Ana caminaba despacio detrás de Eric, abrigada hasta la nariz. Pero aún así tenía frío. Sus dedos congelados buscaban calor entre los pliegues de la ropa. El mareo con el que se había levantado no se despegaba de sus párpados, la hacía parecer todavía dormida.
Le castañeaban los dientes y temblaba. Tenía que esforzarse por seguir al muchacho, que parecía no darse cuenta del frío que de la calle. ¿Es que no lo sentía? Cada vez que inspiraba, Ana tenía la impresión de que le bajaba por la tráquea una cuchilla de hielo. Le dolía respirar.
Boqueó, se quedó sin aire un momento, y las piernas le fallaron. En su mente sólo estaba la visión de la ventana abierta, con la cortina ondeando al son del viento matutino. ¿Por qué estaba la ventana abierta? ¿Habían dormido así, con el frío que hacía? Y ella... ¿dónde había dormido? ¿Con su mellizo? ¿Con Héctor?
¿Qué había pasado?
Corazón.
Una voz. ¿Corazón?
Al dar un paso volvió ese terrible dolor en el pecho. Como si la atravesara una púa de hierro. No se pudo mover y sus dedos buscaron desesperadamente algo a lo que agarrarse. Le dieron náuseas y se le nubló la vista. Una mano tomó sus dedos fríos y rígidos para sujetarla. Consiguió diferenciar la sonrisa de Eric a pocos centímetros de ella.
—Hoy estás dormida, ¿eh? —le dijo el muchacho, con una suave risa—. Venga, que cuanto antes lleguemos, antes volveremos a casa.
Ana quiso retener su mano para tener un punto en el que apoyarse, pero el chico se dio la vuelta y volvió a dejarla colgando del aturdimiento que le golpeaba las sienes. Se le acaba el aire, no podía respirar. Le vinieron arcadas y se tapó la boca para controlarse.
Un sudor frío le bajó por el cuello y la espalda, inutilizando toda la ropa que pretendía mantener el calor de su cuerpo. Se echó a temblar con violencia e, inconscientemente, se llevó la mano al pecho, presionando como si se fuera a desmontar.
La calle se llenaba de gente conforme avanzaba el sol. Los ruidos se sobreponían unos a otros; los ladridos de los perros, las risas, los gritos, el chirrido de las ventanas. Todo formaba un remolino exasperante que tenía como centro a la muchacha. Ella pugnaba por salir de ese mareo que la derribaría en cualquier momento.
Las piernas dejaron de responderle. Se quedó clavada en el suelo, como si los tacones de sus zapatos se hubieran adherido a la escarcha. Eric se dio la vuelta y se sorprendió al verla tan lejos.
—¿Ana? —se acercó y tiró de ella—. ¡Venga, vamos!
—Tengo frío... —farfulló ella, por debajo de la bufanda.
—Tampoco es que yo tenga mucho calor. Va, que casi hemos llegado.
En el punto de intercambios, les dieron las telas. Los comerciantes, ricos burgueses recién llegados de Exeter, le hicieron un par de preguntas a Eric sobre el negocio de sus padres. Como es natural, el chiquillo se deshizo en elogios, escudándose en que no encargarían telas tan caras si de verdad no fueran brillantes en su profesión. Eric tenía un don de gentes especial para los adinerados y finos comerciantes. Aquellos quedaron tan encantados con la delicadeza expresiva del muchacho, que acordaron visitar el taller tan pronto como resolvieran sus negocios.
A Ana toda la conversación le llegó de lejos. Eric supo desenvolverse muy bien solo, y se dirigió a ella para darle los rollos de tela que le correspondía llevar. Le tocó cargar con poca cosa, pero a sus débiles brazos les pareció que llevaban a cuestas todo un rebaño de cabras. Se tambaleó detrás de Eric.
El dolor volvió al pecho, ese dolor insoportable del que no podía desprenderse. Le pesaba el cuerpo, todo el cuerpo. Tropezó y temió caer sobre los adoquines. En su pecho latía un objeto punzante que le mordía y le hacía daño. Se ahogaba.
Asustada, quiso llamar a Eric.
—Eric... —el aire se le escapó por la boca y en vano luchó por conseguir más. —Eric...
Tosió y su saliva salpicó el envoltorio de las telas.
—¿Te has resfriado? —le llegó la voz de muy lejos—. ¿Ana?
Ella empezó a ver borroso. Se quedó quieta, pues los pies no pisaban en ninguna parte. Sus músculos se congelaron y perdió la fuerza, sintiendo que su propio cuerpo se desmoronaba.
Se desplomó en el suelo. Los rollos de tela dieron vueltas a su alrededor. La voz alarmada de Eric le llegaba como si estuviera debajo del agua. Escuchaba golpes y ladridos, gritos.
—¡Ana! ¡Ana, contesta!
—¿Qué ha pasado? ¿Qué le ocurre?
—¿Está bien?
—¡Oh, Dios mío!
—¡Ana! —Eric la zarandeaba, pero ella no se daba cuenta. Pronto todo fue un vacío negro y congelado—. ¡Ana! Ana. An...
Pero qué está pasando aquí????
ResponderEliminarCae David, cae Ana, entraron por la ventana hasta sus camas?, corazón?, uno?, dos?, mitad?
ME ENCANTAAAAA!!!! ^ .^