En la habitación se hizo de repente el silencio. Sólo los gruñidos de la perra sostenían la respuesta que el señor Hitthan acababa de darles. Ana, inconscientemente, echó el brazo hacia detrás. David tropezó con su mano. Se buscaron y se apretaron los dedos con fuerza. El chico miró a todos los presentes, con la garganta seca, esperando a que alguien rompiera el maldito silencio.
Daga soltó un nuevo ladrido fiero, que Héctor silenció con un estirón en el cuello. Lucien se puso de pie muy despacio.
—¿Cómo dices?
—Se los han encontrado de madrugada, en el bosque —explicó, todavía nervioso—. Tenemos que darnos prisa, Lucien. La mujer está desquiciada.
Las sillas hicieron ruido al arrastrarse por el suelo. La familia se puso en movimiento, en dirección a la puerta. Era evidente que, pasadas unas horas, la familia Begnat sería necesaria para preparar los cuerpos sin vida para su enterramiento. Pero su vecino no había ido buscando material de funeral; buscaba ayuda. Ana pudo leerlo en sus ojos desorbitados. Necesitaban ayuda para encontrar al hijo que faltaba, atender a la familia y después, mucho después, aguja e hilo.
—Vamos, Lucien —Claudine se colocó una bufanda y se dirigió a su hijo—. Volveremos enseguida.
—No, de eso nada, yo voy con vosotros —aseguró Eric, poniéndose de pie casi de un salto.
—Y nosotros también —David apretó la mano de su hermano y dio un paso adelante.
No tenían tiempo para discutir. Ana se volvió hacia su hermano mientras su melliza cogía ropa de abrigo para los dos. El señor Hitthan y el matrimonio Begnat ya estaban en la puerta de la calle. David se volvió un momento.
—Héctor, será mejor que tú te quedes —le dijo. La mano de Héctor atrapó sin fallar la de su hermano pequeño, y la puso sobre el collar bordado de la perra.
—Llévate a Daga —le pidió—. Puede ser de ayuda —David se quedó un segundo callado—. Es un pálpito; llévatela.
El muchacho asintió, propinó a su hermano un apretón cariñoso en el hombro y tiró de la perra en dirección a la calle. El frío lo golpeó por sorpresa y le castañearon los dientes. Su hermana le tendió el abrigo, que se subió hasta donde le fue posible. Por las calles del pueblo no quedaba casi nadie. Todos murmuraban cosas relacionadas con la familia Freg.
Los adoquines de la calle desaparecieron en las afueras del pueblo para dejar paso a un camino de tierra escarchada, que empezaba a humedecerse conforme avanzaba la luz del sol. El barro se pegó a las zapatillas de Ana. Sintió un estremecimiento cuando delante de ellos se recortó la silueta oscura del bosque. Una vaharada de un olor desconocido los envolvió. La perra enseñó los dientes y se puso a gruñir. David buscó los dedos de su hermana para apretarlos otra vez con fuerza.
Dentro del bosque los cipreses retenían el hielo y el frío de la noche. Las voces que provenían del centro de la arboleda les llegaban de todas partes, como si hubiera eco. No aumentaban de intensidad según avanzaban, lo que daba la impresión de estar caminando hacia ninguna parte. La luz del sol apenas tocaba el suelo del bosque, penetrando por los escasos huecos entre las hojas más altas.
Un grupo de gente se volvió hacia ellos cuando los escuchó acercarse. Daga soltó un ladrido y David le tiró del collar para que callara. No le gustaba cómo los miraban todos. Eran personas conocidas, amigos y vecinos. Pero de pronto se le antojaron todos extraños y confusos, sombras grises dentro del bosque.
Ana relajó la tensión de su hermano acariciando su mano con los dedos, pero con la mirada atenta a todo lo que empezaba a aparecer. El grupo de gente rodeaba uno de los árboles, murmurando y santiguándose sin parar. Sus siluetas se distinguían porque la mañana ya había avanzado. Una neblina gris permanecía pegada al suelo lleno de hojas de otros arbustos y piedrecillas. El hedor que antes habían percibido aumentó. Era olor a carne podrida.
El señor Focq, el panadero al que antes habían ido a ver Eric y Lucien, casi corrió a recibirles, con la cara pálida y los ojos hundidos.
—Oh, Dios mío, Lucien, es espantoso —murmuró atropelladamente—. Los han encontrado de madrugada los perros de Trevor, cuando salía al campo con las ovejas. Es espantoso.
Vieron los cuerpos por primera vez. Los mellizos contuvieron la respiración para que el olor dejara de adentrarse en su cuerpo, provocándoles náuseas.
El grupo de gente estaba separada unos tres metros del cuerpo del cabeza de la familia Freg. Tenía las extremidades desencajadas, en una postura antinatural, y le habían abierto el pecho, sobre el que había una mezcla sanguinolenta ya seca. Junto a él yacían tres perros con los ojos abiertos hasta el extremo y las fauces separadas. Los otros cuatro estaban repartidos por el lugar, unos pasos más adelante, junto al otro cadáver; el hijo mayor del señor Freg tenía la cara desfigurada por lo que parecía haber sido un zarpazo y le faltaba una pierna. Ambos cuerpos estaban manchados de barro y sangre seca, como si los hubieran arrastrado por el suelo. Se veían los surcos que habían provocado.
Claudine contuvo la respiración y se refugió en su marido. Eric tosió y el vómito le subió por la garganta. Tuvo que apartarse del grupo. Ana y David seguían cogidos muy fuerte de la mano, como si se sostuvieran el uno al otro. Daga gruñía, con el cuerpo hacia atrás, respirando muy deprisa. Los murmullos de la gente se mezclaron con la niebla y el vaho que brotaba de sus labios.
—¿Qué demencia es esta? ¿Quién ha podido hacerlo?
—Dios mío, perdónanos por todos nuestros errores y bendícenos, Dios mío. Dios mío, perdónanos...
—¿Y la señora Freg? —se atrevió a preguntar Ana, mirando al señor Hitthan en busca de respuestas.
El hombre soltó un hondo suspiro y señaló con las cejas a un grupo de mujeres apartado. En el centro había un gran revuelo. Escucharon los sollozos y las palabras que salían a borbotones de los labios de la madre y la mujer de los muertos. Sus otras dos hijas escondían la cabeza y de vez en cuando gemían. David tuvo ganas de partir un árbol con las manos de la impotencia que sentía.
—¿Quién ha podido hacer algo así? —musitó en un intento de comprensión.
Eric regresó con los pómulos pálidos por el esfuerzo y los ojos llorosos. Lucien atrajo a su mujer hacia él, sin poder apartar los ojos de los cuerpos. Daga continuaba gruñendo con fiereza, soltando quejidos lastimosos, mirando hacia todas partes, como si sospechara que el peligro todavía acechaba detrás de los árboles. Levantó las orejas y olfateó. Tiró de David, pero él la retuvo con la poca fuerza que le quedaba en las manos.
El señor Focq se pasó la mano por la cabeza y negó.
—¿Y el otro hijo? —sollozó Claudine—. ¿Dónde está ese niño, por Dios?
—No lo encontramos. Ni siquiera los perros de Trevor lo han olido —Daga dio un nuevo tirón y David siguió sujetándola—.Tememos que se lo hayan podido llevar...
La perra ladró y forcejeó.
—Daga, silencio —ordenó Eric.
—¿Alguien ha dado parte de esto a las patrullas? —preguntó Lucien. Nadie se atrevía a acercarse a los cuerpos. Se limitaban a contemplarlos desde la distancia con estupor e incredulidad. Seguían escuchándose los rezos.
—Hitthan fue a por vosotros, es todo lo que sé —contestó Leffou Focq, encogiéndose de hombros. Todavía conmocionado, el pueblo entero no había sido capaz de informar a la guardia de lo que había pasado. ¿Quién habría sido capaz? Bandidos, fieras…—. Dios mío, esto es... es espantoso.
Daga aulló y ladró. Con un nuevo tirón, la correa se escapó de las manos de David. La perra salió corriendo a olfatear los cadáveres de los perros y el surco que los cuerpos humanos habían hecho en el suelo.
—¡Daga...! —la empezó a llamar Eric, pero Ana le detuvo.
—Silencio. Ella sabe lo que busca.
La perra alzó los ojos al cielo y echó las orejas hacia detrás. De repente se puso a gemir y colocó la cola entre las patas traseras, mordiendo el aire. Ladró un par de veces, señalando con el hocico una parte todavía más adentrada en el bosque. El señor Foqc dio un paso adelante.
—Ángela... —murmuró.
—¿Tu hija está aquí? —Claudine se escandalizó—. ¿Cómo has podido permitirle que viniera?
—Yo… me siguió y… no pude… ¡Maldita sea, mi hija se ha ido por donde señala la perra! ¿Y si... si lo que ha hecho esto… y si siguen aquí dentro? —el señor Foqc dio tres pasos para empezar a correr.
Un chillido golpeó la bóveda de ramas y hojas. David actuó incluso mucho antes de que Leffou Foqc pudiera darse cuenta de lo que había pasado. Daga ladró.
—¡Ángela! —gritó David, corriendo hacia el interior del bosque. Su hermana salió detrás de él, seguido de la perra y del padre de la niña.
Un cuerpo pequeño que arrastraba una larga melena cobriza se estrelló contra el pecho del joven antes de que parara de correr. Del impulso, el muchacho cayó sentado en el suelo. La niña se le abrazó con muchísima fuerza, clavándole las uñas en la carne. Se sacudía, histérica, lloraba y sorbía por la nariz. Tenía barro en las mejillas y los labios temblorosos.
—¡David! —chillaba. —¡David, es horrible, horrible!
—¿Qué? ¿Qué es, qué pasa, Ángela? —Ana llegó casi sin aliento por la repentina carrera—. ¿David, qué pasa?
Daga clavó las patas en el suelo y se puso a ladrar como loca, con la boca echando espuma, en dirección a uno de los gruesos cipreses. David y Ana levantaron la vista para contemplar un horrible espectáculo.
TCHAN!! TCHAN!! TCHAN!! TCHAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAN!!!!!!!
ResponderEliminarEsto cada vez se pone más interesante ^ .^
Yo ya se qué es es espectáculo horrible que se encuentran, y tu? n_n
Esperando el siguienteeeeeee!!!!