Dedicado muy especialmente a Javier Romero.
Por creer en esta historia desde el principio.
Gracias.

16 de marzo de 2012

XXXVI.


El soldado se quedó mirando las páginas iluminadas. Intentó quitar con el dedo las gotas de vino, pero el pergamino ya las había absorbido. Aquel ángel tenía la cara salpicada de rojo. Exactamente igual que los cuerpos que había tenido que amontonar a la puerta de la granja Freg. Casi podía ver en aquellas formas andróginas los rostros de las mujeres; angulosos, con los párpados separados y las pupilas dilatadas, las bocas torcidas en una mueca indescriptible. Puso el dedo sobre aquella cara y recordó que una de las mujeres, la madre, tenía la mandíbula arrancada y estaba hecha un amasijo de carne y huesos cuando la sacaron de debajo de la mesa, hecha trozos.

Se frotó los ojos y casi se rió. Como si así fueran a borrarse los recuerdos. Suspiró pesadamente.

El cura se atrevió a carraspear.

—Capitán… ¿por qué ha venido?

—¿Le soy sincero? Ni idea —pasó una página, otra, otra. Delante de él se sucedían los ángeles trompeteros, las arquitecturas celestes, las estrellas pintadas de blanco. Se arrancó una pielecilla de los labios con los dientes—. No lo sé.

—¿No estaría mejor en su casa? —el sacerdote recogió los vasos, los puso aparte para limpiarlos. Se frotó los dedos y observó a aquel soldado, que parecía absorto en la contemplación del Apocalipsis iluminado —. No quiero que piense que le echo. Ha tenido un día duro, le convendría descansar. Mañana… también será un día duro.

—¿Qué es esto? —el capitán pasó las páginas de nuevo, hasta que encontró aquella imagen que le había llamado la atención. Llegó al episodio de la cuarta trompeta, los desastres sobre el cielo, y de la quinta trompeta, el primer “¡ay!”

El sacerdote carraspeó, anudó las manos a la espalda y recitó, mirando el retablo de la Virgen de la Luna:

El cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, y la tercera parte de la luna, y la tercera parte de las estrellas, para que se oscureciese la tercera parte de ellos, y no hubiese luz en la tercera parte del día, y asimismo de la noche. Y miré, y oí a un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los tres ángeles!

—Esto me suena…

El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella que cayó del cielo a la tierra; y se le dio la llave del pozo del abismo.

—Estrellas… ¡oiga! Este pájaro…

El sacerdote bajó la cabeza. Sabía perfectamente por qué el capitán Lorraine se había detenido en esas dos páginas. El dibujo se dividía por la columna de humo que brotaba de un pozo, en el centro de la composición, coronando tres escalones. En las esquinas superiores, el cuarto y el quinto ángel soplaban sus trompetas alargadas, con los ojos centelleantes. El registro superior de las páginas tenía una banda añil, salpicada de asteriscos blancos; en sus extremos se había pintado al sol y a la luna, encerrados en sendos tondos. Desde el centro, todo lo abarcaba un inmenso pájaro azul; su cola larguísima tenía seis plumas, tres expandiéndose por cada página; lucía un tocado majestuoso en la cabeza, y los ojos eran negros, como el pozo del abismo. Bajo sus alas, se plegaban las estrellas, el sol, la luna. Y justo entre sus garras, caía la estrella de seis puntas, del cielo a la tierra; la llave estaba justo debajo del astro, pintado de un dorado desvaído, clara imitación de lo que en realidad era el Beato de Volgazagra.

En general, los pigmentos eran de baja calidad. Un cura de pueblo, como bien había dicho, no podía permitirse una edición iluminada por mano maestra. En la banda añil se podía percibir la huella del pincel al decorar, pequeñas trazas que indicaban que el pigmento no estaba bien molido, o que no se había mezclado con demasiada atención. Sin embargo, aquello no podía contemplarlo la mente de un soldado.

El capitán Lorraine señaló el dibujo y rebuscó en su memoria, en sus recuerdos infantiles.

—Es el Cazador de Estrellas —aclaró el cura, con la mirada sombría—. El Beato de Volgazagra tenía un especial interés en las leyendas populares, e incluyó en sus ilustraciones las de toda la Marca. Saint Polain no iba a ser una excepción.

—Ya me acuerdo de este pajarraco. Mi madre nos asustaba a mí y a mis hermanos con sus cuentecillos. Decía que comía corazones humanos. Diablos, si hasta había una canción. Podías invocarlo si la cantabas. Tiene gracia, me acabo de acordar de que nos retábamos a terminarla, pero nos entraban los siete males de imaginarnos a un bicho que nos arrancaría el corazón. Lo han sacado favorecido —repasó las líneas y el color, entre azul y violeta, que le habían dado al mítico animal—, fíjese el semblante tan terrible que tiene. Da miedo. Pero que mucho miedo.

El sacerdote no dijo nada. El capitán Lorraine levantó las palmas de las manos.

—Somos famosos —se encogió de hombros—. Nuestros cuentos infantiles figuran en un libro.

—No creo que sea una fama de la que enorgullecerse.

1 comentario:

  1. No se lo estará creyendo de verdad?
    Para él solo debería ser un cuento.

    Espero que no pueda llegar a relacionarlo con los mellizos...

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