La capa de nieve era un poco
más gruesa cuando el capitán Lorraine llamó a la puerta. Tenía las cejas y las
pestañas casi congeladas. Nadie le respondió, así que golpeó la madera con más
fuerza, haciendo combarse la hoja. Dentro se escucharon unos pasos apurados y
una respiración acelerada. El cura del pueblo abrió, acompañado de un candil.
—¡Capitán Lorraine…!
—¿Trabajando hasta tarde,
padre? —preguntó el oficial, sardónico—. Ya le hacía dormido. Pero vi la luz y
se me ocurrió visitarle. No le incomoda, ¿verdad? Al fin y al cabo, no le he
despertado.
El párroco frunció el ceño.
No gustaba de aquel hombre, ni aquel hombre de él, así que estaban en una
posición muy equilibrada. Sin embargo, aquel cura no era maleducado; invitó a
pasar al capitán y fue a calentar un poco de vino en una tetera vieja. En medio
de la cocina, sobre la mesa, había una gruesa Biblia abierta, dos o tres
códices de edición barata y un comentario al Apocalipsis. Lorraine arqueó la
ceja cuando vio las páginas iluminadas con bestias y ángeles, de ojos rasgados
y enormes, de dientes afilados y carnes abiertas, flotando en un espacio de
colores donde el negro, el oro y la sangre daban vueltas. Casi igual que en su
cabeza. Arrugó la nariz.
El sacerdote puso un vaso de
vino caliente frente a él, en la mesa, y le echó una pizca de canela por
encima. Siguió la mirada del soldado y sonrió; se frotó las manos y dio un
trago de su vaso.
—El comentario del Beato de
Volgazagra. Me ha costado muchísimo conseguir una edición que pudiera
permitirme. Y aún resultó un poco cara… pero es maravillosa. No es original,
por supuesto… pero vea, vea qué formas, qué colores. Es como si el beato
hubiese estado dentro de la cabeza de los redactores cuando escribieron el
Apocalipsis…
—¿Gusta usted de cuentos
macabros, padre? —lo cortó Lorraine —. ¿Por qué no se dedica a cazar mariposas?
El cura arqueó una ceja.
—Con el debido respeto, capitán
—pronunció la palabra con énfasis—, el Apocalipsis no es un libro que hable del
terror o la destrucción. Son pretextos para describir una idea, una
cosmovisión, un pensamiento, un sentir. El Apocalipsis revela un día en que el
hombre por fin conocerá a Dios. Todas estas bestias no son sino metáforas de
las bestias que ahora deambulan por la tierra.
—Permíteme que lo dude.
—¿Lo ha leído?
—No. Tengo cosas más
importantes que hacer.
—¿Cómo venir a mi casa a
estas horas de la madrugada? Me gustaría saber por qué, en qué puedo ayudarle.
Al fin y al cabo, sólo soy un cura de pueblo; poco podré hacer.
Bebieron en silencio.
Lorraine se quitó los guantes y se desabrochó la capa, se puso cómodo. Movió
los dedos, que poco a poco entraban en calor, se pasó la mano por la cara para
quitarse la nieve, se secó en la ropa. Examinó la habitación; nada
sobresaliente en la casa de un cura. Un par de crucifijos, una tabla con una
imagen de la Virgen de la Luna, pocos cacharros de cocina y muebles viejos. Le
vinieron a la mente las imágenes en casa de los Freg. Suspiró.
—Se habrá enterado de lo de
los Freg.
El sacerdote también suspiró.
—Sí, claro que me he
enterado. No había otro para oficiar la misa y eximir de pecado esos cuerpos
destrozados. He de confesar que no fui capaz de mirarlos mucho tiempo. Sólo
tuve ojos para las caras de sus mujeres, de sus hermanas. Esas infelices
pasarán lo que les queda de vida en la tristeza más profunda.
—Descuide, les han aliviado
el luto muy pronto.
El sacerdote apretó el vaso
para calentarse los dedos.
—¿Cómo dice?
Lorraine dio un trago.
—Han asesinado a las mujeres
de la familia Freg. Y con la misma brutalidad. Cuando nosotros llegamos, había
trozos por todas partes, y la casa estaba casi en ruinas. Hasta el techo habían
roto. Todo estaba salpicado de sangre. De la ventana estaba colgando una de las
hijas, como un trapo; los cristales le habían atravesado la muñeca, y se
balanceaba. Pero no ha sido hoy, no ha sido esta noche. Esa gente llevaba, por
lo menos, cuatro días muerta. Nos avisó un vecino, que iba a darles el pésame.
Se lo encontró todo así.
El cura se santiguó.
—Dios bendito.
—¿Sabe? —Hans Lorraine alzó
el vaso y le dio vueltas, como si estuviera descifrando un código—. Ahora que
caigo, puede que sus bestias apocalípticas sí anden pululando por esta tierra.
Porque si no es así… —dio un puñetazo en la mesa, el vino salpicó la madera y
alcanzó una de las hojas del beato, justo en el rostro de un ángel trompetero—,
¡haga el favor de decirme quién en su sano juicio es capaz de semejante
brutalidad!
»¡Usted
no vio esos cuerpos! ¡Y tampoco los anteriores! Jesús, si es que parecía que se
los hubieran comido. Los chavales tenían mordiscos, ¡mordiscos, padre! Marcas de
dientes en el estómago, los pulmones hechos jirones, se podía ver a través de
los agujeros de las manos. ¿Se acuerda de la niña de la ventana? Le salían los
huesos por el codo, uno de mis hombres casi se saca un ojo intentando
descolgarla.
—No me parece gracioso…
Lorraine lo fulminó con la
mirada.
—¿Ve que yo me ría? —el
silencio fue muy elocuente. El capitán se puso de pie y caminó por la pequeña
cocina—. Huesos partidos, miembros arrancados, cuerpos arrastrados por el
suelo, heridas que ningún ser humano es capaz de hacer, ¡marcas de dientes y
uñas! Nunca había visto nada parecido. Nada.
El sacerdote tampoco supo qué
responder. Apretó con una mano la cruz de cedro que le colgaba del cuello y se
deleitó en su tacto pulido. Había sido un regalo al entrar en el seminario, su
madre siempre había querido que fuera sacerdote. La cruz tenía pintados los
gramiles en dorado, y una inscripción que decía Ego sum lux mundi. Luz. La luz. Miró por la ventana. A esa noche le
faltaba la misma luz que a los ojos del capitán Lorraine.
Interesante.
ResponderEliminarEl capitán tiene que estar muy desesperado si va a hablar con un cura que no le cae bien... No es para menos, viendo la destrucción generada.