David subió con Ángela al último piso, donde dormían los tres hermanos. Abajo, Ana suspiró por tercera vez. Se frotó la cara, dejó caer el peso sobre los codos y se quedó quieta, con los ojos cubiertos por sus dedos. Claudine miró con la cabeza ladeada en plato en el que la niña se había dedicado a esparcir la comida, sin probarla.
—No ha dado bocado —musitó, pasando la mano por la mesa. Al suelo cayeron algunas migas—. ¿Tú tampoco quieres cenar nada, Ana?
—¿Hmm... qué? —ella levantó la cabeza y negó. El dolor que le martilleaba las sienes no desaparecía. Era muy molesto—. No, no; descuida, Claudine.
La mujer la miró durante un rato.
—No tienes buena cara. ¿Qué te ocurre?
—Son esos ojos... —Ana se llevó las manos a la frente y se masajeó la cabeza. En su espalda ondeaba su negra melena—. No consigo quitármelos de la cabeza.
Claudine bajó la mirada sin añadir nada.
—Pobre Ángela... —continuó Ana—. Lo que ha visto... todo lo que ha visto hoy... Es horrendo. No lo entiendo; o quizás es que no quiera entenderlo. Claudine, sólo era un niño, ¿quién podría...?
—Shh... —la mujer corrió a abrazar a la chica, estrechándola fuerte contra su pecho—. Ya no lo pienses, querida. Déjalo correr, tu memoria se encargará de olvidarlo.
Ana no necesitaba que la abrazaran. Pero se dejó hacer. Tal vez fuera Claudine la que quisiera abrazar a alguien. Suspiró por cuarta vez y desvió los ojos al techo, escuchando los pasos inseguros de su hermano y el sonido amortiguado de las patas de la perra.
David deshizo la cama y tendió a Ángela sobre las sábanas. La niña tenía los brazos pegados al pecho, estaba rígida como una estaca. David le preguntó si quería que llamara a Ana para que la ayudase a desvestirse. La niña lanzó la mano hacia delante, atrapando la muñeca del muchacho.
—No —murmuró, con los ojos muy abiertos. Le temblaban los dedos, las pestañas y hasta esos pequeños dientes que asomaban bajo sus labios finos—. No te vayas, quédate conmigo.
—Está bien, está bien. Acuéstate así vestida, no pasa nada —susurró.
Mientras cubría a la niña con las sábanas y la manta, volvió la cabeza para mirar a su hermano. Estaba sentado en su silla, con la cortina descorrida, y mirando hacia donde estaban ellos. A sus pies, Daga, echada en el suelo, respiraba con pesadez y mantenía las orejas rígidas, con el hocico apuntando a la ventana cerrada. La oscuridad empezaba a ocultar las siluetas de la habitación.
Ana subió las escaleras.
—David —su hermano se volvió. Ángela apretó sus dedos con más fuerza—. Deberíamos ir ya a avisar a sus padres. Si esperamos más será muy tarde.
El joven asintió.
—Tienes razón —dijo. Se dirigió a Ángela, que negaba ya con la cabeza—. Pequeña, tengo que irme un momento. No te pasará nada; tenemos que avisar a tus padres de que estás aquí.
—¡No...!
—Ángela, tenemos que irnos —intervino Ana. Se sentó en el borde de la cama e intentó sonreír. La niña la miraba con miedo—. No te preocupes, David estará de vuelta enseguida. Pero necesitamos avisar a tus padres, pequeña.
David se volvió a su hermano.
—Héctor, ¿puedes cuidar de Ángela mientras nosotros estamos fuera? —Ana hizo amago de ir a acariciar el pelo de la niña, pero ella retiró la cabeza con un gesto altivo. La melliza apretó los dedos—. David estará pronto de vuelta.
—Tranquilo, David, no hay ningún problema –respondió el muchacho ciego, poniéndose de pie.
Daga lo condujo hasta la cama. Su hermano pequeño le acercó la silla para que se sentara y, después, él y su melliza bajaron las escaleras en dirección a la calle. Cuando Héctor escuchó la puerta de abajo cerrarse, suspiró con suavidad y esbozó una sonrisa.
—No te preocupes, Ángela. Daga y yo te cuidaremos. No va a pasarte nada malo, ¿de acuerdo?
Escuchó que la niña sorbía por la nariz y tanteó con la mano hasta dar con el cuello peludo de su perra.
—Se me ocurre una idea —tiró del pellejo del animal y éste subió medio cuerpo a la cama—. Cuando mis hermanos tenían miedo, dormían con la perra para que les diera seguridad. Daga es una excelente guardiana, ¿sabes? ¿Quieres dormir con ella?
Ángela asintió con la cabeza, todavía asustada. Héctor hizo más amplia su sonrisa.
—Si no me contestas, no puedo saber qué quieres.
—Sí… perdón —musitó ella.
—Tranquila, pequeña. Bien pues, Daga, ¡arriba! Esta noche vas a cuidar de Ángela —la niña se acostó abrazada al peludo cuerpo del animal, que se tendió boca abajo, con la cabeza dispuesta para cualquier emergencia.
Buscando con los dedos, el joven alcanzó el cabello de la niña y lo acarició suavemente para adormecerla. Canturreó una canción para ayudarla a ahuyentar las pesadillas, que estaban esperando en los rincones de la habitación para morder a su presa infantil.
— Cuando la luna se levanta en el cielo
y pretendes volver atrás,
tu camino se postra a tus pies…
Fuera, se levantó viento. La perra alzó las orejas, pero no movió un músculo. Las sombras de la habitación se estremecieron y pareció que gruñían. Pero bien pudo ser la madera, la noche, el viento.
— Míralo, mírala, mírale
brillando bajo la Luna…
Los árboles empezaron a sacudirse con violencia. Daga soltó un quejido. Pero Ángela estaba empezando a bajar los párpados. Héctor tenía una voz suave, profunda y muy agradable.
Y, para su suerte, no se sabía el resto de la canción.
—No te preocupes. Te vas a dormir enseguida. No tengas miedo, pequeña.
Ya se acerca el momento...
ResponderEliminarTenía ganas ^^