Ana terminó de quitar el polvo a los muebles de la tienda mientras Claudine abría las cortinas y dejaba entrar la luz y el fresco por las ventanas. Desde la calle llegaron saludos cercanos.
—Buenos días, señora Begnat.
—Buenos sean, señor Lafflé —respondía la mujer, agitando la mano, con medio cuerpo fuera de las ventanas.
—Buen día, señora Begnat. Hace frío esta mañana, ¿verdad?
—Sí, así es, señora Couterplaque. ¡Abríguese!
Ana sonreía, escuchando las voces que saludaban a la costurera. Era una mujer respetada, desde luego, porque si había algo que no le faltaba era carácter. Eso, y mucha mano para su oficio. A la muchacha le fascinaba la sencillez con que tejía preciosos bordados en los dobladillos de las capas de invierno o cómo con la aguja sembraba flores en una tela sencilla.
Siendo franca consigo misma, y procuraba serlo siempre, el oficio de sastre no era lo que más le apasionaba del mundo, pero era lo que se les había ofrecido y nunca se atrevería a protestar. No después de todo cuanto el matrimonio Begnat había hecho por ellos. Claudine solía decirle que ella también tenía talento para bordar y coser, pero Ana no estaba del todo convencida de eso.
Simplemente, aprendía deprisa. Había pocas cosas que se le dieran mal.
Claudine se llevó las manos a las caderas y pasó una mirada de inspección por encima de la tienda.
—Bien, esto ya está. Vamos a desayunar, Ana. Estos zánganos ya habrán devorado todo el pan que nos han traído.
La chica profirió una carcajada.
Cuando volvieron a la cocina, los hombres las recibieron con protestas porque se les enfriaba el desayuno. Además, porque tenían hambre y les esperaba por delante una jornada intensa. Esa mañana vendrían las telas encargadas por Claudine en la capital; las traían del mismo centro de Velônia.
—Espero que no se hayan confundido. Las telas han hecho un viaje muy largo hasta aquí. Y muy costoso, si se me permite señalarlo —dictaminó la señora Begnat, mientras recogían la mesa.
Héctor esbozó una sonrisa que sólo vio su hermana. Eric se rascó la cabeza y preguntó por qué era necesario tanto trámite por unas telas.
—Si al final podemos conseguirlas en Exeter. Y más baratas, si se me permite señalarlo —sonrió a su madre, que le tiró de una oreja.
—¡Vigila esa lengua, jovencito! —se rió ella, alzando la cabeza—. No podemos hacerle un traje a la marquesa con tela mundana y corriente de su misma marca. Tenemos que traerle lo mejor, que para eso nos va a pagar.
—Sí, pero el viaje y los gastos no corren por su cuenta —dijo Lucien, con el ceño fruncido—. Sigo pensando que es una locura. Claudine, ¿de verdad quieres hacerlo?
—Estoy decidida a ello, querido. La marquesa quería un traje del taller de los Begnat, y lo va a tener. Además, no tienes por qué preocuparte. No haré ese viaje hasta finales de semana. Y me acompañará Ana, ¿de qué te puedes preocupar?
Ana esbozó una sonrisa. David suspiró suavemente; a él tampoco le hacía gracia separarse de su hermana. Tal vez fuera por el tópico de que los gemelos están siempre juntos, pero se le hacía extraño el mundo si ella no estaba a su lado. Ana cruzó una mirada con él y supo qué estaba pensando. Porque ella pensaba exactamente en lo mismo. Pero no podía decirle que no a Claudine, era un encargo muy importante. Eso también lo sabía David.
—David, muchacho —lo llamó Lucien—. Recuerda que hoy tienes que ir a ver a Clemont, para pedirle prestados dos caballos. Aunque creo que casi sería mejor que os fuerais en una diligencia, Claudine. ¿No sería más cómodo?
—A la aristocracia no se la tiene que hacer esperar, querido.
—Tiene razón, padre —la apoyó Eric, sentándose en el suelo para rascarle el cuello a Daga—. Los nobles son gente muy refinada. Se pueden negar a pagarte si llegas con retraso. Y siempre quieren las telas más exquisitas. Las aristócratas tienen la piel delicadísima.
Su padre lo observó con los ojos muy abiertos.
—¿Éste de quién es hijo? —preguntó al aire.
Las risas de la cocina taparon el sonido de la campana que colgaba del umbral de la puerta de la tienda. Así que ninguno escuchó entrar a la persona que, segundos después, golpeó la puerta de la cocina. Ana se levantó para ir a abrir.
Daga echó las orejas atrás y se puso rígida. Sólo Héctor, que la estaba tocando, lo percibió.
—¡Señor Hitthan! —exclamó la muchacha, sorprendida—. ¿Se encuentra usted bien?
—Buenos días, Ana —entró en la cocina. Sus pupilas se habían achicado, como si se escondieran del sol, y le temblaban las manos—. Perdonad esta intromisión, Lucien, Claudine. Pero necesitaremos aguja e hilo.
Las piernas del hombre parecían a punto de dejarlo caer al suelo. De pronto, la perra se puso en alerta y, cubriendo con su cuerpo cobrizo a su dueño, la emprendió a ladridos contra el recién llegado, con el pelo erizado y las orejas hacia atrás. Enseñó los dientes con fiereza cuando el señor Hitthan se movió un poco.
Héctor no pudo detener a su perra. David la agarró del cuello para que no se tirase a morder al recién llegado. La cogió del collar, muy fuerte, y se arrodilló junto a ella. La baba le salpicó las mejillas, Daga estaba histérica. El hombre se apartó. Siguió frotándose las manos con nerviosismo.
Antes de que nadie pudiera decir nada, Héctor se puso de pie.
—¿Qué ha pasado, señor Hitthan?
El hombre se pasó la lengua por los labios resecos. Sus cabellos y sus ropas llevaron un aroma muy desagradable hasta la nariz de Ana, que hizo un esfuerzo por no mostrar la náusea que le trepaba por el pecho.
—Han encontrado los cadáveres desfigurados del señor Freg y de uno de sus hijos en el bosque. A ellos junto con siete perros muertos. El segundo hijo está desaparecido.
Esto empieza a ponerse interesante, jujujujuju... ^^
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