia atrás, respirando muy deprisa. Los murmullos de la gente se mezclaron con la niebla y el vaho que brotaba de sus labios.

—¿Qué demencia es esta? ¿Quién ha podido hacerlo?

—Dios mío, perdónanos por todos nuestros errores y bendícenos, Dios mío. Dios mío, perdónanos...

—¿Y la señora Freg? —se atrevió a preguntar Ana, mirando al señor Hitthan en busca de respuestas.

El hombre soltó un hondo suspiro y señaló con las cejas a un grupo de mujeres apartado. En el centro había un gran revuelo. Escucharon los sollozos y las palabras que salían a borbotones de los labios de la madre y la mujer de los muertos. Sus otras dos hijas escondían la cabeza y de vez en cuando gemían. David tuvo ganas de partir un árbol con las manos de la impotencia que sentía.

—¿Quién ha podido hacer algo así? —musitó en un intento de comprensión.

Eric regresó con los pómulos pálidos por el esfuerzo y los ojos llorosos. Lucien atrajo a su mujer hacia él, sin poder apartar los ojos de los cuerpos. Daga continuaba gruñendo con fiereza, soltando quejidos lastimosos, mirando hacia todas partes, como si sospechara que el peligro todavía acechaba detrás de los árboles. Levantó las orejas y olfateó. Tiró de David, pero él la retuvo con la poca fuerza que le quedaba en las manos.

El señor Focq se pasó la mano por la cabeza y negó.

—¿Y el otro hijo? —sollozó Claudine—. ¿Dónde está ese niño, por Dios?

—No lo encontramos. Ni siquiera los perros de Trevor lo han olido —Daga dio un nuevo tirón y David siguió sujetándola—.Tememos que se lo hayan podido llevar...

La perra ladró y forcejeó.

Daga, silencio —ordenó Eric.

—¿Alguien ha dado parte de esto a las patrullas? —preguntó Lucien. Nadie se atrevía a acercarse a los cuerpos. Se limitaban a contemplarlos desde la distancia con estupor e incredulidad. Seguían escuchándose los rezos.

—Hitthan fue a por vosotros, es todo lo que sé —contestó Leffou Focq, encogiéndose de hombros. Todavía conmocionado, el pueblo entero no había sido capaz de informar a la guardia de lo que había pasado. ¿Quién habría sido capaz? Bandidos, fieras…—. Dios mío, esto es... es espantoso.

Daga aulló y ladró. Con un nuevo tirón, la correa se escapó de las manos de David. La perra salió corriendo a olfatear los cadáveres de los perros y el surco que los cuerpos humanos habían hecho en el suelo.

—¡Daga...! —la empezó a llamar Eric, pero Ana le detuvo.

—Silencio. Ella sabe lo que busca.

La perra alzó los ojos al cielo y echó las orejas hacia detrás. De repente se puso a gemir y colocó la cola entre las patas traseras, mordiendo el aire. Ladró un par de veces, señalando con el hocico una parte todavía más adentrada en el bosque. El señor Foqc dio un paso adelante.

—Ángela... —murmuró.

—¿Tu hija está aquí? —Claudine se escandalizó—. ¿Cómo has podido permitirle que viniera?

—Yo… me siguió y… no pude… ¡Maldita sea, mi hija se ha ido por donde señala la perra! ¿Y si... si lo que ha hecho esto… y si siguen aquí dentro? —el señor Foqc dio tres pasos para empezar a correr.

Un chillido golpeó la bóveda de ramas y hojas. David actuó incluso mucho antes de que Leffou Foqc pudiera darse cuenta de lo que había pasado. Daga ladró.

—¡Ángela! —gritó David, corriendo hacia el interior del bosque. Su hermana salió detrás de él, seguido de la perra y del padre de la niña.

Un cuerpo pequeño que arrastraba una larga melena cobriza se estrelló contra el pecho del joven antes de que parara de correr. Del impulso, el muchacho cayó sentado en el suelo. La niña se le abrazó con muchísima fuerza, clavándole las uñas en la carne. Se sacudía, histérica, lloraba y sorbía por la nariz. Tenía barro en las mejillas y los labios temblorosos.

—¡David! —chillaba. —¡David, es horrible, horrible!

—¿Qué? ¿Qué es, qué pasa, Ángela? —Ana llegó casi sin aliento por la repentina carrera—. ¿David, qué pasa?

Daga clavó las patas en el suelo y se puso a ladrar como loca, con la boca echando espuma, en dirección a uno de los gruesos cipreses. David y Ana levantaron la vista para contemplar un horrible espectáculo.

10 de junio de 2011

V.

Ana terminó de quitar el polvo a los muebles de la tienda mientras Claudine abría las cortinas y dejaba entrar la luz y el fresco por las ventanas. Desde la calle llegaron saludos cercanos.

—Buenos días, señora Begnat.

—Buenos sean, señor Lafflé —respondía la mujer, agitando la mano, con medio cuerpo fuera de las ventanas.

—Buen día, señora Begnat. Hace frío esta mañana, ¿verdad?

—Sí, así es, señora Couterplaque. ¡Abríguese!

Ana sonreía, escuchando las voces que saludaban a la costurera. Era una mujer respetada, desde luego, porque si había algo que no le faltaba era carácter. Eso, y mucha mano para su oficio. A la muchacha le fascinaba la sencillez con que tejía preciosos bordados en los dobladillos de las capas de invierno o cómo con la aguja sembraba flores en una tela sencilla.

Siendo franca consigo misma, y procuraba serlo siempre, el oficio de sastre no era lo que más le apasionaba del mundo, pero era lo que se les había ofrecido y nunca se atrevería a protestar. No después de todo cuanto el matrimonio Begnat había hecho por ellos. Claudine solía decirle que ella también tenía talento para bordar y coser, pero Ana no estaba del todo convencida de eso.

Simplemente, aprendía deprisa. Había pocas cosas que se le dieran mal.

Claudine se llevó las manos a las caderas y pasó una mirada de inspección por encima de la tienda.

—Bien, esto ya está. Vamos a desayunar, Ana. Estos zánganos ya habrán devorado todo el pan que nos han traído.

La chica profirió una carcajada.

Cuando volvieron a la cocina, los hombres las recibieron con protestas porque se les enfriaba el desayuno. Además, porque tenían hambre y les esperaba por delante una jornada intensa. Esa mañana vendrían las telas encargadas por Claudine en la capital; las traían del mismo centro de Velônia.

—Espero que no se hayan confundido. Las telas han hecho un viaje muy largo hasta aquí. Y muy costoso, si se me permite señalarlo —dictaminó la señora Begnat, mientras recogían la mesa.

Héctor esbozó una sonrisa que sólo vio su hermana. Eric se rascó la cabeza y preguntó por qué era necesario tanto trámite por unas telas.

—Si al final podemos conseguirlas en Exeter. Y más baratas, si se me permite señalarlo —sonrió a su madre, que le tiró de una oreja.

—¡Vigila esa lengua, jovencito! —se rió ella, alzando la cabeza—. No podemos hacerle un traje a la marquesa con tela mundana y corriente de su misma marca. Tenemos que traerle lo mejor, que para eso nos va a pagar.

—Sí, pero el viaje y los gastos no corren por su cuenta —dijo Lucien, con el ceño fruncido—. Sigo pensando que es una locura. Claudine, ¿de verdad quieres hacerlo?

—Estoy decidida a ello, querido. La marquesa quería un traje del taller de los Begnat, y lo va a tener. Además, no tienes por qué preocuparte. No haré ese viaje hasta finales de semana. Y me acompañará Ana, ¿de qué te puedes preocupar?

Ana esbozó una sonrisa. David suspiró suavemente; a él tampoco le hacía gracia separarse de su hermana. Tal vez fuera por el tópico de que los gemelos están siempre juntos, pero se le hacía extraño el mundo si ella no estaba a su lado. Ana cruzó una mirada con él y supo qué estaba pensando. Porque ella pensaba exactamente en lo mismo. Pero no podía decirle que no a Claudine, era un encargo muy importante. Eso también lo sabía David.

—David, muchacho —lo llamó Lucien—. Recuerda que hoy tienes que ir a ver a Clemont, para pedirle prestados dos caballos. Aunque creo que casi sería mejor que os fuerais en una diligencia, Claudine. ¿No sería más cómodo?

—A la aristocracia no se la tiene que hacer esperar, querido.

—Tiene razón, padre —la apoyó Eric, sentándose en el suelo para rascarle el cuello a Daga—. Los nobles son gente muy refinada. Se pueden negar a pagarte si llegas con retraso. Y siempre quieren las telas más exquisitas. Las aristócratas tienen la piel delicadísima.

Su padre lo observó con los ojos muy abiertos.

—¿Éste de quién es hijo? —preguntó al aire.

Las risas de la cocina taparon el sonido de la campana que colgaba del umbral de la puerta de la tienda. Así que ninguno escuchó entrar a la persona que, segundos después, golpeó la puerta de la cocina. Ana se levantó para ir a abrir.

Daga echó las orejas atrás y se puso rígida. Sólo Héctor, que la estaba tocando, lo percibió.

—¡Señor Hitthan! —exclamó la muchacha, sorprendida—. ¿Se encuentra usted bien?

—Buenos días, Ana —entró en la cocina. Sus pupilas se habían achicado, como si se escondieran del sol, y le temblaban las manos—. Perdonad esta intromisión, Lucien, Claudine. Pero necesitaremos aguja e hilo.

Las piernas del hombre parecían a punto de dejarlo caer al suelo. De pronto, la perra se puso en alerta y, cubriendo con su cuerpo cobrizo a su dueño, la emprendió a ladridos contra el recién llegado, con el pelo erizado y las orejas hacia atrás. Enseñó los dientes con fiereza cuando el señor Hitthan se movió un poco.

Héctor no pudo detener a su perra. David la agarró del cuello para que no se tirase a morder al recién llegado. La cogió del collar, muy fuerte, y se arrodilló junto a ella. La baba le salpicó las mejillas, Daga estaba histérica. El hombre se apartó. Siguió frotándose las manos con nerviosismo.

Antes de que nadie pudiera decir nada, Héctor se puso de pie.

—¿Qué ha pasado, señor Hitthan?

El hombre se pasó la lengua por los labios resecos. Sus cabellos y sus ropas llevaron un aroma muy desagradable hasta la nariz de Ana, que hizo un esfuerzo por no mostrar la náusea que le trepaba por el pecho.

—Han encontrado los cadáveres desfigurados del señor Freg y de uno de sus hijos en el bosque. A ellos junto con siete perros muertos. El segundo hijo está desaparecido.

6 de junio de 2011

IV.

Las ubres de la cabra estaban ásperas y frías. David se preguntó si el animal estaría lo suficientemente resguardado. Claudine tenía razón, a Saint Polain, su pueblo, había llegado antes el invierno. Cosa extraña, porque estaba situado muy al sur de Velônia. No quiso imaginar cómo lo estarían pasando en el norte, en Frave o en Sttroghenburg. Esas ciudades, le habían contado, eran hielo puro.

Penélope le dirigió una mirada simpática desde sus ojos negros. El chico sonrió y le acarició la cabeza. Le gustaba mucho la cabra; lo que no le gustaba era ordeñarla. Sopesó la posibilidad de que lo hiciera Héctor. En realidad, no era demasiado complicado. Lo hablaría con Claudine y Ana.

La cabra soltó un balido. El vaho de David se escapó de su bufanda y viajó por el techo del pequeño establo. Si salía fuera podía ver el corral de la casa de detrás. Desde que tenía memoria, había estado deshabitada. Le daba lástima, porque era un edificio bonito, pero se caía a pedazos.

Cuando el cubo estuvo lleno y las ubres de Penélope vacías, entró de nuevo en casa pasando otra vez por el pequeño almacén. Desde su llegada, la familia de Lucien había tenido que hacer muchas reformas. El taller del piso superior había sido habilitado para que durmieran los tres hermanos y habían cerrado el establo para la cabra. El chico seguía pensando que el taller estaba bien en la tienda, a la gente le gustaba ver cómo trabajaban los maestros. Enfrente de la habitación de los hermanos estaba la de la familia Begnat, donde dormía el matrimonio y su único hijo, Eric.

Lucien Begnat era un afamado sastre en todo el pueblo, y su fama se extendía por toda la Marca del Norte. Había recibido ya un par de encargos de los marqueses, que enviaban a alguien cada vez que pasaban tiempo en Exeter, la ciudad vecina. Al matrimonio le venían bien estas visitas, que los ponían al día sobre la moda de la urbe y del resto de territorios en general. Además de preciosos bordados y telas suaves como una caricia, se dedicaban apañar la ropa de los que no podían pagarse prendas nuevas, a un módico precio. Lucien solía decir que él no hacía nada gratis, pero que sí hacía cosas muy baratas. Claudine Begnat era una mujer con unas manos sorprendentemente habilidosas para la costura. Aunque no descendía de familia con tradición de aguja e hilo, el matrimonio con Lucien parecía haber despertado en ella un talento natural. Lucien presumía de su mujer diciendo que en la aristocracia del marquesado se peleaban por sus diseños más novedosos y por su gusto exquisito.

El taller de los Begnat estaba muy bien situado, en el centro del pueblo casi, junto a la iglesia (David deseaba romper el badajo de la campana algún día, porque lo despertaba cuando los monjes iniciaban sus oficios). Claudine había redecorado su negocio con acierto; cada vez más viajantes se detenían un momento para admirar la mercancía. Saint Polain era una población concurrida. El creciente comercio hacía brotar nuevas riquezas en las poblaciones. Además, estaba muy cerca de unos ríos donde se había instalado hacía muy poco unos molinos de agua. De modo que los panaderos, que empezaban agruparse en gremios, también estaban notando la llegada de la riqueza. Estaba tan cerca de Exeter, la capital, que muchos burgueses ricos se estaban construyendo casitas para pasar temporadas de buen tiempo. Los ríos confluían en unos lagos que parecían espejos, justo en el centro del bosque. Los lagos de Saint Polain, conocidos en todo el marquesado e incluso más allá.

David entró en la cocina justo cuando por la puerta aparecía Lucien, un hombre delgado y de aparente constitución débil, pero con un gran aguante, acompañado de su hijo de diecisiete años, Eric. Eric esbozó una enorme sonrisa cuando sus ojos se cruzaron con los de David.

—¡Buenos días! —lo saludó, depositando el pan casi humeante en la mesa.

—Hola, Eric, Lucien. ¿Habéis dormido bien?

—De maravilla. Pero la campana volvió a despertarme —el muchacho intercambió una mirada cómplice con el mellizo—. Maldita campana.

Él sonrió.

Eric Begnat era un chico de cuerpo atlético y mirada tímida. Era un soñador al que le costaba volver al mundo terrenal, siempre estaba fantaseando acerca de la vida en otras ciudades. Sobre todo, con la vida en la Corte. Le apasionaba el mundo que rodeaba a los nobles. Todas estas confidencias las compartía con David, con quien siempre se había llevado muy bien. Incluso antes de que fueran a vivir con ellos. El mellizo imaginaba que lo que le faltaba a ese chico era una hermana o un hermano tan maravillosos como los suyos.

—Buenos días, muchachos. ¿Cómo te encuentras, Héctor? —preguntó Lucien.

El joven levantó la cabeza con la mirada vagando por el techo y la chimenea.

—Muy bien, muchas gracias, señor Begnat.

—Siempre tan respetuoso —comentó Eric.

—El chico está muy bien educado —replicó Lucien—. Alguien debería aprender de eso. Pero ya sabes, Héctor, que prefiero que me llames Lucien.

—Disculpad. Es que son muchos años —le rascó la cabeza a su perra. Lucien estalló en una carcajada alegre.

—¡Cuánta razón tienes! Son ya muchos años... —suspiró, recordando—. Bueno, pero ahora las cosas han cambiado. ¡Ahora somos una familia!

Los cuatro sonrieron.

Lucien Begnat tenía siempre una sonrisa en los labios y trataba con entusiasmo a sus seres más cercanos. Pero también sabía ponerse firme cuando era necesario, como cualquier buen hombre de su tiempo. Aunque David y Ana sospechaban que era en realidad Claudine la que tenía el toro cogido por los cuernos. David gruñó para sí; como su hermana Ana, vaya, cuando sacaba todo su genio. En general, Ana era dulce, calmada, incluso tímida para la gente desconocida, pero nunca le faltaba energía. Sin embargo, tenía tanto carácter que, cuando se enfadaba, podía poner a sus hermanos firmes sin ningún problema.

David era igual de reservado para los desconocidos, incluso demasiado seco. Pero se deshacía en mimos y caricias con sus seres queridos. En especial, con sus hermanos. No estaba tan centrado en el mundo real como Ana, quizá porque Eric le había pegado su aire soñador. Se le daba fatal expresar sus sentimientos, y eso le había valido más de un malentendido con sus vecinas del pueblo.

Mujeres, se dijo. Quién las entiende...

4 de junio de 2011

III.

Ana suspiró y deshizo el abrazo.

—Vamos a bajar ya, Claudine no puede prepararlo todo sola —dijo. Inspiró el frío de la mañana mientras se ponía su misma chaqueta abrigada. Se frotó las manos —. ¿No ha llegado muy pronto el invierno?

—Tienes razón, no es normal que haga tanto frío.

—¿David, Ana? —los llamó una voz femenina desde abajo. Escucharon ladrar a la perra de su hermano—. ¿Estáis despiertos?

Los mellizos se miraron y sonrieron casi a la vez. Los escalones de madera crujieron cuando sus pies metidos en calientes zapatillas de fieltro forrado los fueron pisando uno a uno. En la planta baja del edificio habían habilitado una única estancia en la que se combinaban la cocina y un modesto salón. La chimenea llenaba la habitación con su luz rojiza y cálida. En una mecedora estaba sentado Héctor, que movió la cabeza cuando los escuchó bajar.

—Buenos días, muchachos —los saludó Claudine, al tiempo que recogía su melena, que ya empezaba a blanquearse, con una cinta de raso y flores de hilo amarillo—. ¿Qué tal habéis dormido?

—Hola, Claudine —Ana la besó en la mejilla y se recogió también sus rizos oscuros—. Bueno, he dormido mejor otras noches. Me despertó el frío.

—¿También a ti? —la mujer fue hasta el armario y sacó un cuenco de barro—. Entonces no ha sido una impresión mía. Ha venido muy pronto el invierno.

—Pues yo he dormido como un tronco —murmuró David, bostezando y estirando los brazos—. ¿Lucien y Eric siguen durmiendo?

Claudine soltó una carcajada. A David le gustaba la risa de esa mujer.

—Como si no conocieras a mi marido. Él tendría que despertar al gallo con sus madrugones. En cuanto se ha levantado, ha puesto en pie a Eric y han salido. Han ido a ver a Leffou, quería que hoy desayunáramos pan caliente. David, ¿te importa ir a ordeñar a la cabra? Ana, querida, tú ven conmigo, tenemos que abrir el taller.

—De acuerdo —Ana dejó de rascarle las orejas a Daga para ponerse al lado de la puerta, rápida como un corzo—. ¡Despierta, David!

—¿A la cabra? —gimió él.

—Ahá —Claudine depositó el cubo de lata sobre sus manos.

—Pero hace frío...

—Abrígate, que no será por tela en esta casa. Vamos, Ana.

—Vuelve de las nubes, hermano —canturreó Héctor cuando escuchó la puerta cerrarse tras las dos mujeres—. ¿Es que no te apetece tomar lecha calentita, con el frío que hace?

—¿Vas tú a ordeñar a ese animal? —gruñó David.

—Sabes que si pudiera lo haría —se rió Héctor—. De hecho, estoy pensando que no es muy complicado. Quizá si pueda hacerlo.

—No, quédate en casa —David fue hasta el perchero y se puso una chaqueta y una bufanda—. Hoy hace mucho frío, no vayas a enfermar.

—De verdad que puedo ir yo —insistió Héctor, haciendo amago de ponerse de pie.

—Mañana, tal vez, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —su hermano sonrió—. Asegúrate de que coges a la cabra de las ubres, y no de los cuernos.

—¿Es que hoy nos hemos levantado todos graciosos? —protestó David, co una sonrisa enorme cuando escuchó la risa cantarina de su hermano.

David salió por una pequeña puerta a un cuarto oscuro pero bien resguardado del frío y la humedad, donde estaban guardados los rollos de tela, las pocas herramientas de labranza que conservaba Lucien, el marido de Claudine, y un par de trastos acumulando polvo. El muchacho tanteó con la mano hasta tocar una portezuela de madera. Chirrió al abrirse, goteando una fría escarcha sobre su cabeza.

El cuarto cerrado que acababa de cruzar había sido en realidad una cuadra que podría haber albergado a dos caballos o mulas. Pero como el matrimonio sólo tenía una cabra, había adaptado la vivienda según su oficio, dejando el espacio suficiente al animal para resguardarse del frío en invierno y tomar el sol en verano.

Cuando David llegó, la cabra agitó la cabeza y con ella la campana de latón que le colgaba del cuello. Al chico siempre le había hecho gracia ese sonido.

—Buenos días, Penélope —no podía pronunciar el nombre sin reírse—. ¿Sabes a quién le toca ahora darme los buenos días a mí?