Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

15 de diciembre de 2011

XXIX.

El hijo de los Begnat sonreía.

—¿Y esa cara de susto? Existen formas mucho más sutiles y educadas de hacerme ver que no te alegra mi presencia —se disgustó, a medias entre la broma y la verdad.

David soltó un resoplido. Eric era muy rimbombante y un poco cargante a la hora de hablar. Negó con la cabeza; tampoco hacía falta ser descortés.

—No, no es eso. Es que me has sorprendido. No te había escuchado llegar.

Eric soltó una risilla.

—¡Pero si vengo desde la esquina llamándote a gritos! —David se pasó la lengua por los labios y se encogió de hombros. Eric escondió su sonrisa —. Estás en otro mundo, David. A decir verdad, llevas unos días… bastante raro.

—Raro —repitió él —. No sé a qué te refieres.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar de vuelta a casa. No le apetecía hablar con Eric. Sólo quería andar, caminar, olvidarse de todo. Esperar una iluminación que le revelase qué tenía que hacer. Pero el muchachito no se dio por vencido tan rápido.

—Vamos, David —se puso delante de él y, cuando el mellizo lo sorteó, volvió a cortarle el paso —. Quizá puedas mentirle a mi padre, incluso a mi madre… pero a mí no puedes engañarme. Sé que te ocurre algo grave, algo serio —David lo apartó casi de un empujón.

—Olvídalo, Eric —gruñó.

Ni siquiera él mismo sabía lo que le pasaba. Tal vez era eso lo que lo crispaba tanto. Su propia contradicción. Porque, siendo francos, no podía elaborar un pensamiento con sentido. Era todo tan confuso… hacía un par de noches, de repente, había corrido por encima de los tejados, como una ráfaga de viento, había huido de un fantasma negro, había visto matar y destrozar a personas que conocía, su hermana había bailado encima del agua. Hacía unas noches, un pájaro le había atravesado el pecho para comerse la mitad de su corazón.

Y Saint Polain seguía su ritmo pausado, lento, rutinario, ocupado en sus preocupaciones diarias, como si nada, nada hubiera pasado. Nada. ¿Es que era tan fácil olvidar? ¿Tan fácil para todo el mundo menos para él? ¿Acaso Ana había olvidado también? ¿Había olvidado los ojos vacíos del hijo de los Freg, colgando boca abajo de la rama de un árbol?

Se mareó, le dio una náusea, pero permaneció entero. No quería montar una escena en medio de la calle.

Eric no se desanimó; probó con lo mejor que tenía:

—Sé que lo que te pasa no tiene nada que ver con un ataque de celos —casi gritó.

El mellizo se quedó quieto. Echó una mirada hacia atrás y vio los ojos decididos de Eric y su ceño fruncido. Estaba sorprendido de que hubiera podido darse cuenta. Suspiró y asintió.

—Es verdad. No tiene nada que ver con los celos.

—¿En serio? —tartamudeó el joven Begnat —. Quiero decir… lo sabía. Se… se te nota. No estás… como siempre. Además… tú no eres celoso. Seguro que te alegrarías si tu hermana encontrase a alguien… alguien que la quisiera. Ya sabes, pasar el resto de sus días unidos… confiar el uno en el otro… encontrar en él seguridad, protección… un refugio al que siempre poder regresar…

David levantó una ceja y sonrió.

—No te hacía tan romántico.

Eric se ruborizó y miró hacia otro lado.

—Lo decía por tu hermana —musitó —. Pero… pe-pero no es eso de lo que hablaba. ¿Qué te ocurre? Parece que soportas un peso muy grande… tú solo —se acercó a él, muy despacio. Bajó la voz —. ¿De qué se trata? ¿Hay algo que pueda hacer? Estoy convencido de que sabría cómo ayudarte…

David miró al muchacho con ojos profundos. No era más que un chico delgado y un poco impertinente a veces. Era muy joven y se notaba, no tenía experiencia, apenas si conocía el mundo fuera de Saint Polain. ¿Cómo iba a ayudarle? Sin embargo, sus ojos eran sinceros, esos ojos abiertos y grandes. Con la poca luz que agonizaba detrás de las montañas, parecían azules. El azul, solía decir Lucien cuando tejía una pieza nueva, es el color de la eterna esperanza; porque azul está el cielo cuando el sol sale por las montañas.

Esperanza. Así que el hijo de los Begnat tenía esperanza en los ojos. ¿Esperanza de qué?

David suspiró; no, no podía contarle nada a Eric. Tampoco quería hacerlo.

El joven Begnat se turbó al sentir los ojos claros de David tan directamente en los suyos. El mellizo se dio cuenta de que su silencio, su mirada, lo ponían nervioso. Casi podía escucharle el corazón golpeando sus costillas. Le puso la mano en el hombro y sonrió.

—No te preocupes, Eric. Estoy bien. Pero te prometo que acudiré a ti en cuanto necesite cualquier cosa. Y vámonos a casa, que estás temblando. Tu madre me cortará la cabeza si te pones enfermo por mi culpa.

Echó a andar esperando que él lo siguiera, pero no lo hizo. Lo vio con la vista clavada en el suelo y los brazos cruzados.

—Antes siempre me lo contabas todo… —murmuró.

David tomó aire despacio; quizá fuera verdad. Cuando eran niños, jugaban juntos y se confiaban los secretos inocentes y un poco absurdos que tienen los críos. Pero ya no eran críos, y la diferencia de edad, con la separación que implicaba, parecía molestar a Eric. No le dio más importancia, sería una pataleta adolescente.

—Antes las cosas no eran tan complicadas —respondió para sí mismo. El sonido de la campana se comió las palabras de los dos.

1 comentario:

  1. Uff, por lo menos no se ha dado cuenta de lo de los ojos... Será porque no lo puede ver? o porque David lo controló?

    Y qué es de Ana?

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