Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

17 de agosto de 2011

XV.

Dentro del bosque el viento silbaba entre las ramas y las hojas. El murmullo del río se escuchaba de fondo, como una voz que hablaba bajito y les decía cosas incomprensibles. El aire dentro todavía conservaba la peste de los muertos. Se estremecieron cuando sus pies pisaron la misma tierra que habían ocupado los cadáveres; todavía no se había enfriado, conservaba el calor de los cuerpos al ser arrastrados.

Pasearon la mirada por la negrura que los rodeaba, sin poder ver más allá de sus propias manos. David sentía que el pensamiento que lo impulsaba a darse la vuelta estaba cada vez más perdido dentro de su mente. Ana inspiraba hondo, tratando de que su pecho no volviera a agitarse. El viento sacudió sus cabellos una y otra vez. Como si quisiera deshacerse de la cinta que los sujetaba, como si quisiera reivindicar su libertad. Ella se cubrió la cara con las manos cuando la hojarasca del suelo se levantó y se estrelló contra ellos. Pero no se soltaron ni por un momento.

Cuando la ola de aire pasó, se quedaron el silencio. Hasta el propio río parecía haber enmudecido. Y de súbito las copas de los árboles se agitaron con violencia. Los mellizos se encogieron. David tragó saliva.

—¿Qué ha sido eso...? —farfulló Ana, debajo de la bufanda que la cubría hasta la nariz.

Clavó las uñas en la mano de su hermano. No podían verlo y eso la ponía nerviosa. Cada vez más nerviosa. El ser humano le tiene miedo a la oscuridad, solía decir ella, porque la desconoce. Porque no es capaz de controlar lo que hay dentro de ella. El ser humano le tiene terror a la oscuridad porque no puede ver lo que se oculta en su manto negro.

Se pusieron en tensión cuando un crujido llegó a sus oídos, justo en frente de ellos. Los dos le hicieron daño al otro con la presión de las manos, pero no se atrevieron ni siquiera a respirar. Contuvieron el aire. El miedo los paralizó.

Delante, empezaron a escuchar una cadencia de aire pesada. Evocaron una respiración difícil, como de un enfermo pulmonar. Era como si, fuera lo que fuese, se estuviese ahogando. Arrastraba el aire y lo succionaba con brusquedad. Casi parecía que bebía de él. Se quedaron rígidos como estatuas, encadenados al suelo. El sonido les produjo náuseas. Parecía que estuviese intentando vomitar a la vez que luchaba por respirar. El cuerpo caminaba arrastrándose, se golpeaba al caminar torpemente.

Cada vez estaba más cerca.

Las copas de los árboles volvieron a agitarse y regresó el aire enfurecido. Atravesó el bosque con la limpieza de un puñal y la vaharada de putrefacción que llegó hasta las narices de los mellizos fue lo más asqueroso que habían olido nunca. David se estremeció, porque no era la primera vez que lo olía. Ana también se había dado cuenta. Era el mismo perfume que todavía estaba adherido a los dedos de su hermano.

Era el olor de la muerte.

La oscuridad se removió delante de ellos. El bosque retenía a una criatura que pugnaba por salir bajo las estrellas. Criatura que continuaba esforzándose por llenar de aire su cuerpo... suponiendo que lo tuviera.

Las hojas que se movían con el viento acariciaron las piernas de los dos hermanos. Empezaron a temblar los dos. Con la escasa luz que dejaban pasar los cipreses, se dibujó una silueta delante de ellos. Avanzaba sujetándose en cada tronco, caía el suelo, se arrastraba. Se detuvo. Su respiración pesada los golpeó. Ana apretó la mano de David con fuerza. Él separó los labios.

—Corre.

El chillido de la criatura rebotó contra los troncos de los árboles. Los mellizos se lanzaron a la carrera por el bosque, a oscuras, golpeándose contra los árboles y resbalando sobre la hojarasca, pero sin soltarse en ningún momento. El terror inyectó de adrenalina sus músculos, y el frío se convirtió en un asfixiante calor. Los ahogos de lo que los perseguía les golpeaban la nuca.

Ana notó que el bajo de su falda se enganchaba. Ahogó un grito. Su hermano la agarró de la muñeca y tiró de ella con fuerza. No escucharon rasgarse la tela. Otro golpe de viento hizo gemir al bosque entero, que parecía gritar al compás de la criatura. Ese sonido estridente e inhumano les perforó los tímpanos, penetró sin resistencia en sus oídos, y quiso paralizar su cuerpo para que se detuvieran a taparse las orejas. Ana descubrió el peligro.

—¡Sigue corriendo! —le chilló a su hermano.

El grito de la criatura se transformó en un horrible lazo que les comprimía la cabeza. Pero no debían detenerse bajo ningún concepto.

El sudor les bajó por la espalda y goteó desde sus labios. El frío les mordió los dedos y el vaho se perdió entre las hojas. Los tobillos empezaron a crujir y a doler, las rodillas se tambaleaban con cada nueva zancada. No aguantarían mucho más tiempo corriendo.

1 comentario:

  1. Qué tensión. Qué suspense. Qué criatura más terrorífica tiene que ser.

    Cómo mola!!!! ^_^

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