Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

10 de diciembre de 2011

XXVIII.

Durante los días siguientes, los mellizos Cambroix apenas se dirigieron la palabra. David, aunque no sabía por qué, seguía profundamente enfadado con su hermana. Nunca le había pasado nada parecido; era habitual discutir ente hermanos, y más siendo mellizos, pero las cosas se arreglaban pronto. A veces, en cuestión de minutos. Nunca una pelea los había mantenido alejados tanto tiempo. Esta vez, el mellizo sentía que era diferente. Le dolía la actitud de Ana al pretender ignorar todo lo que habían vivido, lo que habían visto. No se lo había preguntado, ¿pero cómo era capaz de dormir? Cada vez que David cerraba los ojos veía esas sombras negras saltando sobre él, escuchaba gritar a las fallecidas Freg, respiraba el perfume de la muerte en sus manos.

David no lo comprendía. Así que evitaba cualquier cruce de palabras con su melliza; quizá porque tampoco sabía qué decirle.

Ana, contrariada y orgullosa, tampoco intentaba un acercamiento. Claudine seguía pensando que el enfado de David era fruto de los celos y lo tomaba casi como una broma. Le decía a la muchacha que ya se pasaría. Ella sonreía, mordaz.

—Sí. Es cierto —decía, cuidando que David pudiera escucharla —. Es cuestión de tiempo que mi hermano entre en razón… y asuma que he tomado una decisión correcta. Se adaptará.

Él nunca respondía.

Claudine no le dijo nada los primeros días. Sonreía, meneaba la cabeza, le daba palmaditas en la espalda. David prefería que su madre adoptiva siguiera pensando que solo estaba celoso. En realidad, pasaba mucho tiempo intentando convencerse de que la decisión de su hermana era la correcta. La sensata. La lógica. Pero en su pecho crecía la turbación. Nada podía volver a ser lógico después de que tanto Ana como él siguieran caminando sólo con medio corazón.

Una tarde, justo después de comer, Claudine llevó aparte a su hijo Eric para pedirle, a caballo entre una súplica y una orden, que hablase con David. Estaba preocupada porque nunca sus mellizos habían estado tanto tiempo sin hablarse. Su hijo acogió la idea con entusiasmo.

—Tranquila, madre —le dijo, y le dio un cálido beso en la mejilla —. Estoy seguro de que David solo necesita a alguien que lo escuche, nadie le ha preguntado como se siente. Seguro que se verá a sí mismo como un incomprendido. Tampoco tiene que estar siendo fácil para él.

Claudine arqueó una ceja.

—¿Y desde cuándo piensas tú con tanta profundidad en los sentimientos de David? —su hijo se sonrojó. Ella puso los ojos en blanco —. La cabeza en las nubes, eso es lo que tienes. Anda, ¡corre! Solo necesito una conversación corta, que vuelvan a tratarse como hermanos y no como desconocidos. Nada de tonterías, Eric.

El muchachito asintió muy deprisa, saltó de la silla y se fue a buscar a David. El mellizo había salido a llevar un juego de camisas a casa de los Focq, él mismo se había encargado de remendarlas porque estaban hechas un desastre. No estaba muy seguro de que el resultado hubiera sido bueno; sin embargo, la señora Focq pareció muy complacida. Felicitó al muchacho e incluso lo invitó a merendar, pero él se excusó muy educadamente y se marchó.

Escuchó la vocecita de Ángela despedirlo. Se volvió y vio su pequeña nariz asomada a una ventana. Sonrió y agitó la mano para saludarla. Ella, ruborizada, se escondió detrás del cristal. David no tenía el cuerpo como para amores platónicos infantiles. Sólo le apetecía pasear y despejarse.

Caminó sin rumbo por el pueblo hasta llegar al puente en obras que pasaba sobre el Märitt. Saludó con la cabeza a los canteros que perfilaban uno de los sillares de la balaustrada. Se apoyó en el lado terminado y respiró profundamente. La oscuridad se comía al sol muy deprisa, el invierno cada vez estaba más y más cerca. Las primeras estrellas brillaron en el cielo, de color rosado y púrpura. Todavía se podían ver las montañas y los bosques, las granjas y haciendas del Camino Real.

Se sostuvo con los dos brazos sobre la piedra. Inclinó el cuerpo hacia delante y se vio en el río. Más bien se intuyó, porque la oscuridad no le permitía diferenciar sus rasgos. Volvió a suspirar. Habían cambiado todo desde la última vez que se miró a un espejo, pensó. Se acordó de pasar por aquel mismo puente, manchado de sangre y barro, hacía unas cuantas noches, abrazado a su hermana como la única certeza en este mundo, ahora habitado por sombras confusas y pájaros míticos.

Echaba de menos a Ana. Sin ella… no estaba completo.

En el reflejo del río, los ojos de David emitieron un destello plateado. El muchacho se apartó casi de un salto, con el pecho agitado. Miró en todas direcciones, para asegurarse de que nadie había visto nada e intentó calmar su respiración acelerada. Se llevó una mano al pecho. Aunque a medias, su corazón seguía latiendo, y a toda velocidad. Tragó saliva, dio pasitos cortos y se atrevió a asomarse de nuevo.

Su reflejo no era más que una mancha oscura. Nada de brillos ni destellos.

—¡David! ¡David!

El mellizo Cambroix se pasó la mano por el pelo. Desde luego, había sido una imaginación muy real. Se frotó los ojos. Quizá se estuviese obsesionando con todo lo ocurrido, su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

—¡David!

Se miró de nuevo en el río. Sus ojos volvieron a brillar, y esta vez lo vio claramente. Contuvo la respiración, y sólo tomó aire cuando la mano de Eric le apretó el hombro y le hizo dar la espalda a la balaustrada del puente.

2 comentarios:

  1. ¡Oishh! ¡Se me van a volver todos locos! ¿Por qué le brillarán los ojos?

    Tengo ganas de leer el siguiente ^^ A ver si coges más costumbre de escribir... que se echa de menos tus entradas cortas pero llenas de contenido XD

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  2. No puede controlarlo?
    Igual solo él y su hermana ven sus ojos brillar.

    Se dará cuenta Eric???

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