El frío golpeó a los mellizos, que abrigados hasta la nariz echaron a andar por la calle iluminada con los faroles. Todavía quedaban un par de personas fuera de sus casas, pero los dos sabían que no tardarían en desaparecer. Era una noche especialmente fría en Saint Polain.
Al doblar una esquina, los mellizos Cambroix casi tropezaron con Lucien y Eric, que volvían con las manos en los bolsillos de dar el pésame a la destrozada familia de los Freg. Al verlos, Ana tuvo un escalofrío tan violento que se convirtió en una náusea. Un mal presentimiento. Buscó con desespero la mano de David, y su mellizo la rodeó con el brazo. También había tenido una sensación extraña.
—¡Muchachos! —exclamó Lucien, sorprendido—. ¿Pero dónde vais a estas horas? Hace un frío terrible esta noche.
—Vamos a casa de Leffou —explicó David. Ana estaba temblando. Él, por alguna razón, también. De pronto se levantó un viento rabioso que casi los derribó a los cuatro. Su aullido les puso los pelos de punta. Era como si el propio suelo se estuviese lamentando por la muerte.
—Maldita sea, ¿es que estamos en diciembre? —gruñó Lucien. Se frotó las manos y le hizo una seña con la cabeza a David, para indicarle que continuase.
—Ángela ha venido hace poco rato porque estaba muerta de miedo —explicó el mellizo —. Como no quería irse, esta noche se quedará en casa, si no te importuna, claro.
—Qué me va a importunar, chiquillo...
—¿Y dónde va a dormir? —preguntó Eric, con los dientes castañeando como un instrumento musical. Hubo un deje impertinente en la pregunta que David no consiguió entender.
—Con nosotros, arriba —respondió, sin darle mucha importancia. Eric estaba en una edad complicada—. Imagino que yo tendré que dormir con Héctor... o en el suelo, enrollado en mantas —se sonrió—. Los tres en la cama no cabemos, Ana.
—Lo había pensado —murmuró ella, mirando los adoquines.
—¿Cómo… cómo ha ido en casa de los Freg? —se atrevió a preguntar su hermano.
Lucien se encogió de hombros. Eric no dijo palabra.
—Qué te voy a contar… La muerte nunca es fácil, David. En casa de esas mujeres estaba todo el pueblo. Hasta los condes han enviado un emisario a mostrar sus condolencias. Se hablará de eso hasta el domingo. Pero a esas pobres desgraciadas les importa bien poco quién se lamente por sus muertos. Ahora nada puede hacerlos volver.
El viento cubrió el silencio momentáneo. Las casas empezaron a crujir. Ana echó un vistazo al cielo. Las nubes pasaban a toda velocidad, convirtiendo las estrellas en luces intermitentes. Era una noche extraña.
—Me estoy congelando... —tartamudeó Eric.
—Anda, vamos a casa —el sastre dio una palmada en la espalda de su hijo y echaron a andar. Los mellizos, quietos, los vieron alejarse—. Y vosotros dos, daos prisa. No quiero que estéis fuera a estas horas y con este frío.
—Descuida —le gritó David.
—¡Tened cuidado! —escucharon a Eric, cuando los dos cuerpos no eran más que sombras perdidas entre las borrosas siluetas de las calles.
Ana levantó la vista del suelo y comenzó a caminar. Su hermano la siguió y no se dijeron nada hasta que llegaron a casa de Leffou.
David se quedó fuera de la casa de los Focq. Entró su hermana a informar del paradero de su hija pequeña. La noche era peligrosa. En ese momento, más que nunca. El panadero se imaginaba ya dónde podría estar su hija, pero su madre parecía muy nerviosa. Ana lo comprendió a la perfección. Con calma y un gran cuidado en las palabras, les explicó dónde estaba Ángela y que por la mañana ella misma la devolvería a casa. Las sombras que proyectaba la chimenea la asustaron un poco. Por un lado, se sentía segura en el calor, en el recogimiento de una casa. Por otro, se sentía de verdad inquieta por no tener a su mellizo al lado.
En el cielo, la luna era casi invisible. Y seguía luciendo la misma sonrisa sarcástica.
Cómo se les ocurre salir a esas horas de casa?
ResponderEliminarTan peligrosa es la noche?? ^^