Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

29 de mayo de 2011

I.

Era de noche y hacía frío. El invierno decían que llegaba antes a la zona sur de Velônia, lo cual era contradictorio. Pero ese año el frío había decidido acercarse al país desde abajo, trepando como una blanca enredadera.

La noche estaba tranquila. Aparentemente tranquila. Las luces de la granja permanecían encendidas y los perros, apostados en la puerta de la casa, permanecían rígidos y con el pelo del lomo erizado, quietos como estatuas, señalando con sus hocicos el camino de tierra que conducía al bosque.

Crecían muchos bosques frondosos en toda Velônia.

Uno de los granjeros se abrigó y esperó a que su hermano y su padre se abrocharan las botas. Miró por la ventana la luna menguante en el cielo. Era una enorme sonrisa que se divertía con ellos. Se estremeció.

—Deberíamos olvidarlo —dijo en voz alta, haciendo temblar la llama de la vela que tenía sujeta en la mano. —No salgamos esta noche.

—Silencio —ordenó su padre. —Esta noche saldremos.

Su hijo bajó la cabeza, escuchando cómo su hermano tomaba entre las manos la horquilla de metal.

—Pienso traer a mi perro de vuelta.

Pese al miedo que el menor de los hermanos sentía, los tres salieron. Acariciaron a los perros y miraron con ojos desafiantes el bosque que la luz lunar iluminaba de blanco. Los cipreses se agitaban con la brisa, como una cortina de plata. Al menor le temblaron las rodillas sólo de verlo.

Los perros gruñeron cuando los azuzaron para que caminaran junto a ellos por el sendero, dispuestos a introducirse en el bosque. Uno de los animales más jóvenes de la jauría había entrado esa tarde en el bosque. Y no había vuelto. La luz de la linterna parpadeaba entre las manos temblorosas del hermano menor, que sostenía una azada con la otra mano. De vez en cuando uno de los perros se frotaba contra su pierna, y eso le daba seguridad.

Dentro del bosque, todo era silencio.

La luz de la luna apenas se filtraba entre las ramas de los cipreses, tan juntos, y el murmullo del río parecía haberse apagado. Cuando una ráfaga de viento apagó la vela, los perros se pegaron al suelo embarrado, gruñendo quedamente. Los hermanos se clavaron en el suelo, dispuestos a defenderse de cualquier amenaza.

Y, en el silencio, un ruido les erizó el vello sudado de la nuca.

—¿Qué es eso? —balbuceó el menor, asiendo con fuerza el mango de la herramienta.

Escucharon el viento entre los árboles. Les trajo un sonido extraño y gutural, como si alguien estuviese intentando vomitar. Avanzaron el padre y el mayor, acompañados de los perros. El menor estaba paralizado de miedo.

—Padre, olvidémoslo. ¡Volvamos a casa! —el terror le hizo gritar.

A su padre no le dio tiempo a responder. Delante de ellos, la luna recortó una silueta tendida en el suelo. Al momento la distinguieron por su pelaje cobrizo: era el cachorro que se les había extraviado. No se movía. La brisa les trajo el olor de la sangre.

Al hermano mayor tampoco le dio tiempo a blasfemar contra el mundo. Junto al perro apareció una figura encorvada e indefinida. Parecía vestir una larga sábana negra y raída sobre su cuerpo. Bajo la luna brillaron unas garras afiladas que parecían de cromo. El extraño ser comenzó a succionar del cuerpo del perro, ante el terror y el asco de los tres hombres. Pareció que alguno quería murmurar clamando al cielo.

Uno de los perros agachó las orejas. El menor de los hermanos, aterrorizado, soltó la azada, que cayó sobre el barro con un sonido que retumbó en la bóveda vegetal como una campana de iglesia.

La criatura negra se detuvo y pareció darse cuenta de que tenía espectadores. Se alzó por encima del perro y la jauría se puso a ladrar como loca.

El hermano menor dio un grito.

—¡Corred! ¡Fuera!

—¡Demonio!

El ser abrió los brazos como para envolverlos a todos en la más negra oscuridad. Los golpeó una vaharada de putrefacción y carne descomponiéndose. El padre cayó al suelo y no le dio tiempo a correr. Los perros salieron cada uno en una dirección. El hermano mayor, para vengar a su padre, se lanzó contra la criatura. Su última visión fue una especie de media sonrisa en el interior de la oscuridad.

El hermano menor huía desquiciado sin saber a dónde. Chocó contra un árbol y se puso a temblar, mirando frenéticamente en todas direcciones. Aulló de pánico cuando las gotas de sangre que desprendía la negra criatura le cayeron sobre el hombro.

Los chillidos de los hombres se los comieron los cipreses y sólo los animales de la granja se despertaron agitados. El olor a sangre y carne fresca les hizo temblar. Hacia el cielo no llegaron ni los gañidos de los perros.

La luna seguía siendo una sonrisa que se divertía con el espectáculo.

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