La puerta se abrió para dejar salir a Ana.
—Ya está, podemos ir a casa. Marguerithe quiere que Ángela esté aquí a primera hora. Brrr, qué frío hace. ¿Uh? ¿David...?
La melliza percibió la tensión del cuerpo de su hermano. A sus oídos llegaron los susurros de las hojas al acariciarse las unas con las otras. Las ramas se entrechocaban como si a los árboles les castañearan los dientes. El aire se había vuelto de repente mucho más frío.
Por la calle no quedaba nadie. Ni siquiera ladraban los perros. El cielo estaba negro, dejando brillar a las estrellas en la lejanía. Los rostros de los dos estaban iluminados por las luces del pueblo. El bosque continuaba jadeando y gimiendo.
Los mellizos Cambroix se miraron un momento. David adelantó dos pasos; el brazo estirado de su hermana lo detuvo. La miró con los ojos brillantes.
—No —fue lo único que dijo ella.
—En ese bosque hay algo... —jadeó David, presionado por el impulso que crecía y crecía dentro de él. Se le empañaron los ojos y, cuando parpadeó, fue como tener los ojos llenos de hielo. El vaho dibujaba serpientes blancas en el aire.
—David, vámonos a casa... —empezó a murmurar Ana.
Le interrumpió una nueva y brusca oleada de aire frío. Los golpeó a los dos como si fueran hojas marchitas. Se cubrieron con los brazos instintivamente y se pegaron el uno al otro. Los tejados de las casas volvieron a crujir y algunas farolas se apagaron. Las hojas de las ventanas golpearon tan fuerte como si fueran a partirse. El chillido del viento se les metió dentro de la cabeza.
Del bosque brotaban esos gemidos, esos jadeos nerviosos, ese castañeo continuo de los árboles. Era sorprendente que pudieran escucharlo, pero lo estaban oyendo. El corazón empezó a latirles con fuerza en las sienes y su respiración se aceleró. El vaho desaparecía rápidamente en el aire de la noche.
Las estrellas brillaron en los ojos grises de Ana cuando se ahogó al decir:
—¿Nos está llamando...?
David abrió los ojos de par en par y sintió que un escalofrío lo recorría entero al escuchar las palabras que salían de la boca de su hermana. Se adelantó, en la dirección de los gemidos. Ana le salió al paso. Le puso ambas manos sobre el pecho y David descubrió que también tenía las pestañas húmedas. Ella negó con la cabeza hasta que pudo coger aire para decir:
—No. No, no. David, volvamos a casa.
Su mellizo le devolvió una mirada confusa y exigente. El frío les mordía los nudillos y jugaba con los mechones sueltos de Ana, haciendo que parecieran tentáculos como los de Medusa. El chico movió la cabeza, como repitiendo el gesto de su hermana.
—¿No? —repitió—. Ana, hay algo en ese bosque.
Ella continuó negando, sin poder decir nada.
—Tenemos que averiguar qué es, ¡tenemos que evitar que muera más gente! ¿Qué fue lo que les pasó a los Freg? —las pupilas achicadas del menor de los hijos volvió a tambalear la voluntad de la muchacha. Se separó de su hermano, mordida por el miedo.
David sentía la adrenalina treparle por las venas. La propia fuerza del viento lo empujaba a abandonar aquellas calles y adentrarse en los árboles. Avanzó por la calle, en dirección a la salida del pueblo. Ana iba a agarrar a su hermano del brazo para detenerlo. Una nueva oleada de aire frío barrió los adoquines de la calle y agitó la ropa de los dos, colándose por debajo y acariciando la piel. Pudieron sentir cómo se les erizaba el vello del cuerpo y descubrieron, mirándose a los ojos, que les atraía ese frío.
El vaho se escapó de sus bocas cuando echaron a correr por la calle, golpeando el suelo de piedra y provocando un eco que rebotó en las paredes de las casas.
Movidos por el impulso, continuaron la carrera hasta que salieron del pueblo al camino de tierra. Veían el bosque de cipreses desde allí. Las estrellas parpadeaban en lo alto del cielo. Los árboles no eran más que una masa negra que se agitaba, silbaba y golpeteaba en medio de la oscuridad.
Los mellizos Cambroix se detuvieron cuando apenas los separaban unos metros de los primeros árboles. Volvieron las imágenes de esa mañana. Los cuerpos, la sangre, los gritos... todavía pesaba en el aire el perfume de la muerte, de la descomposición. Pese a ello, no dieron un paso atrás. Simplemente se quedaron frente al bosque, con la respiración acelerada y las mejillas calientes.
Sus dedos se buscaron por instinto y se apretaron con fuerza. Estaban fríos y rígidos, como las ramas de los árboles que se bamboleaban con el vaivén del viento helado dentro del bosque. A Ana la hizo temblar la imaginación de una risa mordaz, que surgía del interior de la arboleda. Alguien que los veía y se reía de ellos.
Había desaparecido la luna. Ninguno de los dos la vio cuando sus ojos buscaron su luz en el cielo. La última noche de luna menguante.
Se quedaron en silencio.
El raciocinio se abrió paso a través de la locura nocturna. Susurró en sus oídos que aquello era una necedad, que debían regresar a casa, al cobijo, al refugio de las mantas, a olvidarse de todo. David sintió que su decisión se tambaleaba. Volvió la cabeza y separó los labios, para decirle a Ana que tenía razón. Que aquello sólo era un pronto absurdo.
Y, de repente, apareció otra vez el viento congelado, los árboles empezaron a aullar como fieras enloquecidas, las piedras chocaron entre ellas y el interior del bosque pareció iluminarse con un quedo resplandor. Los mellizos se apretaron las manos, mientras los escalofríos recorrían todo su cuerpo.
No intercambiaron palabras. Sólo una mirada.
Y entraron.
Me encanta ^^
ResponderEliminarSimplemente, me encanta.
Se están adentrando en terreno peligroso y es emocionante. Me encanta leer esta historia (y con la canción de Requiem for a Dream, aumenta la emoción ^^).
Se acerca la hora del baile.