Ana estudió la respuesta. Y finalmente, meneó la cabeza de lado a lado. El Cazador de Estrellas. Una leyenda que perseguía al pueblo de Saint Polain.
—¿Te crees esas historias de niños? —preguntó, intentando esconder detrás de su pelo negro la sonrisa que se le había dibujado.
—¿Y por qué no? —respondió su mellizo, apoyando la mejilla en su espalda, sin deshacer el abrazo—. Son bonitas. ¿Te lo imaginas? Canturrear una canción y ver aparecer a un pájaro precioso, brillando como las estrellas que se come. ¿De verdad no te gustaría?
—Estás en las nubes, David —se rió Ana.
—Se está muy bien allí contigo, entonces.
Se rieron juntos. La oscuridad cada vez era mayor y no tardarían en necesitar una vela para poder ver algo más que la silueta de sus cuerpos recortadas al lado de la ventana. El pueblo empezaba a silenciarse. Los ladridos de los perros sonaban un tono más triste. Las ventanas chirriaban y los grillos afinaban sus gargantas para el canto nocturno.
David levantó la cabeza casi al mismo tiempo que su hermana cuando escucharon que llamaban a la puerta. Por la ventana, el azul se volvió negro muy rápidamente. Un par de nubarrones ocultaron las estrellas. Ana se puso de pie; el lugar donde los brazos de su hermano habían retenido calor se enfrió muy deprisa.
—¿A estas horas quién es? —preguntó al aire.
Escucharon a Daga dar un ladrido. Y supieron que tenían que bajar.
En el primer piso, una pequeña figura apareció delante de Claudine, que sostenía la puerta sin terminar de creerse lo que veía.
—¡Angela, niña! ¿Qué haces a estas horas fuera de casa? ¿Sabe tu madre que has venido?
—Quería ver a David —murmuró la niña, empujando a la mujer con los brazos para entrar en la habitación contigua a la tienda.
Daga ladró por su presencia, asustándola. Se agarró a las faldas de Claudine, que con un gesto hizo callar a la perra, y sentó a la niña en una de las sillas que desde el desayuno estaban junto a la mesa.
—Mi cielo, no puedes andar tú sola por ahí cuando ha oscurecido. ¿Y si te pasara algo?
—Calma, Daga, calma. ¿No ves que es Ángela? —Héctor acariciaba a la perra, que seguía rígida—. Tú la conoces, tú juegas con ella. Anda, no gruñas.
La niña apretó las manos, mirando al animal con aprensión. Claudine se percató de esa mirada y suspiró. Relacionó los ladridos de la perra con la visión del muerto colgado boca abajo que habían visto. Le pasó la mano por el rostro, deseando que su marido y su hijo regresaran pronto. En representación de la familia, se habían quedado a compartir la precaria comida que las mujeres Freg ofrecieron después del entierro. Lucien y Eric habían hecho el camino miles de veces, pero Claudine no podía evitar temblar cuando pensaba en el mundo fuera de su casa.
Ahora mismo, la noche le daba miedo.
—¿Ángela? —Ana apareció por las escaleras y apoyó una mano en la cadera—. ¿Qué estás haciendo tú aquí? Es muy tarde para que andes sola.
—Ya me lo ha dicho Claudine —replicó ella, arrugando la nariz. Pero cuando vio a David asomar la cabeza por detrás de su hermana, se olvidó de la muchacha y prácticamente corrió a los brazos del chico—. ¡Oh, David!
—¡Ángela! ¿Por qué estás aquí? —él se arrodilló e hizo que la niña lo mirara a los ojos—. ¿Es que ha pasado algo malo, pequeña? ¿Y tus padres?
Ella negó con la cabeza, acariciando la mejilla de David con sus largos mechones cobrizos. Sus ojos claros brillaban con la luz de las lámparas y la chimenea, que caldeaba la habitación. La barbilla le temblaba.
David abrazó a la niña sin querer preguntar nada más. A su lado, Ana los observaba sin saber qué pensar con exactitud.
Ángela Focq era la hija menor de los panaderos del pueblo. Tenía trece años, el rostro cubierto de pecas, el cabello castaño cobrizo y unos enormes ojos azules, curiosos y vivaces. Era una niña de naturaleza desobediente, así que no le extrañaba que se encontrara allí sin permiso. Lo que intrigaba a Ana era el amor repentino que parecía tener la niña con su hermano.
Suspiró.
David deshizo un momento el abrazo. Ángela se apresuró a agarrar las mangas de la camisa negra del muchacho, para asegurarse de que no rompían el contacto. Él tomó aire antes de empezar a hablar.
—Ángela, ¿por qué has venido? —preguntó muy suavemente.
Ella bajó la cabeza. Volvía a temblarle la barbilla.
—Tenía miedo —balbuceó—. El hijo del señor Freg estaba colgando del árbol... —empezó a respirar a toda velocidad. Abrió mucho los ojos—. ¡Estaba colgado! ¡Y se le salían las tripas! ¡David!
—¡Ángela! —exclamó Claudine, poniéndose de pie.
—Shh... —David la estrelló contra su pecho muy fuerte, para ahogar el chillido. Era él quien se estaba poniendo nervioso—. Tranquila, pequeña. No pasa nada. Olvídalo.
—Deberíamos llevarla a casa —murmuró Ana—. Ya va siendo hora de que cenen.
—¡No! —Ángela clavó las uñas en la piel de David, exactamente igual que esa mañana. Él podía percibir la histeria en su pequeño cuerpo—. ¡No quiero, no quiero! ¡No quiero salir a la calle, tengo miedo!
—Que se quede —habló Héctor, sosteniendo a Daga. La perra se alteraba con los gritos—. Deja que se quede con nosotros, Claudine. La niña... no está en condiciones de volver a casa. Sus padres lo comprenderán.
—¿Y quién va a avisarlos? —quiso saber la mujer, mirando de reojo a la niña.
David miró a su hermana. Fue suficiente.
—Cuando se duerma, iremos nosotros —dijo Ana. Se agachó y acarició el pelo de la chiquilla con cariño, recordando los ojos del hijo menor de los Freg—. No te preocupes, Ángela. Esta noche te quedarás con nosotros.
¿Que saldrán de noche ellos solos? ¿Después de lo sucedido y siendo la última noche de luna menguante? ¬¬
ResponderEliminary qué rollito se llevan Ángela y David? XDD
Me encanta. Que ganas de leer el siguiente ^^