Las ubres de la cabra estaban ásperas y frías. David se preguntó si el animal estaría lo suficientemente resguardado. Claudine tenía razón, a Saint Polain, su pueblo, había llegado antes el invierno. Cosa extraña, porque estaba situado muy al sur de Velônia. No quiso imaginar cómo lo estarían pasando en el norte, en Frave o en Sttroghenburg. Esas ciudades, le habían contado, eran hielo puro.
Penélope le dirigió una mirada simpática desde sus ojos negros. El chico sonrió y le acarició la cabeza. Le gustaba mucho la cabra; lo que no le gustaba era ordeñarla. Sopesó la posibilidad de que lo hiciera Héctor. En realidad, no era demasiado complicado. Lo hablaría con Claudine y Ana.
La cabra soltó un balido. El vaho de David se escapó de su bufanda y viajó por el techo del pequeño establo. Si salía fuera podía ver el corral de la casa de detrás. Desde que tenía memoria, había estado deshabitada. Le daba lástima, porque era un edificio bonito, pero se caía a pedazos.
Cuando el cubo estuvo lleno y las ubres de Penélope vacías, entró de nuevo en casa pasando otra vez por el pequeño almacén. Desde su llegada, la familia de Lucien había tenido que hacer muchas reformas. El taller del piso superior había sido habilitado para que durmieran los tres hermanos y habían cerrado el establo para la cabra. El chico seguía pensando que el taller estaba bien en la tienda, a la gente le gustaba ver cómo trabajaban los maestros. Enfrente de la habitación de los hermanos estaba la de la familia Begnat, donde dormía el matrimonio y su único hijo, Eric.
Lucien Begnat era un afamado sastre en todo el pueblo, y su fama se extendía por toda la Marca del Norte. Había recibido ya un par de encargos de los marqueses, que enviaban a alguien cada vez que pasaban tiempo en Exeter, la ciudad vecina. Al matrimonio le venían bien estas visitas, que los ponían al día sobre la moda de la urbe y del resto de territorios en general. Además de preciosos bordados y telas suaves como una caricia, se dedicaban apañar la ropa de los que no podían pagarse prendas nuevas, a un módico precio. Lucien solía decir que él no hacía nada gratis, pero que sí hacía cosas muy baratas. Claudine Begnat era una mujer con unas manos sorprendentemente habilidosas para la costura. Aunque no descendía de familia con tradición de aguja e hilo, el matrimonio con Lucien parecía haber despertado en ella un talento natural. Lucien presumía de su mujer diciendo que en la aristocracia del marquesado se peleaban por sus diseños más novedosos y por su gusto exquisito.
El taller de los Begnat estaba muy bien situado, en el centro del pueblo casi, junto a la iglesia (David deseaba romper el badajo de la campana algún día, porque lo despertaba cuando los monjes iniciaban sus oficios). Claudine había redecorado su negocio con acierto; cada vez más viajantes se detenían un momento para admirar la mercancía. Saint Polain era una población concurrida. El creciente comercio hacía brotar nuevas riquezas en las poblaciones. Además, estaba muy cerca de unos ríos donde se había instalado hacía muy poco unos molinos de agua. De modo que los panaderos, que empezaban agruparse en gremios, también estaban notando la llegada de la riqueza. Estaba tan cerca de Exeter, la capital, que muchos burgueses ricos se estaban construyendo casitas para pasar temporadas de buen tiempo. Los ríos confluían en unos lagos que parecían espejos, justo en el centro del bosque. Los lagos de Saint Polain, conocidos en todo el marquesado e incluso más allá.
David entró en la cocina justo cuando por la puerta aparecía Lucien, un hombre delgado y de aparente constitución débil, pero con un gran aguante, acompañado de su hijo de diecisiete años, Eric. Eric esbozó una enorme sonrisa cuando sus ojos se cruzaron con los de David.
—¡Buenos días! —lo saludó, depositando el pan casi humeante en la mesa.
—Hola, Eric, Lucien. ¿Habéis dormido bien?
—De maravilla. Pero la campana volvió a despertarme —el muchacho intercambió una mirada cómplice con el mellizo—. Maldita campana.
Él sonrió.
Eric Begnat era un chico de cuerpo atlético y mirada tímida. Era un soñador al que le costaba volver al mundo terrenal, siempre estaba fantaseando acerca de la vida en otras ciudades. Sobre todo, con la vida en la Corte. Le apasionaba el mundo que rodeaba a los nobles. Todas estas confidencias las compartía con David, con quien siempre se había llevado muy bien. Incluso antes de que fueran a vivir con ellos. El mellizo imaginaba que lo que le faltaba a ese chico era una hermana o un hermano tan maravillosos como los suyos.
—Buenos días, muchachos. ¿Cómo te encuentras, Héctor? —preguntó Lucien.
El joven levantó la cabeza con la mirada vagando por el techo y la chimenea.
—Muy bien, muchas gracias, señor Begnat.
—Siempre tan respetuoso —comentó Eric.
—El chico está muy bien educado —replicó Lucien—. Alguien debería aprender de eso. Pero ya sabes, Héctor, que prefiero que me llames Lucien.
—Disculpad. Es que son muchos años —le rascó la cabeza a su perra. Lucien estalló en una carcajada alegre.
—¡Cuánta razón tienes! Son ya muchos años... —suspiró, recordando—. Bueno, pero ahora las cosas han cambiado. ¡Ahora somos una familia!
Los cuatro sonrieron.
Lucien Begnat tenía siempre una sonrisa en los labios y trataba con entusiasmo a sus seres más cercanos. Pero también sabía ponerse firme cuando era necesario, como cualquier buen hombre de su tiempo. Aunque David y Ana sospechaban que era en realidad Claudine la que tenía el toro cogido por los cuernos. David gruñó para sí; como su hermana Ana, vaya, cuando sacaba todo su genio. En general, Ana era dulce, calmada, incluso tímida para la gente desconocida, pero nunca le faltaba energía. Sin embargo, tenía tanto carácter que, cuando se enfadaba, podía poner a sus hermanos firmes sin ningún problema.
David era igual de reservado para los desconocidos, incluso demasiado seco. Pero se deshacía en mimos y caricias con sus seres queridos. En especial, con sus hermanos. No estaba tan centrado en el mundo real como Ana, quizá porque Eric le había pegado su aire soñador. Se le daba fatal expresar sus sentimientos, y eso le había valido más de un malentendido con sus vecinas del pueblo.
Mujeres, se dijo. Quién las entiende...
Aaaaaaay, el lago de Saint Polain... qué de recuerdos ^^
ResponderEliminarPD: Yo también querría reventar la campana del pueblo porque sé lo que se siente al dormir al lado de una de ellas...